@zabaladelaserna
En el otoño de 1992, Miguel Espinosa
"Armillita" soñó el toreo en Madrid. El empaque, la naturalidad, el
temple dormido de sus muñecas. Aquella faena imborrable, aquella manera de
torear inolvidable, lo catapultó por la Puerta Grande de Las Ventas. La afición
venteña enronqueció. Una berraquera, una catarata, un volcán de oles.
El asombro causado por el hijo de Fermín Espinosa,
el fenómeno de dimensiones estratosféricas a quien dieron en llamar el
"Joselito mexicano" en la España de la Edad de Plata, todavía lo
recordamos quienes lo vivimos desbordados de pasión. Miguel había venido para
contribuir a la causa del festival de Julio Robles. Su regalo adquirió la
monumentalidad del sentimiento derramado. Un toro de Juan Pedro Domecq permitió
la sublimación. Armillita, figura al otro lado del océano, deslumbró de tal
modo que construyó una temporada española entera sobre los rescoldos de aquel
incendio. De pronto el golpe de la muerte precipitada ha traído un mar entero
de recuerdos. Años después, en la otra Monumental, que es la más grande,
Armillita y David Silveti cruzaron estilos, sangres y ramas de las dos dinastías
más importantes de la Historia de México. Fue una tarde mágica, que yo la vi.
Hoy David y Miguel se habrán vuelto a encontrar en
el ruedo inmenso de la inmortalidad de su toreo.
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