CARLOS RUIZ
VILLASUSO
Imagino el 12-D en México y siento el orgullo de
una raza: la de la Tauromaquia. No estamos asistiendo a las sobras del pastel
de boda que se ofrece a los hospicios y a los huérfanos. No asistimos a los dos
términos que más denigran al ser humano: la caridad y la piedad. Asistiremos a
un darlo todo por el pueblo, a la escenificación ante más de 50.000 personas de
que somos hombres y mujeres de este mundo que sabemos darlo todo, no somos
dados a dar lo que nos sobra en pachangas benéficas de viejas glorias al pie de
una Navidad con balón. Lo vamos a dar todo, la empresa, los toreros (sería
tarde/noche de cuchillos entre mexicanos y españoles, entre españoles y entre
mexicanos, porque todos se tienen ganas…), espero que ganaderos también. Y el
pueblo.
Somos el pueblo en su máxima expresión. Y si ahora
padecemos el mercantilismo de urgencia de una fiesta en precario, hemos de
regresar a ser el pueblo, los héroes del pueblo, los protectores de las
desgracias del pueblo, hombres y mujeres adeptos al ser humano, al hermano, al
amigo, a la gente. Hay algo de honor intacto entre nosotros. Porque hay cosas
que el viento no arrastra del todo aun en medio de huracanes de crisis. Porque
hay fuegos que aún la lluvia no alcanza a matar su último rescoldo. Nos
olvidan, pero soplamos suave entre las cenizas y resurge nuestra hoguera
olvidada.
Somos y hemos de ser el pueblo, el pueblo que
acogió a la Tauromaquia cuando los nobles españoles afrancesados la abandonaron
por gustos versallescos. El pueblo somos, el que llenó plazas en las arengas de
todos los intelectuales cultos y de bien de este país y de todos los países de
toros. Ahí nos toca reconocer, en medio del pueblo, que hemos abandonado al
pueblo con precios desorbitados. Y que con ellos cerramos las puertas a los hijos
y nietos y bisnietos que hicieron grande a Manolete, a El Cordobés, al primer
Armillita, al primer Silveti. El pueblo.
En ese embudo de Insurgentes, un gigante desde cuya
última fila apenas se alcanza a ver el minúsculo juego entre el toro y el
hombre, desde cuya última fila no se sabe quién ni qué ni dónde, sino que se
sabe qué es, el pueblo ruge, corea a compás los sonidos de sus emociones.
Pueblo que no va con su tribu a la espera de una victoria, incluso de penalti
injusto, pueblo que no va a alentar a sus figuras que han defraudado a la
Hacienda de la nación, pueblo que miran toros de ganaderos que han invertido en
más toros y su tierra y no la esterilidad de Panamá, Suiza, Andorra o las
Bahamas. Los ganaderos, piensen, son tierra que genera tierra en su Tierra. Eso
es ser pueblo.
Somos el pueblo que no es comprendido por el
pueblo. Esa es la cuestión. Pueblo desafectuosamente narrado para el pueblo.
Pueblo mal contado, mal tratado, malversado por quienes no desean que exista el
pueblo. Porque un pueblo, una raza de pueblos, es el mejor de los muros de
contención contra las corrupciones, los despropósitos, los abusos y excesos,
las democracias falsas y, sobre todo, el mejor antídoto para los males que
tiene la globalidad. Que usada para hacer avanzar a los pueblos es buena, y es
el maligno cada vez que se usa para el desarraigo y la incultura.
Hemos de regresar a ser pueblo. Todos hemos de
pensar en esas gentes, en nuestra raza, deseosas de que el ganadero siga
invirtiendo tierra en su Tierra, de que el torero siga mostrando las virtudes
del ser humano, de que los públicos se emocionen dentro de la tolerancia de un
sentimiento cultural sin fronteras. El 12-D es el día de la raza, será nuestro
día de la raza al ayudar con todo lo que tenemos, que es la solidaridad, a un
pueblo quebrado por la naturaleza de los terremotos. Un terremoto acude a ser
solidario con otro. El de la Tauromaquia. Viva el toreo. Viva su pueblo. Vivan
sus reyes y sus repúblicas y sus religiones y sus ideologías particulares y sus
sentimientos individuales, que todos caben en una misma plaza. Y viva México. / Redacción
APLAUSOS
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