FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Créanme
que me cuesta ponerme delante del teclado, cuando el frío de Madrid se deja sentir tras el ventanal y la negrura
de la noche se filtra por la celosía pestañosa que le protege. Noche negra esta
del 6 de noviembre. Noche bien triste.
Cuando las noticias te golpean así, a traición, no se terminan de encajar en la
mente porque el cuerpo, todo él, está medio apijotado, como el que se
magullan los toreros tras las tablas del
burladero al recibir el golpazo traicionero del bruto astado. Estoy harto. Harto
de tener que mover los dedos pesadamente y de escribir con la cabeza
gacha, porque lo que me apetece es
meterme en la cama y taparme cabeza y todo. ¿Otra vez? ¿Otro sobresalto? ¿Otro
disparate del Destino? Pues, sí: otra vez. En esta ocasión el mal viento que
procede del lindo México que tanto amo es quien me envuelve en la malanueva: Ha
muerto Miguel Espinosa, al que le pusieron Armillita Chico en los carteles y
resultó ser el más grande de la más gloriosa dinastía torera mexicana. ¡Me
duele tanto!…
En
mi archivo fotográfico guardo como oro en paño una fotografía en color, de
dieciocho por veinticuatro, de Miguel toreando en la Maestranza de Sevilla. He
ido por ella y me la he puesto junto a la pantalla del ordenador, como los
toreros ponen las estampas de su devoción junto a la lamparilla de aceite antes
de partir para la Plaza, para que la Providencia les ayude a volver…
Ella,
la foto, también me ofrece la providencial ayuda para volver a redactar unas
pocas letras como único y pírrico aporte a la expresión de dolor y de íntimo
sentimiento que la trágica noticia produce en mi alma. Aquella tarde había
toreado Miguel en Sevilla con una severa expresividad, sin el menor atisbo de
crispación, con ese tempo divino que imprimen algunos toreros (solo algunos) de
su querida tierra. Me cautivó su forma de torear con el cuerpo relajado, la
muleta tersa y limpia, ofrecida al toro como bebedero de su embestida, las
zapatillas asentadas y la mano libre
descolgada, medio dormida. El retrato es la viva estampa de la naturalidad.
Mejor diría de la sobrenaturalidad, porque hay que ser un superdotado para
pasarse a la muerte en carne viva por la faja sin el más leve respingo ni la
más mínima afectación.
A
estas horas Miguel es carne muerta. No me lo puedo creer. Cuando redacto estas
líneas las noticias son confusas en torno a la causa del fatal desenlace, pero
la certidumbre es total: ha muerto Miguel Armillita. ¡Qué fría resulta siempre
la mensajería de la fatalidad!
En
casos como este, comienza el borbolleo de las neuronas en la memoria y me
devuelven la estampa del Armillita jovial de las noches sanfermineras en
Pamplona, el de la risa siempre dispuesta a abrirse por entre su dentadura
recia de indio fuerte y sano, o el de las
tardes de toros en Salamanca, cuando el inefable Bojilla, a la sazón delegado
del apoderamiento “oficial”, se echó para adelante ante una botella de buen
vino de Ribera y me miró fijamente para sentenciar: Si me tomo un par de copas
más, esta tarde le mando a Armillita a la puerta de chiqueros. O el de las
tertulias de madrugada, hablando de toros y de toreros, de críticos y de
públicos y de la Biblia en verso.
Me
resultó especialmente gratificante compartir con la familia Armilla un largo
día en su rancho Chichimeco no muy lejos de Aguascalientes, junto a su mamá,
los hermanos Manolo (también recientemente fallecido, el pobre) y Fermín con su
hijo Fermincito, que por entonces toreaba al perro y hoy es matador de toros y
algunos amigos más, saboreando una deliciosa comida, hablando de cosas del
toreo y de la pelota vasca, recorriendo los potreros de la finca y viendo
aquellos toros chiquitos, descendientes directos de los saltillos que se
trajeron de España los hermanos Llaguno y que el desconocimiento del origen o
el desenfoque del aficionado español los repudiaría por “falta de trapío”; y,
sobre todo visitar el museo de la dinastía, dedicado en gran parte al
patriarca, aquél Fermín Espinosa Saucedo, el primer Armillita Chico conocido, a
quien en los años 30 llamaron en España el Joselito Mexicano. ¡Como sería!…
Ahora,
el menor de los hijos de aquél Armillita figurón del toreo en los dos países,
ha muerto sin llegar a cumplir los sesenta años. Hace nada nos vimos una mañana
en Las Ventas, por San Isidro y nos íbamos juntos a comer y a hablar de
nuestras cosas (de toros, naturalmente) en cualquier tasca de cualquier
esquina. Le debía ese almuerzo y un partido de golf, porque allá en su tierra
hidrocálida me prestó sus palos para que jugara con su hermano Fermín; pero no
fuimos a almorzar, porque otro matador de toros español le reclamó para
(supongo) asuntos de mayor enjundia. Ya nos vemos luego, se disculpó. ¿Luego?
¿Cuándo, Miguel?
Aquella
soleada mañana de mayo, muy pasado el mediodía, abandoné los aledaños de la
Monumental de Madrid recordando los pases naturales de Miguel a un toro de Juan
Pedro Domecq, en el festival homenaje a Julio Robles; tres tandas
pluscuamperfectas que pusieron boca abajo la Plaza de Las Ventas. Me acordaré,
también siempre, siempre, de su trato cordial, sincero, cabal, nimbado de una
afinidad casi lindera con la fraternidad. ¡Cómo no voy a estar afligido en
estos momentos! ¡Cómo estará la pobre Verónica, su esposa y sus allegados más
directos! Cómo me acuerdo de ese brindis en la Monumental Plaza México, cuando
me ofreció todo serio la montera y me dijo unas palabras de mera cortesía, bien
aclaradas al terminar la faena: No pude decirte lo que quería, mano; estos
tipos de la televisión te ponen el micrófono y roban intimidad…¡pinches
periodistas!
La
verdad es que no sé por qué me da por contar estas cosas en un momento como
éste. ¿Acaso estoy vencido por la adversidad y la deshora? Probablemente. Quizá
debería haber entrado en Google y soltar la retahíla de datos, fechas y números
que inundarán a estas horas los noticieros taurinos en la Red, en los
periódicos y en los medios audiovisuales. Debo ser, también un pinche
periodista.
Estoy
desolado, y solo se me ocurre añadir que en el orden humano, Miguel era un
hombre bueno y en el taurino un colosal torero. Y que sentía por él un cariño
entrañable. Y que, como él me dice en la dedicatoria de la estampa que ilustra
esta pobre crónica luctuosa, le tuve el afecto de quien se siente por siempre
amigo.
Por
siempre, Miguel, por siempre. Estés donde estés, tenlo por seguro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario