PACO AGUADO
Son tiempos confusos los que nos toca vivir a este lado del
Atlántico. La ya dilatada y, hasta recurrente, crisis financiera anda
subvirtiendo valores, trastocando conceptos, minando ánimos y derribando
convicciones. Y la incertidumbre arrastrada, amenazante, acaba por desorientar
mentes, crispar actitudes y distorsionar los mensajes.
En el toreo, la confusión es mayor si cabe que en el resto
de actividades del país. Los ataques externos y la mezquina inoperancia interna
están acabando por trazar un panorama resignadamente apocalíptico, pero en el
que los pescadores del río revuelto siguen sacando tajada como los osos en
época de desove del salmón. Toda una paradoja.
El decano de los empresarios, José Antonio Martínez Uranga, con su estampa y actitud de viejo
senador romano, se descolgó proclamando hace unos días ese ya famoso "esto
se acaba", después de cerrar la feria de San Isidro en la que,
probablemente y aunque lo niegue, haya obtenido los mayores beneficios de su
paso con Taurodelta por Las Ventas.
Paradójico, sí. Y más teniendo en cuenta que ha contado con
casi dos mil abonados menos que en anteriores ediciones. Pero habría que
pensar, tal vez, que dicha pérdida –tendidos altos, gradas y andanadas de sol
han sido las entradas que menos se han vendido– no habrá representado ni el
cinco por ciento de los ingresos de taquilla, mientras que la reducción de
honorarios a la mayoría de los espadas, con la citada coartada, ha podido
suponer un porcentaje bastante más alto.
Sí, probablemente sea por eso, por minusvalorar a los
toreros, por lo que "esto"
se esté acabando. O por lidiar toros de hechuras más adecuadas para las calles
de los pueblos de la Comunidad Valenciana que para la primera plaza del mundo,
y también a menos precio que el que pagarían por ellos las comisiones de
festejos para embolarlos.
Ganaderamente, es esta otra paradoja más del toreo de los
años confusos, que entronca con la más llamativa de todas: que, en esta
situación, al ganadero le salga más rentable mandar para carne una corrida al
matadero que lidiarla por su bravura en una plaza, tal y como están pagándolas
algunas empresas.
Como paradójico es que la Comunidad de Madrid, la
responsable política de esa farisaica confesión del "esto se acaba",
siga siendo ciega a la decadencia de Las Ventas, a esa misma "ruina" que engrosa sus arcas
con tres millones de euros cada año.
Es la misma actitud paradójica que lleva a considerar como
algo "normal" que los
mejores toreros del momento no pisen su ruedo: que hacer perderse a la afición
madrileña a un Juli en sazón no sea
un pecado imperdonable de la empresa, o que la dificultad de contratar José Tomás sea ya una frase hecha para
la excusa de no intentarlo.
Pero las extrañas paradojas del toreo español no se limitan
sólo a Madrid, sino a todo el radio de esta piel de toro que se va cuarteando,
ese mapa de ferias en el que no se contrata después a los excepcionales y
escasos triunfadores de San Isidro, a los que el aficionado quiere ver. Aquí la
paradoja estriba en que los puestos de los carteles siguen copados por tantos y
tantos nombres de quienes ya han demostrado su irrentabilidad taquillera
durante un largo lustro.
Lo paradójico de esta desnaturalizada empresa taurina que
sufrimos es que premia más la sumisión que el valor, la atonía que la emoción,
el conformismo que la dignidad. Y por eso mismo es también una sorprendente
paradoja que Toño Matilla tenga que
hablar del veto de Hermoso de Mendoza
a Diego Ventura en Bilbao, siendo el
empresario que más limita la composición de sus carteles a una escasa lista
doméstica de toreros "asimilados".
Pero paradójico es también que una empresa en retroceso,
como la de los hermanos Chopera, se
muestre últimamente tan agresiva con la prensa y con los aficionados que
contribuyen a sostener los restos de su heredado imperio.
O que los precios de las entradas en Andalucía sigan siendo
los más altos de España, justo allí donde el nivel de vida y las cifras del
paro alcanzan las cotas más alarmantes. En Utrera, un ayuntamiento torpe y
variopinto, ha impedido, sí, que entren a los toros los menores de siete años.
Pero el verdadero problema, como en tantas y tantas plazas andaluzas
abandonadas a su suerte, es que, económicamente hablando, tampoco lo pueden
hacer ya los mayores.
En cambio, muy de vez en cuando, se dan algunas paradojas
positivas, como la de Istres. En esa pequeña plaza francesa en vías de
consolidación, un alejado reducto de sentido común, ha sido donde el tozudo
torismo español ha podido comprobar cuál debe ser el trapío y el comportamiento
del toro de Santa Coloma. Sí, exactamente igual a los de ese "Golosino", de La
Quinta, que enseñó –ojo, también a los toreros– cómo es la embestida
perfecta.
Seguro que con paradojas como esta de la bravura auténtica, "esto" tarda más en acabarse
de lo que pretenden los augures.
No hay comentarios:
Publicar un comentario