PACO AGUADO
En frío, como ha sido el mes de mayo más
desapacible de las últimas décadas. Así es como toca analizar lo sucedido en el
recién finalizado abono de San Isidro, aunque aún quede por celebrarse esa
escisión artificial llamada "Feria del Arte y la Cultura".
En frío, como fríos y tristes ha dejado el ciclo a los pocos que aún conservan
un mínimo de sentido común del toreo.
Y en frío, con los objetivos números en
la mano, hay que lamentar la mínima
cantidad de toros realmente bravos que han salido por esa puerta de chiqueros
que día tras día abrieron hombres disfrazados de toreros. Tan pocos como viene
siendo habitual en las dos últimas décadas.
Pero a quienes hemos conocido otras
épocas de Las Ventas, incluso más duras pero nunca tan grises, nos cuesta
resignaros a esta "normalidad",
a esa generalizada atonía ganadera que hoy domina una plaza tan determinante y
que se deriva de una falta de criterios paradójicamente muy rentable para las
empresas.
Como desde hace muchos años, andan
algunos buscando aún "el toro de
Madrid", un concepto simple y
claro que progresivamente, a golpes de confusión y perversión, se ha ido
convirtiendo en un abstracto indefinido en el imaginario de su afición.
En cambio, la evidencia de los pésimos
resultados de la feria, por enésima edición consecutiva, pide a gritos un
mínimo de sensatez ganadera en Las Ventas. Y que, por pura piedad para con el
toreo, en las reseñas se también empiece a hablar de corridas "mal presentadas" por exceso,
por lo que anulan de todo punto las altas prestaciones que le exigimos a un
animal sobre el que se basa todo el entramado.
Corridas mal presentadas, aberrantes de
la genética de la bravura, y no tanto en su volumen, que también, sino por sus
deformaciones, por su amoruchada estampa, por su cercanía al ganado de carne y
de leche. Corridas groseramente encornadas para deleite de catetos taurinos, o
de bastas descompensaciones físicas, impropias de la afinada selección de siglos
que creó el prototipo ideal y armónico del toro de lidia.
Desdeñemos el toro destartalado, que no
grande, ese toro feo, tosco y viejuno de hierros secundarios que ha sido el
provocador de tantas tardes de tedio. Pero también, claro está, ese otro toro
aparente de divisas con prestigio, más fino pero sin verdadero remate, que se
ha colado en días señalados y que se ha demostrado tanto o más vacío de esa
condición, cada vez más insólita, que se dio en llamar raza, el escalón
superior a la casta.
Con esos mimbres, y con puntuales pero
muy escasas excepciones, ese inmenso y durísimo ruedo se convierte la mayoría
de las tardes en el escenario de un absurdo, el de una lidia dilatada como un
diálogo de besugos, dictada desde el tendido con un rígido, inflexible y torpe
concepto que en nada se acerca a lo que siempre fue un inteligente ejercicio de
pragmatismo y flexibilidad.
Pero, en Madrid, contra la lidia y contra
el espectáculo no sólo atentan la mayoría de los toros desembarcados y los
palurdos criterios que lo atenazan, sino la propia plaza en sí. Más allá de las
decimonónicas dimensiones de su ruedo, o de la lluvia y el frío que este año
han dominado el ambiente isidril, el antitaurino viento ha sido otro más de los
abonados de Las Ventas, y al que nadie ha impedido el acceso.
Los efectos negativos del viento en la
primera plaza del mundo ha sido tan palmaria y evidente como siempre, pero
especialmente en esta feria por su alianza con tanto mostrenco contra la propia
esencia del toreo.
El problema, levantada la plaza en ese
túnel de viento que es el cauce del antiguo Arroyo del Abroñigal -hoy Calle-30
por capricho de Gallardón-, es
intrínseco al propio edificio. Pero a falta de menos de dos décadas para su
centenario, bien podrían atenderse algunos de los ya existentes estudios y
proyectos de moderna ingeniería que atajarían la tara sin un excesivo coste.
Se trataría únicamente de mirar tanto por
la integridad de los actores de luces como por la del propio espectáculo y la
satisfacción de los espectadores. Pero es bastante improbable que dicha
cuestión sea una de las prioridades de los displicentes políticos de la
Comunidad de Madrid, propietarios y responsables de un inmueble del que sólo
parece interesarles su alta rentabilidad.
Y es así como, tarde a tarde de mayo, la
plaza de Las Ventas ha ido añadiendo desencantos y negatividad a una afición no
se sabe bien si masoquista o imbuida de una especie de síndrome de Estocolmo taurino, pues a diario ha seguido llenando, o
casi, los tendidos y las cajones de las taquillas al reclamo de un evento que
de antemano saben insulso y plomizo.
Y también así, perdido el rumbo de la
plaza y perdida la memoria y el sentido del toreo, entre justas orejas robadas
e injustas regaladas, se va creando el óptimo caldo de cultivo propicio para
que broten casos tan insólitos como el de esa vuelta al ruedo de la cuadrilla
de Castaño.
En ese sentido, sólo cabe añadir una
última reflexión: ni Magritas, ni El Cuco, ni Blanquet, ni Alfredo David,
ni Chaves Flores, ni Bojilla, ni El Pali, ni Honrubia, ni
tantos y tantos grandes de la brega y las banderillas necesitaron nunca de
tanto aparato y alarde para hacer valer su grandeza. Ni hubieran dejado nunca a
su matador esperando abrumado contra las tablas para jugarse la vida con una
muleta en la mano.
Y menos aún en esta plaza de Madrid que,
a fuerza de desvaríos, ya muchos ni siquiera reconocemos.
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