FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
He
vuelto a México. He vuelto porque me seducía la oferta que me trasladaban y
porque me pedía el cuerpo volver a palpar de cerca el color de su ambiente
taurino y el calor de sus gentes. Me encanta México. Lo digo desde acá, porque
así lo siento. Y porque siento también que en esta España, por mí tan amada
–que no me la toquen–, con excesiva frecuencia no se le guarda la debida
reciprocidad en las cuestiones que afectan al toro y al toreo. No de ahora, de
siempre. México te abre la puerta, con filantrópica hospitalidad, mientras en
España fruncimos el ceño a los mexicanos y, como mucho, se la entornamos. En el
primer tercio del siglo XIX, llegó a
México un torero español de escaso fuste –una medianía–, Bernardo Gaviño y en seguida le hicieron
maestro de escuela (taurina, por supuesto); en cambio, más de medio siglo
después recaló en España su discípulo Ponciano
Díaz, con su bigotazo de guías caídas, a ofrecer su valor y sus charrerías ante
los feroces toros españoles –novedad jamás comprendida— y no le hicieron ni
puñetero caso. Vino Gaona y le cerraron las puertas de la Plaza de la carretera
de Aragón, teniendo que organizar una encerrona en un suburbio de la capital,
incluida comilona con que llenaron la panza los prebostes de la crítica –no
faltó ni el más oscuro segundón–, para que vieran las excelencias de quien
acabaría siendo vetado en sus carteles por Joselito el Gallo. Y no seguiré haciendo comparanzas de desapegos,
afrentas o injusticias flagrantes entre los de acá y los de allá porque
entiendo que son escarnio baldío y, además, consustanciales con la
internacionalización de la Fiesta, el detonante lamentable de roturas y
contrarroturas de convenios entre toreros de ambos países y porque también hay
que reconocer el “sitio” que se ganaron en el solar hispano el gran Armillita y
Carlos Arruza, por ejemplo; dicho lo cual, si tomamos un punto de vista
medianamente objetivo, histórico y global, en la cosa del trato y el contrato,
esto es, en la relación afectiva y contractual entre toreros mexicanos y
españoles salen perdiendo aquellos. No hay color.
Una
excepción: a Bombita (Ricardo), le mostraron los hermanos Llaguno, ganaderos de
Zacatecas, el albedrío de sus toros
cimarrones y el célebre diestro de Tomares respondió aconsejando –y
propiciando—la compra de unas pocas vacas y dos sementales de Saltillo que
resultaron providenciales para injertar sangre brava en sus empadres y
potreros, construyendo el verdadero pie de simiente de la ganadería brava
mexicana. Y esta circunstancia, precisamente, es la que, igualmente, da pie al
argumento que me obliga a ponerme ante el teclado de ordenador: el “toro de
México”.
Sin
obviar la entrada puntual, en la que fue llamada Nueva España, de sangres de
ganado bravo español –avalado por su pertenecía a encastes tradicionales– desde
el siglo XVI en adelante, nadie discutirá la trascendencia –diría que vital—que
tuvo para el México taurino el trasvase genético y zootécnico que crearon los hermanos
Antonio y Julián Llaguno capitalizando su original “oleoducto” trasatlántico en
el primer decenio del siglo precedente. A pesar de los avatares beligerantes de
la revolución del pueblo mexicano, que, inevitablemente afectó a la crianza del
ganado de lidia, el hábil manejo de los
“saltillos” españoles por parte de estos hermanos ganaderos –Antonio, genetista
de primer nivel, especialista en
vacuno—propició la modelación de un fenotipo y la creación de un carácter en el
toro bravo, esto es, un ejemplar de lidia singular, inequívoco, una genuina
especie que vino a ganarse la
titulación, por extensión, de “toro de México”.
El
“toro de México” se reconoce por sus formas, en la doble vertiente de aspecto
físico (conformación morfológica) y comportamiento (forma de embestir). Es el
toro de los Llaguno, criado “en pureza o impureza”, según se mantenga o no
limpia de cruzas con ganado criollo –eso sí, seleccionado– las sucesivas
reatas. Un toro recogido de carnes, breve de cuerna –ligeramente cornivuelto—y
bravo como la lumbre… pero con dos aditamentos fundamentales que lo distinguen
drásticamente del “saltillo” español: su resistencia a la fatiga de la lidia y
un “fondo” de nobleza que le hace embestir andando, pero sin detenerse;
humillando, pero sin claudicar. Estos son, a grandes rasgos, los perfiles de un
tipo de toro consustancial y preponderante (su presencia es abrumadora) en la cabaña brava mexicana, al que se
identifica como “del país”.
No
obstante, hay que considerar en la medida que corresponde, la existencia en
México de ganado bravo de acreditados linajes españoles, repartidos por ranchos
y haciendas propiedad de excelentes ganaderos. Es otro toro. Un toro que
desciende principalmente de los parladés de Campos Varela que exportó Belmonte
a mediados de los años 20 (de forma ilegal, lo cual desató un gran escándalo y
propició la escisión de la Unión de
Criadores de Toros de Lidia española y el surgimiento de la insurgente
Asociación), además de los domecqs que llevaron Joselito y Martín Arranz o los
atanasios (casi media ganadería en vacas y dos o tres sementales) que compraron los hermanos Álvarez Bilbao,
ganaderos de Barralva. Son pocos los ejemplos, pero se palpa en el ambiente que
la cosa puede ir a más. Verán por qué:
Desde
hace tiempo –veinte años, más o menos–, se ha ido creando en México un estado
de opinión que magnifica las dimensiones corpóreas y ofensivas del toro y
vitupera las reducidas. Dicho así, parece pura lógica; pero se ignora
peligrosamente el fundamento, y quien ignora el fundamento se puede abocar a la
tropelía. ¿Qué es lo que se pretende en México? ¿Acabar con su reserva
histórica de bravo? ¿Liquidar una seña de identidad? ¿Arriar la bandera que lo
identifica con una especie de bóvidos bravos creados en su suelo a lo largo de
todo un siglo? ¿Aniquilar en el rastro una “personalidad” inconfundible?
Supongo
que no. Supongo que lo que se pretende es despenar los toros chiquititos, a
base de cruzas con ejemplares más corpulentos y cornalones, sean o no de su
mismo encaste, y así ganar en trapío y seriedad, porque lo de ahora “es un
escándalo”. Ya, pero entonces tomen
conciencia de lo que ocurrirá en un próximo futuro. Aquí, en España, en este
asunto, tenemos experiencia para regalar. Y si no, pregunten adónde y por qué
se han ido al garete los contreras, coquillas, vegavillares, conchaysierras, y
algunos encastes más, entre ellos los santacolomas y saltillos, que están en el
filo de la navaja. De la navaja de rebanar encastes, llamados minoritarios, sin
tener en cuenta que, precisamente, han sido minorizados por quienes –¡qué
contrasentido!— claman por un trapío cada vez más imposible de lograr, por muchos
pitones que se enfunden y mucho anabolizante que hipertrofie las hechuras. Hace
ya muchos, muchos años que los toros no se embarcan en las fincas ganaderas por
reata, sino por romana.
Por
estos y otros motivos, siempre me motivó asistir a las corridas en México, para
disfrutar con sus toros, sus toreros y sus públicos: para contrastar. Me
fascinaba comprobar cómo esos toritos grises, de cuernos apuntando hacia
arriba, que salían abantos y empujaban en varas como tejones, parecían
“agarrados al piso”, pero, de repente, sacaban del fondo del armario de la
bravura y la casta una capacidad de embestir al paso que sobrecogía, por la
incertidumbre de su viaje. Sorprendía, también, lo bien que entendían este
comportamiento los toreros del país, esperándolos sin dubitaciones, con firmeza
de planta y corriendo la mano desde acá hasta allá, en un viaje lento, lento,
lento, que parecía interminable, mientras un estallido de oles atronaba el
ambiente. Ése es el “toro de México” y ése es el toreo mexicano, el que precisa
un “tempo” especial, una indolencia que se identifica con la magistral laxitud
de los “sin prisa”, como Silverio, Garza, Solórzano, Capetillo, etcétera, a
quienes solo he visto torear en películas de su época, pero parecen imágenes
ralentizadas, ¡qué maravilla! Y ese público que estalla en la “México” en un
grito tremendo con las primeras notas de “Cielo Andaluz” o en un ole atronador
“cuando el toro y la muleta van al mismo son”, como en la letra de “Viva el
Pasodoble”, o el que arroja locamente apasionado sombreros y prendas de vestir
en plena vorágine de la faena. Me encantan estas cosas, porque todo ello encaja
en el cofre que guarda el tesoro de la sensibilidad. Son cosas de piel y de
corazón, al propio tiempo. Cosas de México lindo.
Me
apena pensar que se pueda a llegar a desintonizar con esta situación, a desenchufar esta peculiar idiosincrasia, por
dos motivos: desinformación y mimetismo. Ya advirtió García Lorca, hace más de
ochenta años, que la falta de pedagogía en la fiesta de los toros es una
malignidad endémica. Ahora puede ocurrir que la imitación sistemática, la
mirada a otros espejos y las influencias tópicas y demagógicas, sin contrastes
ni previsiones, puede tener
imprevisibles consecuencias.
Y
antes de que comiencen a escarbar los reticentes, inconformistas o,
sencillamente, discrepantes con lo antedicho, una precisión: En modo alguno se
pretende edulcorar, disculpar u ocultar cualquier tipo de manipulación
fraudulenta en el “toro de México”. El fraude es un delito intolerable y, por
tanto, denunciable. La advertencia no es más que una opinión basada en la
experiencia y en la negritud de las nubes que barruntan la tormenta; un aviso a
navegantes.
Por
cierto, “Navegante” se llamaba el toro que por poco mata a José Tomás, hace
diez años, en Aguascalientes. Un “toro de México”.
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