¿Cómo lo prefieren: de frente o de perfil? Un toro es lo que debe salir por la puerta de toriles. Un toro es aquel que persigue con celo a los banderilleros y el que se recarga fuertemente en los caballos, apencando el rabo. Un toro es lo que quiere ver el aficionado cuando paga su boleto. Un toro es un toro. Un toro no es aquel que se cae o aquel que brinca al callejón. Un toro no es un novillo, es un toro. Un toro es eso: un toro.
JOSÉ
FRANCISCO COELLO UGALDE
Cuando el público, la afición se va de las plazas
de toros, no es casual ni gratuito. Hay suficientes motivos de peso que obligan
a esta forzosa decisión. Si un espectáculo no tiene la escala o el nivel
congruentes con lo que se paga en taquilla, el espectador prefiere no dejar dos
pesos por algo que vale centavos. Si ve permanentemente salir por toriles
ganado con las condiciones señaladas por un reglamento que nos habla del toro
de cuatro años de edad y 450 kilos de peso, y que no pide otra cosa más que se
cumpla con estos requisitos, la desilusión nos invade y no habiendo otro
estímulo, preferimos irnos. Pero se quedan aquellos que, o son quienes montan
el espectáculo y colaboran en él sin darse cuenta que con ese fomento afectan
radicalmente la imagen del espectáculo, o porque su terquedad y obsesión han
caído bajo el encanto del poder.
Como un médico, mi diagnóstico, luego de conocer
algunos de los síntomas, me dice que, en tanto patológicos, y de seguir ese
cuadro, pronto se darán menos corridas en las plazas de toros, no por
incosteables, sino porque el negocio no se ha realizado a cabalidad.
El caso de la plaza de toros “México” es
significativo. Desde que el Dr. Rafael Herrerías Olea tomó las riendas del coso
capitalino, y que manejó el mismo de manera incorrecta, logró hacer de esto un
fracaso permanente (aunque se mencionen cifras, números y demás posibles
ventajas de su presencia e influencia, si lo único que se tuvo como balance fue
el de una crisis generalizada de la que aún se percibe el lamentable saldo). Se
entiende que el empresario, cumple con lo indicado en la Ley para la
celebración de espectáculos públicos en el Distrito Federal, en su art. 43,
fracciones I a VIII y si ante las autoridades cubre esos requisitos, todo
aquello que soporta documentalmente una temporada debería cumplirse a
cabalidad. Lamentablemente también la autoridad quedó sujeta a caprichos e
imposiciones que la redujeron a la triste figura decorativa.
Pero ante el desastre, quien debe rendir cuentas?
Si las leyes, siendo tan claras se enturbian entre
negociaciones, arreglos o “enjuagues”, es posible que el resultado sea una
criatura, hija del mal, engendro no tolerado por la afición, que se da cuenta
claramente del “abuso de confianza” en que está convertido el engaño, la tomada
de pelo.
¿Cómo controlar todo esto?
Muy sencillo. Cumpliendo legítimamente con todo lo
requerido en el proceso de autorización de una temporada, cuando la empresa
presenta la documentación solicitada, misma que se aprueba por la autoridad
correspondiente; y en el entendido de que no existe inconveniente alguno, se da
el visto bueno. Más tarde, y durante el curso de la temporada, los jueces deben
dar fe y testimonio del cumplimiento, agregando a lo anterior, los resultados
del examen post-mortem (que por cierto dejó de practicarse) cuyos datos son
definitivos para corroborar si la edad del toro corresponde al dato
proporcionado por el ganadero (bajo protesta de decir verdad), y en
consecuencia es la misma. De no ser así, deben aplicarse las sanciones a que
tenga lugar la infracción.
Ahora bien, de un tiempo a esta fecha, hemos visto
toros y novillos que ni por casualidad dan ya no tanto el peso, sino la edad
que dice el ganadero tener él o los toros que vendió a la empresa, lo que
insinúa un mal, un pésimo arreglo de complicidades, del que, únicamente pierden
de vista el costo que significa el alejamiento de los aficionados, quizá el
costo más elevado, porque es esta parte la que mantiene el espectáculo y no lo
otro.
El hecho de que se sostenga la mentira provoca la
pérdida del interés ocasionado en el aficionado, al que se le ha arrebatado uno
de los factores esenciales en el espectáculo: la emoción provocada por un toro
en la plaza, un toro que requiere haber cumplido nada más –insisto por la
lógica del sentido común- los cuatro años y 450 kilos de peso reglamentarios,
con la idea de que no sean aparentes sino lo más reales posibles. De otra forma
reincide el engaño, la mentira, y con la mentira no se puede jugar (o se hace bien
o no es mentira), que para eso están los resultados a la vista. En cuanto haya
un retorno legítimo del toro a las plazas, regresará también el aficionado. En
cuanto se nos cobre lo justo y no haya imposiciones de ninguna especie,
sentiremos que los impedimentos habrán desaparecido. Las cosas volverán a ser
mejores. Y no crean que estoy idealizando, ni fascinado por la utopía. Las
plazas recuperarán su colorido, como el espectáculo su integridad.
Cuando la autoridad se sienta respaldada por las
leyes pero no coartada por amenazas oscuras, este espectáculo recuperará
glorias perdidas. El Juez es la máxima autoridad en la plaza, incluso es
representante directo del Jefe de Gobierno, lo que eleva su estatura, y si
aplica el reglamento de manera adecuada y congruente; siempre a favor de la
razón, lo que podemos esperar es el curso de un espectáculo en condiciones
favorables.
Que pedimos mucho, sinceramente no. La verdad es
que queremos simple y sencillamente un espectáculo digno, no sumido en ningún tipo
de polarización y a la altura de todos aquellos que, de alguna manera han
alcanzado la “calidad total”.
Incluso, conviene recordar una acertada síntesis
sobre las opiniones emitidas por varios ganaderos quienes, en 1991 fueron
entrevistados por Octavio Torres, colaborador en la recordada revista
Torerísimo, N° 2 de marzo o abril:
Un toro es un ser muy especial: la resultante de
una larga evolución filogenética, un metazoario superior con simetría
bilateral. Un toro es lo que debe salir por la puerta de toriles. Un toro es
aquel que persigue con celo a los banderilleros y el que se recarga fuertemente
en los caballos, apencando el rabo. Un toro es lo que quiere ver el aficionado
cuando paga su boleto. Un toro es un toro. Un toro no es aquel que se cae o
aquel que brinca al callejón. Un toro no es un novillo, es un toro. Un toro es
eso: un toro.
Nuestros tiempos, la madurez a la que hemos
llegado como país, no merecen un espectáculo como el que pretenden darnos a la
fuerza, a base de mentiras y del que terminamos siendo cómplices, sin quererlo
ni desearlo. Vamos por una fiesta más digna, demandemos el cumplimiento sin
cortapisas de un reglamento (instrumento legal para el que ya va siendo hora de
hacerle ajustes, de ponerlo en la realidad de los tiempos que corren) que es
fruto de un espíritu que pretende el desarrollo normal de un espectáculo entendido
ya como un patrimonio, y no del capricho de unos cuantos, como a veces llegan a
entenderlo quienes no quieren dar la cara a la legalidad, o lo que, en una
palabra se reduce a la verdad de las cosas.
Recordemos que lo que bien empieza, bien acaba.
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