martes, 23 de marzo de 2021

OBISPO Y ORO - Remembranza de un cante por caracoles

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
 
La primavera ha venido/nadie sabe cómo ha sido, es el pareado candoroso de un cuento infantil de Antonio Machado, en el que el gran poeta trata de llegar a la mente de los niños de su tiempo –primera década del XX—, mientras mira cómo florean los almendros en la curva de ballesta que aprieta a Soria con el cinturón del Duero.
 
Es verdad: la primavera está aquí, y los almendros estallan en blanco y rosa, prometiendo un abundoso fruto; pero en estos días de marzo la gente del mundo del toro anda cabizbaja, como si husmeara en un reciente pasado y lo comparara con este tiempo de incertidumbre. Un tiempo maldito, vive Dios. Hace solo dos años, Valencia todavía olía el humo de las llamaradas falleras, tras la nit del foc del día de San José, mientras se hacían cábalas acerca de los premios a recibir por los triunfadores de las corridas de toros, esas tardes de música en el coso y ruido de petardos en las calles. Y se hablaría del frío, ese frío que año tras año nos sorprendía con una oleada intempestiva, apretando de fuera a dentro, a la manera del marrajo mansurrón que rehúye la lidia. Pero seguimos igual que hace doce meses: con la vista puesta en una deseada “normalidad”… que no acaba de llegar. Solo nos conforta alguna noticia, que se suma a la contada y cantada llegada del tiempo primaveral: la que refiere los festejos taurinos que comienzan a gotear en el calendario de la temporada, aunque se hayan celebrado en escenarios de menguada categoría.
 
Mientras nos tienen en vilo los datos estadísticos de la pandemia, echamos cuentas sobre la apertura de las grandes Plazas, con Sevilla y su Maestranza en el horizonte. Entre tanto, y una que vez que el Canal Toros de Movistar Plus “abriera la lata” en Ubrique, atraen mi atención las retransmisiones taurinas en directo de Castilla La Mancha Media. Corrida el sábado y novillada ayer domingo en el pequeño ruedo de la localidad manchega de Ossa de Montiel. Se agradece y se valora el esfuerzo de promotores y transmisores. El hecho es lo que importa.
 
Otras noticias, sin embargo, oscurecen el panorama en algo que, personalmente, atañe a mi devoción por un arte tan vinculado a la Tauromaquia: el flamenco. En la anómala situación en que nos encontramos, los ambientes flamencos de Madrid agonizan contra las tablas de sus tablaos. Hace unos días se cerró Villa Rosa, uno de los centros neurálgicos del cante en la capital del reino. Es indudable que, tanto en el toreo como en el cante jondo, Madrid siempre fue la Meca del arte. Hasta el Foro habrán de llegar quienes aspiran a ganar prestigio –y dinero—en las respectivas disciplinas artísticas que practican, si son capaces de triunfar sobre el entarimado de los que antaño se llamaron “cafés cantantes”. Madrid los tuvo bien emblemáticos; pero, sobre todos, descuellan dos que se enclavaron en el corazón de los llamados “madriles”: Los Gabrieles, en la calle Echegaray, esquina a la antigua del Lobo, y el citado Villa Rosa, a tiro de piedra del anterior, que fundaran los picadores Farfán y Céntimo, con fachadas a la plaza de Santa Ana y al llamado callejón del Gato, el de los espejos cóncavos y convexos que tanta gracia hacían a la plebe andariega que solía solazarse por tan mundanos parajes. Un entorno en el que también cumplían su función de “riñón taurino” los cafés y restaurantes frecuentados por gente de coleta de variado rango. Toreros y flamencos, reunidos en un pequeño entorno urbano, forman una simbiosis cuasi perfecta; por tanto, eran habituales los trasiegos domiciliarios entrambos, con trasnochos obligados entre el bordón y la prima de una guitarra y voces medio rotas de tanto templar otras cuerdas --las vocales-- y alguna que otra camisa rota del todo, porque “no se pué aguantá”... lo que se escucha, cuando aquello traspasa los filtros del cuerpo y se mete en el alma.
 
Traigo a esta página una fotografía en la que se ve a don Antonio Chacón, el genial cantaor jerezano, en actitud de arrancarse a cantar, tocado con su sombrero y haciendo compás con el bastón. Es el señor gordito de la izquierda. El de la derecha, con gorrilla, es un joven tímido llamado Juan Belmonte, que ha llegado a Madrid siendo novillero para asombrar a los aficionados con un nuevo concepto del arte de torear. Con estos datos, supongo que el documento se tomaría en el año 13 del pasado siglo. Chacón estaba en el apogeo de facultades y Juan tenía la “hierba en la boca”. Aquél ya era figura cumbre –tiene “don”—y este, figura en ciernes.
 
Es muy probable, que don Antonio se arrancara por caracoles, el palo flamenco que puso de moda y dominaba como nadie; un cante genuino de Cádiz, entroncado con las cantiñas y mirabrás, que requiere  registros especiales en la voz, por las inflexiones de los tercios. Una de sus letras más celebradas, decía: Cómo reluce la gran calle de Alcalá, cómo reluce, cuando suben y bajan los andaluces, con lo cual se hacía un guiño a la arteria principal de la villa y corte, convertida en virtual pasarela para que las gentes de Andalucía mostraran su palmito y galanura, andando por ella, de acá para allá, y viceversa. Más adelante, subiendo el tono, se hacía mención al taurinismo madrileño y a sus lugares de encuentro: Vámonos, vámonos, al Café de la Unión, adonde paran Curro Cúchares, El Tato y Juan León. Era éste Café el de la fonda de La Unión, que trasladó su primitiva sede de Caballero de Gracia a la calle de la Abada, que va de Gran Vía a la plaza del Carmen. Como se ve, la historia que se narra en esta estrofa se remonta a mediados del siglo XIX.
 
Hago esta remembranza en los días de una primeriza primavera, porque me apena el letargo de los tablaos de Madrid, con el barroquismo de sus fachadas primorosamente azulejadas y sus sillas de tomiza, y porque se me clavaron en el corazón algunas de sus noches, con la voz del Chato de la Isla por fandangos o la de Manuel Mairena por soleares. Ahorraba –era un chavea-- de mi escaso peculio para poder entrar en aquellos santuarios nocturnos, pero me llegaban justitos los cuartos. Muy después, pude disfrutar de un “cuarto de cabales” en Valladolid, cuando recién treintañero, Fosforito y Enrique Morente nos cantaron de balde –en noches diferentes y acompañados a la guitarra por Enrique de Melchor-- a un selecto grupo de ocho personas, mal contadas, tras actuar en la función para la que fueron requeridos y contratados.
 
A don Antonio Chacón solo he podido escucharle en deficientes grabaciones de pizarra, pero los caracoles flamencos, interpretados con su prodigiosa voz, son inimitables. Y, además, de digestión ligera; de los que alivian las pesadeces de una exagerada tenebrosidad. En cualquier caso, magníficos.

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