FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
La primavera ha venido/nadie sabe cómo ha sido, es
el pareado candoroso de un cuento infantil de Antonio Machado, en el que el
gran poeta trata de llegar a la mente de los niños de su tiempo –primera década
del XX—, mientras mira cómo florean los almendros en la curva de ballesta que
aprieta a Soria con el cinturón del Duero.
Es verdad: la primavera está aquí, y los almendros
estallan en blanco y rosa, prometiendo un abundoso fruto; pero en estos días de
marzo la gente del mundo del toro anda cabizbaja, como si husmeara en un
reciente pasado y lo comparara con este tiempo de incertidumbre. Un tiempo
maldito, vive Dios. Hace solo dos años, Valencia todavía olía el humo de las
llamaradas falleras, tras la nit del foc del día de San José, mientras se
hacían cábalas acerca de los premios a recibir por los triunfadores de las
corridas de toros, esas tardes de música en el coso y ruido de petardos en las
calles. Y se hablaría del frío, ese frío que año tras año nos sorprendía con
una oleada intempestiva, apretando de fuera a dentro, a la manera del marrajo
mansurrón que rehúye la lidia. Pero seguimos igual que hace doce meses: con la
vista puesta en una deseada “normalidad”… que no acaba de llegar. Solo nos
conforta alguna noticia, que se suma a la contada y cantada llegada del tiempo
primaveral: la que refiere los festejos taurinos que comienzan a gotear en el
calendario de la temporada, aunque se hayan celebrado en escenarios de menguada
categoría.
Mientras nos tienen en vilo los datos estadísticos
de la pandemia, echamos cuentas sobre la apertura de las grandes Plazas, con
Sevilla y su Maestranza en el horizonte. Entre tanto, y una que vez que el
Canal Toros de Movistar Plus “abriera la lata” en Ubrique, atraen mi atención
las retransmisiones taurinas en directo de Castilla La Mancha Media. Corrida el
sábado y novillada ayer domingo en el pequeño ruedo de la localidad manchega de
Ossa de Montiel. Se agradece y se valora el esfuerzo de promotores y
transmisores. El hecho es lo que importa.
Otras noticias, sin embargo, oscurecen el panorama
en algo que, personalmente, atañe a mi devoción por un arte tan vinculado a la
Tauromaquia: el flamenco. En la anómala situación en que nos encontramos, los
ambientes flamencos de Madrid agonizan contra las tablas de sus tablaos. Hace
unos días se cerró Villa Rosa, uno de los centros neurálgicos del cante en la
capital del reino. Es indudable que, tanto en el toreo como en el cante jondo,
Madrid siempre fue la Meca del arte. Hasta el Foro habrán de llegar quienes
aspiran a ganar prestigio –y dinero—en las respectivas disciplinas artísticas
que practican, si son capaces de triunfar sobre el entarimado de los que antaño
se llamaron “cafés cantantes”. Madrid los tuvo bien emblemáticos; pero, sobre
todos, descuellan dos que se enclavaron en el corazón de los llamados
“madriles”: Los Gabrieles, en la calle Echegaray, esquina a la antigua del
Lobo, y el citado Villa Rosa, a tiro de piedra del anterior, que fundaran los
picadores Farfán y Céntimo, con fachadas a la plaza de Santa Ana y al llamado
callejón del Gato, el de los espejos cóncavos y convexos que tanta gracia
hacían a la plebe andariega que solía solazarse por tan mundanos parajes. Un
entorno en el que también cumplían su función de “riñón taurino” los cafés y
restaurantes frecuentados por gente de coleta de variado rango. Toreros y
flamencos, reunidos en un pequeño entorno urbano, forman una simbiosis cuasi
perfecta; por tanto, eran habituales los trasiegos domiciliarios entrambos, con
trasnochos obligados entre el bordón y la prima de una guitarra y voces medio
rotas de tanto templar otras cuerdas --las vocales-- y alguna que otra camisa
rota del todo, porque “no se pué aguantá”... lo que se escucha, cuando aquello
traspasa los filtros del cuerpo y se mete en el alma.
Traigo a esta página una fotografía en la que se
ve a don Antonio Chacón, el genial cantaor jerezano, en actitud de arrancarse a
cantar, tocado con su sombrero y haciendo compás con el bastón. Es el señor
gordito de la izquierda. El de la derecha, con gorrilla, es un joven tímido
llamado Juan Belmonte, que ha llegado a Madrid siendo novillero para asombrar a
los aficionados con un nuevo concepto del arte de torear. Con estos datos,
supongo que el documento se tomaría en el año 13 del pasado siglo. Chacón
estaba en el apogeo de facultades y Juan tenía la “hierba en la boca”. Aquél ya
era figura cumbre –tiene “don”—y este, figura en ciernes.
Es muy probable, que don Antonio se arrancara por
caracoles, el palo flamenco que puso de moda y dominaba como nadie; un cante
genuino de Cádiz, entroncado con las cantiñas y mirabrás, que requiere registros especiales en la voz, por las
inflexiones de los tercios. Una de sus letras más celebradas, decía: Cómo
reluce la gran calle de Alcalá, cómo reluce, cuando suben y bajan los
andaluces, con lo cual se hacía un guiño a la arteria principal de la villa y
corte, convertida en virtual pasarela para que las gentes de Andalucía
mostraran su palmito y galanura, andando por ella, de acá para allá, y
viceversa. Más adelante, subiendo el tono, se hacía mención al
taurinismo madrileño y a sus lugares de encuentro: Vámonos, vámonos, al Café de la
Unión, adonde paran Curro Cúchares, El Tato y Juan León. Era éste Café
el de la fonda de La Unión, que trasladó su primitiva sede de Caballero de
Gracia a la calle de la Abada, que va de Gran Vía a la plaza del Carmen. Como
se ve, la historia que se narra en esta estrofa se remonta a mediados del siglo
XIX.
Hago esta remembranza en los días de una primeriza
primavera, porque me apena el letargo de los tablaos de Madrid, con el
barroquismo de sus fachadas primorosamente azulejadas y sus sillas de tomiza, y
porque se me clavaron en el corazón algunas de sus noches, con la voz del Chato
de la Isla por fandangos o la de Manuel Mairena por soleares. Ahorraba –era un
chavea-- de mi escaso peculio para poder entrar en aquellos santuarios
nocturnos, pero me llegaban justitos los cuartos. Muy después, pude disfrutar de
un “cuarto de cabales” en Valladolid, cuando recién treintañero, Fosforito y
Enrique Morente nos cantaron de balde –en noches diferentes y acompañados a la
guitarra por Enrique de Melchor-- a un selecto grupo de ocho personas, mal
contadas, tras actuar en la función para la que fueron requeridos y
contratados.
A don Antonio Chacón solo he podido escucharle en
deficientes grabaciones de pizarra, pero los caracoles flamencos, interpretados
con su prodigiosa voz, son inimitables. Y, además, de digestión ligera; de los
que alivian las pesadeces de una exagerada tenebrosidad. En cualquier caso,
magníficos.
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