FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
En uno de sus célebres alegatos antitaurinos, Eugenio
Noel se despacha a gusto con las pendencias más disparatadas que, según él,
salían de las plazas de toros, entronizando canallescamente los rasgos de la
estirpe del pueblo español y culpando a la afición a los toros de las plagas
más horribles que afectaban a la sociedad de la primera década del XX. De su
formidable texto (me fascina Noel por la brillantez de su pluma y hasta
me divierten sus salidas de pata de banco) quiero extraer este párrafo: “…la funesta cualidad de ser el único rasgo enteramente nacional,
puesto que solo la afición a los toros une a las regiones y hace andaluz al
eúscaro, y extremeño al catalán, y castellano al andaluz…” ¡Cáspita! ¡Menuda solución había encontrado
don Eugenio para abordar el embrollo “identitario” que se nos ha echado
encima un siglo después! ¿Qué hacen nuestros gobernantes de brazos cruzados,
sin tomar cartas en el asunto? La fórmula la tenemos ahí: fomentemos las
corridas de toros en todas las Comunidades Autónomas y se acabó el problema de
la radicalidad nacionalista.
Naturalmente, estos desvaríos de Noel
encajan perfectamente en su demencia literaria, de la que hace gala cuando de
fustigar a la cosa taurina se trata. Así, pues, poquito caso. Sin embargo, me
sirven de prefacio para considerar necesario el establecimiento de un parangón
entre el carácter de los pueblos –de los pueblos de España– y el sentido que
para cada uno de ellos tiene la tauromaquia. Valencia, su feria taurina de
Fallas y su bellísimo coso “de la calle
de Xátiva”, son un inmejorable punto de partida para abordar la cuestión de
la variedad de comportamientos del público de toros, dependiendo de su
ubicación geográfica.
Sostengo la teoría de que el carácter de los
colectivos humanos (su modo de ser u obrar),
se forja a través del influjo que en ellos prenden las condiciones
ambientales y las costumbres de una sociedad “fabricada” con el correr de los siglos. Toda la región del Levante
español, y la demarcación territorial de Valencia en especial, disfruta de un
clima privilegiado, puramente mediterráneo, esto es, abundante en sol,
templanza, luz y color, lo cual debe facilitar
–¿quién lo duda?— bienestares y convivencias. Díganme si no, cómo pudo
dar Joaquín Sorolla esa fuerza impresionista e impresionante a sus
marinas y naranjales, sin contar con la
alianza perpetua de la luz y el color de su tierra valenciana.
Las de Valencia son, pues, gentes de carácter
jovial, que disfrutan de unos ingredientes ambientales proclives a facilitar la
reunión en casales o la agrupación en bandas. Vas por Valencia en Fallas y a la
vuelta de cualquier esquina, ¡zas!,
te encuentras una calle acotada para la instalación de un casal de mesas y
asientos corridos, donde el vecindario disfruta de la fiesta y de los placeres
gastronómicos con la mayor naturalidad, o te das de bruces con una banda de
música que suena que da gloria. En grupos o en bandas, durante sus fiestas
falleras Valencia es puro hermanamiento. Gozan de lo suyo y con lo suyo: la
música en las calles, las flores en la ofrenda, los vestidos recamados de
costosísimos bordados, luz y alegría, pólvora y fuego… todo ello es consuetudinario y ancestral en
el entorno festero de esta tierra. Así es Valencia.
Metamos ahora a estas gentes en los tendidos
de su coso taurino para que presencien una corrida de toros y verán cómo su
carácter se expresa con toda naturalidad sobre lo que en el ruedo acontece.
Podríamos decir que la jovialidad se enmarida con lo pirotécnico. ¿Qué hay de malo en ello? No crean que
es un público insensible a las emociones que trasmiten la bravura del toro o el
arte excelso de algún torero. Muy al contrario, le he visto alborozarse y
vibrar con la pelea del toro o con grandiosas obras maestras realizadas con
capa y muleta por refinados artistas; pero ello no obsta para que sientan una
empírica propensión hacia la variedad y la alegría. Aparte otros de más alto
rango, fueron ídolos de Valencia Litri-padre
o El Soro, pongo por caso.
Ellos solitos llenaban la plaza hasta las banderas. El público de Valencia
siempre se ha entregado a estos toreros de forma libre y apasionada. ¿Pasa algo?
Pasa que llevamos ya muchos años llevándonos
las manos a la cabeza por tal o cual triunfo de toreros que no alcanzan la
dimensión de sublimados artistas. Pasa que ese triunfo se difumina y desaparece
en cuanto estalla el fulgor callado de la obra maestra, como el humo de la
tronante mascletá desaparece al poco tiempo para mostrar la hermosa limpidez
del cielo. Pasa que no pasa nada porque El
Cordobés y El Fandi
hayan salido en hombros un día antes de que Morante bordara el toreo y Luque se fuera, también, por la puerta grande. A fin de
cuentas, una cosa es la obra (maestra, en este caso) y otra los aditamentos o
ingredientes que la acompañan, lo que el ninot es a la falla o la bajoqueta a
la paella.
Los que forasteamos por las ferias taurinas
del mundo, en esa labor de almendreros con teclado de ordenador, solemos llevar
en la mochila el chip que nos han grabado –aunque sea de forma
inconsciente—otros públicos de otras plazas, otras severidades y otras
rigideces, otras razones y otras causas. Somos proclives a juzgar las cosas sin
atender a los casos. Cada plaza de toros es una historia, y quienes en ella se
aposentan, también. Entre el escenario y la idiosincrasia siempre hay
interrelaciones que habrán de tenerse en cuenta, si no se quiere caer en el
envaramiento del criterio. He leído a un colega rematar su crónica de la
exitosa tarde de los llamados “toreros
mediáticos” con esta sentencia: “así
nos va”. Lo mismo decía, pero con otros argumentos y calidad literaria Eugenio
Noel. Hace muchos años aprendí que quien solo sabe de toros no sabe de
toros. Desabrochémonos el corsé. Para saber de toros – y justipreciar lo que
ocurre en la plaza– hay que saber de públicos.
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