"Ni
soy el Mesías prometido, ni Juan Belmonte resucitado, ni he inventado el toreo.
Soy un torero que tiene como horizonte acercarse lo más posible a la pureza sin
engañar a nadie, ni a mí mismo", decía de sí
mismo Paco Ojeda en entrevista en Diario16,
que hoy da gusto releer.
Pero el torero de Sanlúcar de Barrameda tenía
algo diferente. Juan Antonio Gómez Angulo --presidente que fue de la
Comisión de los expertos-- afirmaba en una reciente conferencia que "Paco Ojeda ha sido el ultimo gran
revolucionario del toreo en España". Es una idea que años antes ya
había esbozado Juan Pedro Domecq Solís, cuando escribía: "Paco Ojeda, con su toreo curvilíneo y
su ligazón en un terreno inverosímil hasta ese momento del natural y el pase de
pecho. Esta forma de torear y estos terrenos van a influir de forma notable en
el toreo que se realizará a partir de entonces. Por ello, para mi, Ojeda es el
último gran innovador en la evolución de la Tauromaquia".
Y no hace mucho, en la revista que Taurodelta
edita en Madrid, Paco Ojeda le
confesaba a José Ignacio de la Serna: “Aseguraban que era imposible que le hiciera al toro lo mismo que a las
vacas. Pensaban que mi concepto y mis formas distaban mucho de la realidad. Sin
embargo, en mi fuero interno estaba convencido de que a los toros se les podía
hacer cosas distintas. Quería ir un paso más allá́”.
¿Donde
residía la dificultad de esa concepción del toreo?
Según el torero, “en quedarme en el
sitio después de rematar una serie, y cuanto antes mejor. Ahí́ radicaba la
emoción y la dificultad de mi toreo. El toro se volvía buscando la muleta y se
encontraba conmigo. Entonces me quedaba cerquita, sentía su calor y dejaba que
me oliera la taleguilla de arriba abajo”.
“Me
costó mucho trabajo y muchas volteretas –añadía Ojeda--. Pero quiero dejar
claro que no me cogían por torpe. Me cogían porque quería imponer mi voluntad a
costa de lo que fuera. Buscaba nuevas soluciones, dentro de una manera personal
de hacer y sentir el toreo”.
“Lo
realmente difícil es quedarse en el sitio cuando los toros tienen ganas de
pelea, cuando conservan su fiereza y
movilidad. Cuando lo conseguía, me sentía grande, y el publico lo
percibía enseguida. Al toro se le somete cuando le obligas a que te rodee.
Cuando te conviertes en el eje de su embestida y le ordenas que dibuje
espirales a tu alrededor”. Y venía a concluir el sanluqueño: “Nunca toreé al son del toro. Lo mío era
obligarle a pasar por donde no quería. Sé que hay otras formas de entender el
toreo, donde quizás se exponga menos y sea más ‘rentable’, pero eso no es lo
que buscaba. Sin embargo, el merito no fue mío, sino del publico. El fue mi
gran mi aliado”.
En el fondo es lo que advertía Ignacio de
Cossío cuando escribió que “la
gran personalidad que ha aportado al toreo de hoy en día está basada en su
quietud, el inverosímil terreno que pisa y en la ligazón de los pases,
difíciles facetas en las que este torero es un auténtico maestro. Bien es
cierto que tal forma de interpretar el toreo no es posible realizarla con
cualquier tipo de astado, pero incluso con los menos aptos intenta lo imposible
y su labor raramente es deslucida".
Ahí vienen a coincidir la mayoría de quienes
han analizado el papel que Ojeda ha jugado en el trayectoria del Arte
del Toreo. Y así, Fernando Claramente afirma en su historia de la
Tauromaquia: "¿Qué aporta Ojeda
al toreo de su tiempo? ¡El sitio! Gritan los aficionados a coro. El sitio
único, la proximidad al pitón, los pies bien clavados en la arena, la
inmovilidad de las piernas y el sabio juego de brazos y muñecas, el temple y el
talento para embeber la embestida en las telas. Ha entendido mejor que muchos
compañeros de su generación al toro tardo, "regordío" de los años
ochenta. Series largas de pases por uno y otro lado o sólo por uno de ellos,
con los pies bien quietos. En los años cincuenta el toro trazaba un círculo.
Ahora, porque Ojeda quiere, traza dos, en forma de ocho. Placer de la redondez,
regusto de la espiral, del sacacorchos de la angustia en pases”.
Pero no todos han sido tan rotundos al
enjuiciar a Ojeda. Por ejemplo, en uno de sus libros Carlos Abella opina que "de la observación minuciosa del
ejercicio cotidiano de su toreo, se apreció la que iba a ser su gran
limitación: su personal toreo de "parón", de ampuloso adorno y de
sorprendente aguante en los cites y en los remates de los muletazos, su toreo
en tirabuzón --en ocho--, exigía el toro parado, sin fuerza, que no repitiera
ni exhibiera el menor afán por seguir la muleta con codicia. Los aficionados no
nos entusiasmábamos con su toreo sino con el sitio que pisaba. Lo importante en
Ojeda no era cómo toreaba sino cómo citaba, cómo se adornaba después de torear,
y cómo se quedaba en el sitio al concluir una serie para ligar el pase de pecho
u otro remate. Lo bueno de Ojeda era lo que envolvía el toreo, no el toreo en
sí”.
Más severo se pronunció en su día el
acreditado aficionado Ignacio Aguirre, cuando escribía que "hay que juzgar a Ojeda como lo que es:
un torero con empaque, de fuerte personalidad, distinto de la monotonía y
uniformidad imperantes, pero corto de repertorio e incapaz de solventar los
problemas que plantean los toros con dificultades”. Para a continuación matizar: “Se creó un halo casi de leyenda en torno a
un matador corto de recursos, con cierta torpeza en el manejo de los engaños,
pero con un estoicismo hierático que transmite electricidad en los tendidos
cuando sale el toro y hace su toreo".
Pero más allá de las opiniones, lo cierto es
que Paco Ojeda y ese sitio que pisaba se ganó un lugar propio en los
Anales de la Tauromaquia. Y así, la tarde de 1988, uno de sus triunfos más
grandes en la Real Maestranza, Joaquín Vidal dejó escrito en El País: "La plaza entera estaba
de pie, enardecida, cuando Paco Ojeda se pasaba por delante al quinto toro de
la tarde, clavadas las zapatillas en la arena. Y cuando ya el alarde parecía
haber llegado a su posibilidad infinita, y Ojeda se descaraba a un palmo de los
pitones, firme e impasible el ademán, la muleta en ristre hecha un cartucho,
volvía, de súbito, a citar el pase natural, a empalmarlo con el cambiado, y así
una vez y doce, o las que fueran. La gente se llevaba las manos a la cabeza y
creía estar soñando. Una vez y doce -las que fueran- el toro pasaba por delante
del torero estatuario, en seguimiento continuo de la muleta que se movía a
vaivenes de precisión. El triunfo era clamoroso y el torero lo solemnizaba con
una prestancia épica”.
Algo que no es muy diferente a la conclusión
a la que llegó Filiberto Mira en
su crónica de aquel 12 de octubre de 1982, cuando Ojeda se encerró con
seis toros –que luego fueron siete—en el ruedo maestrante: "Nunca hasta él se había visto templar
tanto en tan corto espacio. Ni conseguir tan largos y hondos pases en terreno
tan exiguo”.
Transcurridos los años, cuando su paso por los
ruedos podía contemplarlo con la perspectiva que da el tiempo, en una magnifica
entrevista de Fernando Carrasco, en el ABC sevillano, Ojeda decía sencillamente: “Ahí había un sitio que quedaba libre, una plaza vacante. Y lo estaba
porque era muy dura. Y dije, voy a meterme yo. Era la solución porque en ese
momento, con tan buenos y grandísimos toreros, era muy complicado destacar”.
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