FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
El mundo cristiano ha encontrado bien pronto su nuevo
báculo, a las puertas de la Semana Santa. Habemus
Papa. Las páginas de la Red y los espacios de los medios de comunicación convencionales, se
llenan a estas horas de Francisco I,
rey-pastor de la Iglesia Católica, por la gracia del Espíritu Santo. La Curia
Romana lo ha resuelto en un periquete. Fumata blanca. Ahora, se cernirán sobre
la figura del Papa recién nombrado las especulaciones acerca de las profecías
de San Malaquías o de Nostradamus, un ejercicio de esoterismo
que preocupa, y mucho, a los afectados por esa enfermedad voluntariamente
adquirida que se llama superstición –la religión de los incultos, dicen–, según
la cual, a este Pontífice le corresponde presidir el Apocalipsis, o séase, la
hecatombe que acabará con este perro mundo. Parece ser que San Malaquías lo refería todo a una cifra, el 112 (ya es
casualidad, el número de Emergencias), que, según la contaduría más o menos
oficial, es el número papal que corresponde a Francisco I, y Nostradamus
a la llegada de un Papa Negro (o por lo menos, de piel oscura). Mejor será “no meneallo”, porque vete tú a saber
qué puede ocurrir en esta vorágine que nos envuelve a los que habitamos en esta
parte del Planeta, donde una lozana señora, llamada Crisis, no solo reina a
placer en el ámbito económico, sino también en el político y social. Dejémoslo
estar.
Me refugio, pues, en éste otro “planeta” tan singular en que habitamos los taurinos. En este mundo
nuestro, tan dado a subirse a lomos de la hipérbole, también tuvimos nuestros
Papas. Dos, concretamente, y ambos, proclamados por el curioso cónclave unipersonal
que encarnaba la figura de un revistero ingenioso donde los haya que firmaba
sus escritos taurinos con el seudónimo de “Don
Modesto”.
Tengo para mí, que el célebre cronista de El Liberal madrileño de principios del pasado
siglo, era un cachondo mental, dicho sea tomando el calificativo por su
acepción más divertida y con todos los respetos; pero habré de reconocerle su
maestría para titular las crónicas referentes a las corridas de toros que se
celebraban en la vieja plaza madrileña de la carretera de Aragón. Los dos
ejemplos que nos atañen ahora se refieren a los festejos celebrados los días 29
de mayo de 1910 y 3 de julio de 1914. En el primero de ellos, un rozagante Manuel Mejías “Bienvenida” tuvo una actuación tan feliz y completa, que el
tal “Don
Modesto” le proclamó “Papa Negro” del toreo, así, como suena. Y se quedó tan
fresco. ¿Por qué “negro”, se
preguntarán ustedes? ¡Quí lo sá! Para no
entrar en más especulaciones, pudiera ser que el bueno de José de la Loma (como se llamaba “Don Modesto”), quisiera
reparar su primera incursión en ese Vaticano de su lúdica invención, cuando dos
años antes no solo nombró a “Bombita” Sumo Pontífice del Toreo,
sino que, ya puesto, regaló al rival de éste, “Machaquito”, los ropones
de Cardenal
Secretario. ¿Se metió el cronista en camisas de once varas aludiendo a
la Apocalipsis (taurina, por supuesto) que podía acarrear el nuevo “fenómeno”? Repito, ¡quí lo sá; pero es evidente que erró
en el pronóstico.
No erró, sin embargo, con el titular que precedía a los ditirámbicos
renglones de su análisis crítico sobre la famosa corrida que protagonizó en
solitario José Gómez Ortega “Gallito”, el referido año 14, aquél Joselito el Gallo insaciable que lidió
magistralmente él solito, siete toros, también en la plaza de Madrid, y
envolvió su gesta con una apoteosis hasta entonces desconocida. “Joselito
I, Papa Rey”, proclamó “Don Modesto”, sin encomendarse a
Dios ni al Diablo. Hala, otro Papa a la palestra. La historia taurina, pues,
cuenta con tres Papas y un Cardenal en poco más de un lustro. ¿Qué
consecuencias tuvieron sus papados? El de Bombita y el cardenalato de Machaco
duraron, precisamente ese tiempo; el Papa Negro, dejó la púrpura en
seguida y se dedicó a la vida terrenal, para fundar una inolvidable dinastía de
toreros y dejarnos la impronta de su ingenio y fantasía, mientras que Joselito
el Gallo dejó su divina vicaría y su reinado de este mundo en las
astas de «Bailaor» y en Talavera. De entonces acá, salvo el escarceo de Javier Villán, en los 90 y en Pamplona (que, quitando los
sanfermines, es ciudad bien pía), cuando señaló a José Tomás con la máxima dignidad eclesiástica que pueda pisar un
templo taurino, ninguno de los que nos dedicamos a este oficio de escribir y
hablar de toros hemos osado entrar en comparanzas tan comprometidas.
¿Habremus Papa taurino
en un próximo futuro? Pues, mire usted, falta hace, porque de cardenales
estamos bien servidos. Por tal se tienen –cardenales– los que llevan la
etiqueta de figuras del toreo y se colocan por solideo una montera; y, por
supuesto, los que cada temporada
ilustran con sus moratones las pieles que tapan sus trajes de luces.
Aquí, en este ruedo cibernético, también estamos metidos en
la concomitancia taurino-eclesiástica: la piel de la pantalla que soporta este
comentario se cubre de Obispo y Oro. Nada menos. Que Francisco I, y Dios, nos perdone.
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