ABC comparte una jornada de
entrenamiento con el torero y su entorno. Así se llega a figura, así lo vive su
familia...
ROSARIO PÉREZ
Diario ABC
OLIVENZA (Badajoz).- Frontera
de Portugal. La tierra extremeña se confunde con el río, mitad español, mitad
luso. Las aguas llegan acaudaladas pero revueltas. La lluvia ha pintado un
lienzo tan verde como los ojos del toro de Villalón. Miguel Ángel Perera pisa la tierra con esa firmeza característica
con la que se planta en el ruedo. Los charcos trazan redondos cuando posa su
huella del 42. Caen gotas diáfanas de las encinas que habitan en «Los
Cansaos», la finca del torero. Y la lluvia que no cesa. Como tampoco el
aleteo de las decenas de cigüeñas que rompen el silencio mientras el resto del
mundo duerme. El escenario es un paraíso para las aves, la riqueza de fauna y
flora es inconmensurable, tanto que algunas estampas parecen exportadas de
Doñana. Son 650 hectáreas de paz; es el universo de Miguel Ángel, el hombre. Y también del torero, porque lo uno y lo
otro se antojan inexorables. En «Los
Cansaos» se refugia el guerrero, de 29 años. Y allí tratamos de descifrar
durante una jornada completa sus pasos. No es sencillo seguir su ritmo, un
apasionado peregrinaje que acentúa el secreto: muchos son los llamados y pocos
los elegidos...
A las ocho suena cada mañana el despertador. Es la hora de
enfundarse el chándal y comenzar la carrera. Catorce kilómetros que a veces
transcurren pasados por agua. Ni una luz rasante se adivina entre la oscuridad
de los nubarrones, presagio de la tormenta imperfecta. Huye Miguel Ángel de los relámpagos, el
fenómeno que más teme, y aprieta el acelerador para precipitarse hasta el cortijo,
una preciosa casa color teja. «Me dan miedo los truenos, sobre todo si voy
a caballo; las herraduras son un imán peligroso».
A lomos de «Caracolo»,
un regalo de El Juli, pasea y supervisa la finca. «Aquí hay mucho trabajo, y me
gusta estar pendiente de todo», subraya el matador mientras recorremos
el extenso territorio. Cercados con vacas mansas, limusinas coloradas que en un
futuro desea que pueblen «los negros, los
bravos», y tentar en la placita que tiene en proyecto erigir. De momento,
practica faenas de acoso y derribo a campo abierto hasta echarse pie a tierra
en la inmensidad de la dehesa. Pero solo en ocasiones. La frecuencia está
marcada por el toreo de salón en una nave en la que ni la NASA alcanzaría
cobertura. Allí se detienen el tiempo y el espacio. Y la muleta.
Los ojos se magnetizan cuando Perera toma el trapo rojo y alarga el gachetobrazo: tres kilos y
medio prendidos con la yema de los dedos y circunferenciando la muñeca. Todo
lentísimo sobre su 1,87 de estatura. Nos invita a coger los trastos y tan sólo
en un cuarto de muletazo nos parece que han colocado una roca sobre la mano. David, su sin par mozo de espadas,
espeta: «La gente no se imagina lo difícil que es manejar un capote y una
muleta». A través de amplios ventalanes permea un viento que no ha sido
invitado. «Imaginad cómo se pasa en Las Ventas, con esa cuesta y ese pedazo de
toro», apunta un inagotable Perera
a la vez que dibuja naturales con la mente puesta en su regreso a la Feria de
Abril: «Es una cita importantísima, que me apetece mucho». La
independencia y el G-10 tuvieron un precio en 2012: «Toreé menos, pero me sirvió.
Aprendí a ser paciente y conocí a hombres que merecen la pena y a otros que me
han dejado mucho que desear».
Heridas de guerra y no medallas
«¿Cómo se puede dominar así la tela y hacer ese giro de muñeca?»,
pregunta absorto el fotógrafo Ignacio
Gil, sobrecogido por las quince cicatrices herradas en la piel del pacense:
«Son
heridas de guerra y no medallas, como dicen muchos, las medallas me las cuelgo
en el pecho y no duelen», señala el niño que estudió en los jesuitas, «como
el Papa», y devoto de la Virgen de Botos, que lleva en su capillita.
Detrás de la gloria y del poder a los toros (más de 1.200 de
variopintos encastes ha despachado la figura de Puebla del Prior) se esconden
cientos de horas de entrenamiento, sacrificios forasteros para el público
general. Le aguarda una próxima cita con la bicicleta de montaña, el gimnasio y
los tentaderos. La seguridad física le ayuda a controlar la mente y el alma de
los miedos, compañeros en la soledad.
El orgullo de una madre
La llamada del estómago recuerda al joven maestro que son
las tres del mediodía. Nos insta a pasar a la cocina, donde se cuece la
tertulia familiar. Aparece la madre, Damiana,
y el artista se la come literalmente a besos mientras picotea triángulos de
queso. Dami, como la llaman
cariñosamente, se sonroja ante la prensa: «Mi hijo es el protagonista, que hable él».
Y su niño (el mayor de tres hermanos) anima a charlar a quien tantas veces ha
escuchado en los tendidos eso de «¡viva la madre que te parió!». No
oculta su orgullo por el héroe: «Aún recuerdo cuando de crío cogía un palo
de billar y la camisa de su padre y se ponía torear», cuenta.
Conocedora del sufrimiento de ver la sangre de un hijo sobre los pitones,
respeta sobremanera su profesión y es su fan número uno.
Verónica, el amor de su vida
Confiesa la figura que su madre es la persona más
importante, junto a Verónica, la
mujer que habita en su corazón. Hija, hermana y novia de torero, la heredera
del Niño
de la Capea también acude a verlo a las plazas. Prefiere ocupar un
segundo plano aunque reconoce que, pese a nacer en la cuna taurómaca, los
temores nunca abandonan. Y más con un primer espada que cada tarde se coloca al
filo de lo imposible. Desde el minuto cero se adivina la complicidad entre Miguel Ángel y Verónica, quienes tras los manjares dan un paseo en el edén donde comparten
sueños y aficiones, como los caballos y la caza. «La felicidad que me da Vero se
refleja en la plaza. Me ha aportado estabilidad personal, y eso es fundamental
para la concentración de un torero. Ha sido un regalo de la vida»,
comenta pletórico. En el cortijo abundan las fotografías, además de imponentes
cabezas de lidia: no faltan de la ganadería del maestro de Salamanca, su
segunda casa. «Algunas, como la de «Presumido», son de toros de mi suegro con los que
triunfé al empezar nuestra relación», relata.
La Fiesta, sin subvenciones
Perera se
adelanta a las preguntas para pedir que aparezca esta opinión: «Antes
era del Barça, pero con la prohibición de los toros en Cataluña, los
nacionalismos y las mentiras de algunos políticos en el Congreso me he vuelto
anticatalán, con todos mis respetos a los que sí se sienten españoles.
Mezclaron el tema de los desahucios, diciendo que los toreros íbamos a pedir
dinero para quitárselo a las familias. Que se enteren de una vez: ¡la Fiesta no
recibe subvenciones!». Inmerso en las verdades del toreo, añade: «Ahora
soy de Casillas y Ramos, dos tíos sencillos que llevan la bandera de España por
todas partes. Yo me siento muy orgulloso de ser español, porque no tengo ningún
motivo para no estarlo. Español y extremeño».
Miguel Ángel gana
en las distancias cortas, esas en las que él se maneja con pasmosa soltura en
la arena. Habla como torea, sin artificios, claro y auténtico, sin medias
tintas. El toro le ha enseñado los cánones que gobiernan su existencia: «Constancia, lealtad y honestidad». No
pasa por alto otro tipo de valores: «No olvidemos la economía que se mueve en
torno al toro, las miles de familias que comen de él». Se ha implicado
en la inversión de futuro para atraer juventud a los cosos y no permanece ajeno
a los problemas de la sociedad. Le preocupan «la crisis y la cantidad de
golfos de los que nos hablan en los telediarios» y le duelen «la
desnaturalización del campo, la lejanía del medio rural de niños que no saben
ni de dónde viene el huevo y que se tergiverse la realidad de la Fiesta».
El tictac no da tregua a Perera: es hora de profundizar en sus raíces y en su pureza, de
volver al salón del toreo. Es hora de vivir el arte bravo.
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