PACO AGUADO
La feria de Quito es un hervidero de entusiasmo taurino. Desde los días precedentes a las corridas de abono, la ciudad se ha movido en torno al toro con la pasión de las aficiones que saben vivir la fiesta sin complejos. Y más ahora que, desde las altas instancias, una sibilina campaña antitaurina amenaza el espíritu abierto de los quiteños, que aflora esplendoroso cuando se sientan en los tendidos de su plaza monumental.
Durante más de quince días se han celebrado en la ciudad equinoccial decenas de actos en torno a los toros, como la cátedra taurina de la Universidad de San Francisco, los formalistas encuentros del activo Círculo Bienvenida, conferencias de Ponce y Castella, un homenaje al adoptado Manolo Lozano, la inauguración de una peña dedicada a Curro Romero, el pregón del filósofo filo-taurino Francis Wolff y la edición de un profundo y hermoso libro con motivo de los cincuenta años de la inauguración del coso quiteño, casi siempre abanderados por la plataforma de defensa de la fiesta “Somos Ecuador”.
Pero donde de verdad se pulsa la fuerza y la vida de la afición de la capital ecuatoriana es en la plaza, cuando a las doce de la mañana, bajo un sol inmisericorde, el público con la media de edad más baja del mundo abarrota los tendidos. Todos unidos y dispuestos a presenciar el espectáculo que desde hace ya muchas décadas se ha convertido en el epicentro de las fiestas de la fundación de la ciudad, hace ya 476 años. Y eso que el Defensor del Pueblo ecuatoriano, que aún no se sabe muy bien qué defiende, se tomó muchas prisas en revocar la decisión de un juez local que permitía a los menores de doce años volver a entrar al círculo mágico.
Aun así, la empresa de los hermanos Salazar debe de estar muy satisfecha, pues la asistencia de público ha sido una vez más superior al noventa por ciento del aforo total de la feria. Algunos claros en las primeras corridas, coincidiendo con los días laborables y achacables a una leve subida de precios, provocaron muecas de preocupación, pero ya hubieran querido la inmensa mayoría de las ferias españolas del 2010 haber tenido preocupaciones como esa, que se olvidaron desde el momento en que el experimento de una nocturna, de estilo goyesco y con una flamante iluminación, probó su éxito con un llenazo hasta las banderas. El entusiasmo taurino quiteño está, pues, asegurado por muchos años.
En cambio, hay un aspecto fundamental del espectáculo que sí ha hecho encender las alarmas: el bajo nivel de casta de la cabaña brava nacional. Al ruedo de Iñaquito han dejado de salir esos toros menudos y duros de patas, resistentes hasta la extenuación de sus lidiadores, que daba años atrás la gran altitud del páramo andino. Esta feria se han visto muchos, demasiados, animales de origen Domecq afligidos y rajados, vacíos de raza, de pezuñas blandas y quebradizas, que hacen pensar en un nuevo y urgente refrescamiento de sangre. Una nueva inversión, como la de finales de los años setenta, que ponga la materia prima al nivel que exige una afición tan fiel.
Por eso los toreros han tenido que poner todo de su parte para no defraudar a un público que ha disfrutado con la facilidad escénica de Enrique Ponce, la profesionalidad de El Fandi, el valor de Sebastián Castella, la fascinante torería de Diego Silveti, la desigual entrega de sus compatriotas –Guillermo Albán y Martín Campuzano al frente— y la espectacularidad y el gran oficio de Andy Cartagena, todos ellos sacando oro de los mínimos resquicios que les han dejado lotes manejables pero bajo mínimos.
Y aparte hay que dejar el rotundo mensaje de dos faenas –paradójicamente, premiadas sólo con una oreja— que sirven de aviso para navegantes de cara a la próxima temporada española: la hondura y la autenticidad del reanimado Miguel Abellán, ante un manso encastado de Vistahermosa, y la sabrosa maestría con que deleitó Víctor Puerto ante un toro de Trinidad, en el que parece el reencuentro con su verdadero fondo torero. Para ir tomando nota.
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