domingo, 11 de octubre de 2020

Torear e indultar

JAVIER LORENZO
@JavierLorenzomv
Diario GACETA DE SALAMANCA
 
Indultando toros sin criterio no se beneficia a la Fiesta, que ahora debería estar preocupada y ocupada en otros menesteres. Defiendo el indulto, sea la plaza que sea, y lo digo porque un toro puede ser igual de bravo con el trapío de una plaza tercera que con el de una de primera. No es cuestión de aparato. La bravura es un comportamiento. Otro asunto es lo que después quiera o no hacer el ganadero en el campo. El problema es caer en el error del triunfalismo absurdo. Perderle el respeto, provocar lo extraordinario y caer en la ordinariez. Lo digo siendo el máximo defensor del reconocimiento del toro, al que se le trata casi siempre escondido tras el triunfo del torero. Hay que ser justos con el principal protagonista de la Fiesta, sin el que ninguno de los que están o pululan en ella tendría sentido. Nadie pinta sin el toro. Nadie se atrevería a juzgar una faena sin toro, pocos aguantarían esa coreografía misteriosa sin el riesgo que le da autenticidad al espectáculo. Mérito y valor a todo lo que se hace. El que emociona, interesa y admira. El toro es el que hace único al torero. El que pone en pie al aficionado. El toro es el que le da valor al encuentro. Es la esencia. El que pone al alza el valor y el que da categoría al arte. El toro y solo el toro. En torno a él deberían circular todos y cada uno de los personajes de este tinglado.
 
Es noticia cuando un torero entra en el callejón y ensalza las virtudes de un toro, al que por norma solo ven defectos. El toro no habla. Y al ganadero no le dejan. Y si le dejan tampoco suele decir lo que siente porque cualquier palabra puede incomodar al torero. Y si se incomoda le suele faltar tiempo para dejar de anunciarse con ese hierro. El ganadero debe defender su producto. Y el torero debería ver las virtudes y defectos suyos igual que los del toro. Y si le mira, el torero tiene que hacer lo posible para que no le vea. Y si se cuela, debe saber los registros para corregir el defecto. Y si se mueve más de la cuenta, el valor suficiente para imponerse y bajarle los humos. Y si el toro embiste por derecho, torear. Y plantarle cara. Y ahí brilla y vibra ese duelo de guerra y paz. No tiene sentido sin el toro, que hace tiempo dejó de ser considerado como el gran protagonista para convertirse casi en un actor secundario. Y así está la Fiesta, descafeinada. Y no. Las últimas generaciones de toreros, con las imposiciones actuales condenaron la grandeza de la genética a un solo encaste, privando al aficionado del amplio abanico de sangres, hechuras, pelajes y comportamientos. Ese lamentable mérito ya se lo llevan a cuestas las ultimas generaciones de figuras que solo apuestan por un toro. Son los que no aceptan que ese animal sagrado está por encima de todos. Y no necesita de indultos baratos y sin sentido para gloria exclusiva del torero. Sobran las miradas al tendido, los ademanes a la galería, los gestos de complicidad del público para apretar al presidente a que enseñe el pañuelo naranja. Esos indultos no valen. Quien hace eso es porque no ha sido capaz de to-re-ar. A un toro bravo no le hacen falta limosnas. El toro bravo se indulta solo y deja en evidencia a quien no ha sido capaz. Hace poco escuché una frase que adquiere categoría de sentencia: “Los toreros que más toros indultan son los que peor saben torear”. Y qué razón tiene. Torear e indultar. Dos artes, uno con valor y otra con menos.

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