Como
la trágica desaparición de Manolete o Paquirri, la absurda muerte del diestro
sevillano permanece agarrada al imaginario popular
ÁLVARO R.
DEL MORAL
@ardelmoral
Diario
CORREO DE ANDALUCÍA
La muerte de Antonio Bienvenida, el torero de la
sonrisa eterna, forma parte del imaginario popular y sentimental de toda una generación.
Los que peinan más de dos o tres canas recuerdan aún la honda conmoción que
supuso la trágica desaparición del torero el día del Rosario de 1975, hoy miércoles
7 de octubre, hace justo cuarenta y cinco años. La historia es conocida pero
merece ser recordada. Cuando llegó su hora, Antonio Mejías Jiménez -Bienvenida
en los carteles- llevaba un año justo retirado definitivamente de la profesión.
Su hermano Ángel Luis había recibido el brindis del último toro que había
matado de luces el 5 de octubre de 1974 en la antigua plaza de Carabanchel
después de alternar con Curro Romero y Rafael de Paula. Ese mismo año aún había
hecho un último paseíllo en el coso de la Real Maestranza de Sevilla, el día 19
de mayo, también con Romero y en un cartel que cerraba el jerezano Currillo
organizado a beneficio de la Hermandad de la Hiniesta.
El adiós al vestido de torear no implicó el
alejamiento del toro. De hecho, la última vez que toreó en Sevilla pudo ser en
una fiesta íntima -alternando con el gran Pepe Luis Vázquez- organizada en la
Venta de Antequera por el recordado y conocido odontólogo hispalense Joaquín
Varela. En ese tiempo, Bienvenida no había interrumpido sus viajes al campo y
seguía ciñéndose el traje corto para participar en los festivales benéficos en
los que era requerido. El último de ellos -no podía saberlo entonces- iba a
celebrarse en la localidad charra de Tamames de la Sierra, el día 30 de
septiembre de 1975.
Muy pocos días después, el 4 de octubre, se
cumplía el aniversario de la muerte de su padre, el mítico Papa Negro, y
Antonio había acudido con parte de la familia a una misa organizada por la
hermandad de San Roque de la localidad madrileña de Colmenar de Oreja a la que
le unían estrechos vínculos desde que los hermanos Bienvenida, con su
legendario progenitor al frente, aceptaron torear una serie de festivales para
sufragar la reconstrucción de la ermita del santo, arrasada durante la Guerra
Civil.
De Colmenar de Oreja a El Escorial
A mediodía se iba a organizar una excursión
campera. Antonio; su hermano Angel Luis; sus respectivas familias; los Graña,
unos íntimos del Perú que querían ver en acción al veterano maestro y también
el joven Miguel Mejías, el último de los Bienvenida que se vestiría de luces a
mediados de los ochenta sin alcanzar a tomar la alternativa. El destino de
aquella comitiva eran los campos de El Escorial. Se habían encerrado unas
becerras en la finca Puerta Verde, de la ganadera Amelia Pérez Tabernero...
Las faenas camperas transcurrían con relajada
normalidad. Antonio Bienvenida había toreado con su acostumbrado magisterio
lidiador a una vaca, de nombre ‘Conocida’, de excelente reata. Miguel y Álvaro,
otro sobrino del maestro, participaban en la lidia apurando los últimos
muletazos del animal que fue sacado de la plaza por la puerta del campo de la
forma habitual. En las corraletas de la placita serrana aguardaba otra vaca,
bautizada como ‘Curiosa’ en el herradero, que no hizo nada bueno ni malo
durante la tienta. Antonio aleccionó a su sobrino Miguel y se decidió a dejarla
marchar. La puerta la manejaba su hermano Ángel Luis que no pudo advertir que
la anterior becerra, ‘Conocida’, había quedado agazapada junto a los muros de
la plaza, fuera de la visión de todos.
Una voltereta mortal
El viejo torero había quedado de espaldas a la
puerta y no pudo esquivar la violenta entrada de la becerra que entró por
sorpresa y le volteó aparatosamente, haciéndole caer de mala forma. Bienvenida
había girado sobre las vértebras cervicales para quedar inerte sobre el pequeño
ruedo. Posiblemente nadie pensaba en un percance fatal. Trasladado a la casa de
la finca, sintió frío en el tibio otoño serrano mientras se le abrigaba con
capotes de brega y se esperaba una ambulancia. Demasiado tiempo...
Antonio Bienvenida fue ingresado en el hospital
madrileño de La Paz. Las primeras esperanzas de recuperación se pulverizaron
por completo al día siguiente. El torero había quedado sumido en un coma
profundo que sólo se resolvería con su fallecimiento al atardecer del día 7 de
octubre, hoy hace justo 45 años. Aquella España, como diez años después en la
tragedia de Pozoblanco, se estremeció de arriba a abajo...
Bienvenida, Sevilla y el Gran Poder...
La relación de la familia Bienvenida con la ciudad
de Sevilla y su entorno fue agridulce y mezcla a partes iguales la gloria y la
tragedia. Nacido en Caracas en 1922, Antonio pasó la mayor parte de su vida en
Madrid pero siempre se le consideró sevillano. Como Belmonte, recibió las aguas
bautismales en la parroquia de Omnium Sanctorum en 1924 junto a su hermano
Ángel Luis, que sí nació en Sevilla recién instalada la larga prole en el
barrio de la Feria después de su largo periplo americano.
Seguramente la familia pasó sus años más felices
en la finca La Gloria, cerca de Dos Hermanas pero la trágica y truculenta
muerte de Rafaelito -el penúltimo de los hermanos toreros-, asesinado en el
piso que poseía Ignacio Sánchez Mejías en la Punta del Diamante por el
administrador de la familia, aceleró el definitivo traslado a Madrid en 1933.
Pero la relación de Antonio Bienvenida y la que siempre consideró su cuna no se
interrumpió con el tiempo y tendió puentes con su residencia madrileña.
Los toreros que actúan en Las Ventas le siguen
rezando a la misma imagen del Gran Poder que presidía la capilla de la casa
familiar de General Mola, y que fue expuesta durante los meses de febrero y
marzo de este año en la muestra organizada por la corporación de la Madrugada
al cumplirse el IV centenario de la imagen del Señor, obra cumbre de Juan de
Mesa. Esa imagen había sido encargada al imaginero Rafael Lafarque para que
Carmen Jiménez, la matriarca de la saga, pudiera seguir rezando al Señor de
Sevilla en las inciertas tardes de toros a raíz de la amarga marcha a los
madriles. Fue la misma que veló el ataúd de Antonio Bienvenida –cubierto por un
hermoso capote de seda grana y bordados de oro- más de cuarenta años después,
antes de ser enterrado en olor de multitudes.
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