"...Entender los
toros es muy difícil. Hace falta haber visto muchas corridas, no basta con ir
el día de la fiesta de mi pueblo. Sobre todo, hay que saber ver las condiciones
del animal. Y eso, en nuestra cultura urbana, no es fácil...."
No es raro identificar la fiesta de los toros con la mentalidad castiza,
cerril, antieuropea; con el golpismo reaccionario; con la pobreza intelectual. Todo eso puede
ser verdad en muchos casos, pero no es necesariamente así.
Al decir esto no hablo solamente como aficionado, sino con la serenidad
del historiador que ha aportado un montoncito de fichas bibliográficas. En este
recorrido por un tema literario nos hemos encontrado con nombres como los
de Unamuno y James Joyce, Octavio Paz y
Francisco Nieva, Michel Leiris y Hemingway, Álvarez de Miranda y Tierno Galván,
Américo Castro, Bergamín y Francisco Umbral, además de todos los poetas del 27.
Si los límites hubieran sido otros,
habría añadido, entre otros, a Picasso y Orson Welles, a Antonio Machado y
Valle-Inclán. Después de estos hombres,
¿se puede hablar, exclusivamente, de ideología derechista, de pobreza cultural?
Parece claro que la fiesta ha impresionado fuertemente la sensibilidad
de tantos grandes escritores, españoles y latinoamericanos o no. Y que la mayoría
de nuestros pensadores han reflexionado sobre los toros como fiesta nacional
-tópico y verdad, a la vez-, que algo
debe de tener que ver con nuestra "vividura" hispánica.
Recurro -como todos, supongo- a mis recuerdos. En los toros he conocido,
junto a muchos energúmenos, a Ernesto Hemingway y Deborah Kerr, a Orson Welles
y Lauren Bacall. He visto alguna corrida junto a Domingo Ortega o Luis Miguel
Dominguín: estaban callados o comentaban muy poco, en voz baja y con
benevolencia para el torero.
Hace unos meses, en el San Isidro de 1981, he comprobado cómo la fiesta
parece renacer: he visto aguantar trombas de agua a José Bergamín y Rafael
Alberti; a Fernando Savater, lector de Bergamín, redescubriendo en Paula la "música
callada"; a Francisco Nieva, tomando apuntes en su diario dibujado; a
Fernando Sánchez Dragó, trinando contra
los funcionarios del toreo; a Juan Gómez Soubrier, discutiendo un ayudado por
bajo; a Federico Jiménez Losantos, planeando viajes taurinos; a Félix Grande,
reviviendo noches de flamenco, vino y rosas. He cambiado pullas con Alfonso
Guerra sobre el eterno problema de Curro Romero. Y a la salida, después de una
tarde gloriosa, a todos ellos, y muchos más pegando pases por la calle de
Alcalá.
Algunos ensayistas y pensadores -creo- se acercan a los toros para
escribir un artículo, por lo menos; por lo más para formular una teoría
sociológica o filosófica de presunta validez universal. La sensibilidad de los
poetas no suele permanecer indiferente ante la belleza plástica del espectáculo
y el dramatismo de un momento irrepetible.
Después de resumir tantas teorías y opiniones, permítaseme, muy
brevemente, resumir la mía. No me interesan
demasiado las polémicas entre los partidarios y los enemigos de la
fiesta. En definitiva, todo es cuestión de gustos. Y, para apreciar algo, hace
falta conocer mínimamente sus reglas. A todos los españoles que hemos visto por
primera vez un partido de béisbol nos ha parecido algo aburrido, repetitivo,
sin ningún interés, pero millones de americanos se apasionan por ese juego y no
hay razón suficiente para pensar que todos ellos son estúpidos. Podemos irnos
del estadio a los pocos minutos, como los turistas americanos o japoneses que
abandonan el tendido al terminar el primer toro, porque todos les parecen
iguales (peor para ellos). Lo que no debemos -creo- es escribir sobre baseball
solo por esos minutos que hemos pasado, a disgusto, en un estadio yanqui; y
todavía menos, sacar de ellos conclusiones teóricas sobre la historia, la
psicología o la antropología cultural de los norteamericanos.
En realidad, cualquier espectáculo, visto desde fuera, sin conocer
mínimamente sus reglas ("su código", dicen algunos), sin participar en él, resulta
absurdo, un nonsense. Ver bailar a la gente a través de un cristal, sin oír la
música, es algo decididamente cómico. No más, en todo caso, que ver correr a
unos mozos, en calzón corto, peleándose por una pelotita; o ver a una joven, con
faldita corta blanca, intentando mantener el equilibrio y dar vueltas sobre las
puntas de los pies; o ver... (ponga cada uno lo que su libidinosa imaginación
le sugiera).
He mencionado la palabra "reglas": me parece evidente que, con
demasiada frecuencia, se suele olvidar que el toreo las tiene. Porque no se
trata, ante todo, de ponerse más o menos bonito, de revivir antiguos mitos
precristianos o de expresar la eterna tragedia de nuestra raza. Lo primero es
otra cosa. Simplemente, en el ruedo está un toro, un animal peligroso. Lo primero que hay que conseguir,
para torear, es que no te mate ni te hiera. Eso -me parece evidente- es anterior
a toda estética, a toda metafísica. Lo segundo, quebrantar la fuerza del toro
para que, cuando llegue el momento, puedas matarlo. Lo tercero, lograr que te
obedezca, para que puedas realizar la faena sin riesgo grave de cogida. Todo esto -tan prosaico, tan
evidente- se llama lidia y se basa en unas reglas que no son caprichosas ni
están hechas a priori, sino que han sido descubiertas y renovadas por los
toreros, en su práctica, desde hace muchos años. Solo sobre este fundamento
puede manifestarse la personalidad individual del torero, su inspiración para
cumplir las reglas, renovarlas o
destrozarlas. (Igual que la originalidad del escritor, quiéralo o no, porque
detrás de él hay una tradición
literaria). Y, así, crear belleza.
Lo más interesante del caso es que el torero no se enfrenta a un
teorema, a una cuestión fijada de antemano, sino a un animal singular, imprevisible. Cada toro es
hijo de su padre y de su madre. Por eso, la cualidad más necesaria en un torero, la más difícil de poseer, es la intuición
para ver claro y apreciar, en un segundo, las cualidades de ese toro, y así acomodar a ellas su forma de torear. Ahí,
desde luego, un error se paga muy caro.
El verdadero arte del toreo no consiste en ponerse bonito, en andar con
más o menos gracia, sino en darle a cada toro
la lidia que necesita, la que está pidiendo. El buen aficionado es el
que observa al animal, es capaz de apreciar sus
condiciones y, en función de ellas, valora lo que hace el torero. El
simple espectador -no aficionado- es el que pide, siempre, el mismo tipo de faena. El mal
torero es el que trae la faena hecha, desde el hotel, sea cual sea el toro que
le corresponda.
Entender los toros es muy difícil. Hace falta haber visto muchas
corridas, no basta con ir el día de la fiesta de mi pueblo. Sobre todo, hay que saber ver las condiciones
del animal. Y eso, en nuestra cultura urbana, no es fácil.
Para apreciar buena literatura, además de la sensibilidad, hace falta
haber leído bastante. No estorbará, tampoco,
haber intentado escribir: aunque los resultados fueran mediocres, así se
habrán podido apreciar, en vivo, las
dificultades de este oficio.
¿Sucede lo mismo con los toros? Exactamente igual, creo. Por eso hay
pocos auténticos aficionados en los miles que
llenan una plaza. El turismo extranjero ha aumentado el problema, claro;
pero no es solo culpa de los turistas. Entre los españoles que acuden a una plaza, muy pocos
se han puesto delante de una vaquilla, alguna vez o, simplemente, han visto las reacciones de los toros en el
campo; la mayoría, han acudido allí como otra diversión, sin saber demasiado
de qué va la cosa.
De todos modos, entender y valorar rápidamente las condiciones del
animal es algo muy difícil. Ni siquiera muchos
toreros saben demasiado de eso. Además de costumbre, oficio, se necesita
una peculiar intuición. El buen aficionado
sabe que hay que ir a la plaza con humildad, dispuesto siempre a
aprender. Antes cité una frase del maestro
Corrochano: "¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito
y vi cómo le mató un toro".
Lo que uno propondría -si le pidieran opinión- es muy sencillo: ver el
toro. Intentar entenderlo y valorar lo que hace el torero con ese toro concreto. Callarse. De
momento, al menos, no escribir. Si es posible, disfrutar. Y, si se tiene alguna oportunidad, intentar ver los toros de cerca,
en el campo.
Con esto -y la dosis necesaria de amor, paciencia y suerte- podemos
vivir, en cualquier plaza, tardes inolvidables,
"momentos mágicos". / Andrés Amorós – ABC
de Madrid
No hay comentarios:
Publicar un comentario