FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Aquélla mañana, el cantaor José Menese se enfadó conmigo. Había
regresado yo del sorteo de los toros que habrían de lidiarse por la tarde en el
coso de la Condomina de Murcia, en corrida benéfica que transmitiría Televisión
Española, creo recordar que con Manzanares (padre) y Ortega Cano en el cartel y
me lo encontré en el hall del hotel Siete Coronas. Grata sorpresa. Menese era,
por entonces, uno de mis cantaores favoritos, junto a Fosforito y Camarón, así que
nos pegamos un abrazo y nos tomamos una naranjada, arrellanados en los divanes
de un rincón. Poco duró la cordialidad, justo hasta que me comunicó el motivo
de su presencia en Murcia: iba a cantar… ¡durante
la corrida! Alguien de la organización del festejo –sin duda con la
intención de “reforzar” el acontecimiento y darle un toque de originalidad- había
decidido meter el cante flamenco en el desarrollo de la lidia y difundirlo al
mundo a través de la que, en aquél tiempo, era el medio de comunicación español que transfundía la
fiesta de los toros hasta los lugares del
mundo más insospechados, con audiencias espectaculares, por cierto. Se
molestó José cuando le expresé mis reticencias acerca del éxito del “invento”
de última hora –de haberlo previsto con antelación, no se realiza, desde luego-
y lo que comenzó con alborozo terminó con lamentable tirantez entre ambos. Él: “¡pues tú serás el primero que vas a gozar
en la plaza con mi cante!”. Y yo: “Espero
que cantes desde una grada; estás en tierra de huerta y te pueden tirar
tomates”…
Desgraciadamente, los hechos no tardaron en darme la razón. Los primeros
pititos fueron discretos, después se fueron extendiendo, y ya durante la lidia
del tercer y cuarto toro la protesta fue tomando el cariz de abrumadora reprobación:
bronca en el tendido. Sinceramente, aquella tarde de toros murciana sentí una
tremenda tristeza. Amo el flamenco con todas mis fuerzas. Lo considero la
expresión arrebatada de un sentimiento, el grito espeluznante que anuncia y proclama
toda suerte vindicaciones, amores y desamores, situaciones o estados de ánimo
con una fuerza cuasi sobrenatural, una sacudida de corriente emocional que
transporta la idiosincrasia rebelde, inquieta y espontánea de las gentes de un
pueblo.
El acreditado flamencólogo Fernando Quiñones considera que el flamenco
es “una aventura en soledad, una
verdadera cultura de la sangre”. Como la fiesta de los toros. No hay mayor ni
más terrible soledad que la del torero cuando se halla en el centro del ruedo,
frente al toro, sintiendo el acecho de miradas desde el tendido y los bufidos
de la bestia junto a su taleguilla. No hay mayor ni más apropiada soledad que
la del cantaor que cierra los ojos y baja la cabeza cuando los seis cuchillos
de las cuerdas de la guitarra rasgan la densidad de un silencio expectante.
Pero ambos, cantaor y torero, en su hábitat natural, solos con su mundo y su
arte. Hacer un revoltón con ambos, lejos de engrandecer el conjunto lo
minimiza, hasta llegar a destruirlo por colisión.
Ayer, en el Palacio Vistalegre de Madrid, se celebró un festival taurino
para homenajear al banderillero Vicente Yangüez “El Chano”, a quien hace año y
medio, actuando en Ávila, un toro le pegó una fuerte voltereta que derivó,
lamentablemente, en una lesión medular irreversible. Digamos pronto que el
festival fue un éxito rotundo, económico y artístico, motivo por el cual hay
que felicitar a Cristina Sánchez, impulsora del evento. A Cristina, buena amiga
y copartícipe de mis últimas intervenciones como comentarista taurino de
televisión, alguien debió proponerle la intervención de un espectáculo flamenco
en sustitución de la tradicional banda de música para “amenizar” las faenas de
los toreros. Con la mejor voluntad, sin duda; pero ya desde el primer instante
se vio que aquél aditamento artístico iba a redundar negativamente en el
desarrollo del festejo. Fallos de sonido, desiguales mediciones de tonos y
volúmenes, reverberaciones… en fin, toda una sinfonía de máculas en el campo de
la técnica y de desentones en la garganta de cantaores y cantaoras, con unas
guitarras y palmas de fondo que apenas se oían, fueron minando el pretendido enriquecimiento musical
hasta convertirlo en una molestia
permanente que solo la cortesía del público y el carácter benéfico de la
corrida respetó… hasta que la sobredosis
se hizo difícil de digerir. En el penúltimo toro, de Talavante, ya surgieron
gritos esperpénticos desde el tendido, pero en el que cerraba el festejo la
gritería de protesta obligó a claudicar a otro buen amigo del que suscribe, el
banderillero Paco Peña, que “camaronea” como los buenos y da gloria oírle en el
espacio y el momento adecuados. Pocas veces la buena voluntad se vio más
apaleada en una plaza de toros.
Me duele tener que retomar una cuestión que puede afectar la
sensibilidad de los protagonistas:
toreros, artistas flamencos, organizadores, etcétera. Con toda seguridad,
quienes participaron en el consenso de meter en la morterada del almirez los
toros y el flamenco estaban convencidos de ofrecer un espectáculo singular,
novedoso, altamente receptivo para el público. A la vista –y el oído— está que
se equivocaron. Ejemplo: durante la faena de uno de los toreros –no diré quién—
a la cantaora de turno no se le ocurrió otra cosa que entonar un cante desgarrado
cuya letra repetía el siguiente estribillo: “¡deja
de llorar, deja de llorar!”… Y a
todo esto, el toro embestía remolón e incierto, por lo que la labor del torero
era muy meritoria. ¿A quién debía atender el público, al matador que se pasaba
una y otra vez al toro por la faja con evidente peligro o a la cantaora que le
llamaba “llorón”? Lo dicho, un
esperpento.
Recordé de pronto la genial pieza literaria del muy antitaurino Eugenio
Noel, titulada “El flamenquismo y las corridas de toros”, en el cual se
consideraba el cante jondo (y las “canalladas del baile flamenco”, llega a decir
Noel) como una deriva de las atroces corridas de toros. No quiero pensar lo que
hubiera escrito si los contempla en la patulea de ayer.
Espero que el fiasco de la mezcolanza de ambas artes sirva de lección
para quienes sientan la tentación de repetirla. Ya se hicieron algunos
intentos, con desigual fortuna; mejor dicho, con escasa fortuna. Ni siquiera el
piano de Felipe Campuzano -extraordinario, por demás- logró el plácet del
público de Zaragoza en una corrida de rejones.
Lo dicho, los toros y los toreros, en su sitio: la Plaza. El cante y la
guitarra, al suyo: el Cuarto. O, en este
último caso, al escenario de un teatro o similar, siempre que la atmósfera ambiental sea propicia.
Ayer salí de Vistalegre con la extraña sensación de que las dos facetas
artísticas que amo apasionadamente se habían devorado estúpidamente, por
haberlas introducido en la misma jaula. Volví a sentir la misma sensación que
cuando abandonaba aquella tarde el coso de la Condomina. Creí entonces que José
Menese había desatado unilateralmente el nudo de nuestra amistad. Y lo comprendía.
Pero, no. Años después, asistí a la inauguración de un moderno bar con vocación
de ambiente selecto y aflamencado, propiedad de un colega de la prensa taurina.
Acudí al acto en compañía de Estrellita Álvarez, a sabiendas de que cantaba
Menese. Nunca hubiera imaginado el desenlace del reencuentro. En un momento de su actuación, el genial cantaor de
la Puebla de Cazalla se dirigió a mí, narró brevemente el desencuentro de
Murcia, reconoció públicamente su error y se disculpó conmigo, haciéndome el
mejor de los regalos: dedicarme un cante por
siguiriyas.
Aquella noche había climax apropiado y gente entendida. José cantó con
el alma. Y yo le abracé.
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