FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Siempre mantuve el criterio de que hay toreros que han nacido fuera de
época. O en época equivocada.
Toreros que si pudieran adentrarse en
esa máquina diabólica que llamamos “Túnel del Tiempo” y viajaran al pasado de
la Tauromaquia con el pasaporte de sus
conceptos, formas y modos de torear actuales como único bagaje, doy por cierto que encajarían
maravillosamente en un franja concreta, en un tramo específico del pasado
siglo. No solo encajarían, sino que se convertirían en pieza de referencia para futuras
generaciones.
Para aseverar tan esotérica cuestión habré de citar el ejemplo de un
torero de nuestro tiempo, Antonio Ferrera.
Podría citar también a Esplá, pero el Bambino ya está en situación emérita y,
además, debería entrar en matizaciones. Sostengo que si trasladamos
virtualmente a Antonio Ferrera a la Llamada Edad de Plata del toreo, y les hace a los toros de entonces
exactamente lo mismo que les hace a los de
ahora, provoca una generalizada admiración y manda a los albañiles a
unos cuantos que pasaron a la historia como toreros de época. Dirán algunos que
aquéllos toros eran más enrazados, más codiciosos, más de lidiar que de torear.
Pues mejor. Más a gusto se encontraría Ferrera con ellos y más enardecería a
los públicos. Definitivamente, en lo que a su etapa histórica de actividad en
los ruedos se refiere, Antonio Ferrera es un torero desubicado.
Desde hace años he sentido la necesidad de escribir sobre Antonio
Ferrera, porque considero que es uno de los toreros contemporáneos que ha sido
tratado con la severidad más injusta. Ignoro el por qué se le dispara a tenazón
desde los tollos más insospechados. Torea Ferrera y ¡pum!, diatriba al canto.
“¿Torea Ferrera o Ferrari?”, suelen
soltar algunos doctos de pacotilla con estúpida socarronería. Se le toma como torero anécdota, dicharachero, gestual,
de poca sustancia. En resumen, algunos elementos de ese irrespetuoso “respetable”–ingratos,
ellos– le toman por el pito de un sereno. Nada más incierto, ni más cruel.
Yo he visto hacer en los ruedos a Antonio Ferrera cosas que considero
irrepetibles. Le he visto bregar con toros broncos y solventar la catarata de
zunas con salero insuperable (no hace tantos años, lo que se conocía como
“gracia repajolera” –véase Diego
Puerta—era valorado con admirativos ditirambos,
y nadie discutía tal virtud, y
hace unos pocos más, la exhibición banderillera, digamos deportiva –véase Carlos Arruza–, levantaba al público de los
asientos, hasta llegar a poner a su
ejecutante en parangón con la
máxima figura del momento). Le he visto torear con el capote con ajustado
embroque y templadísimo empaque. Le he visto poner pares de banderillas al
quiebro y salir el toro con un trocito de la pechera de su camisa. Le he visto
hacer requiebros al hilo de las tablas a toros de Victorino o de Miura y
salir tan fresco, sonriente, rozagante…
Le he visto torear de muleta con extraordinario
temple, alargando los muletazos hasta lo inverosímil, todo lo que da de
sí la cortedad de brazo que se deriva de
su escasa envergadura. Le he visto, en fin,
entrar en la enfermería, gravemente herido por un toro de Victorino
Martín, y salir de ella con la herida
abierta, la pierna fuertemente vendada, comprimida y anestesiada, con una tremenda hinchazón. Hubo
de ponerse un pantalón vaquero ajustado
para torear otro pavo cárdeno del popular ganadero y el toro le atravesó
el muslo sano con un cornalón tremendo
al intentar clavar un par de banderillas en los medios. Y así, en esas
circunstancias, con las piernas a rastras, sangrando hasta el espigón de la media, le pegó cuatro tandas de
naturales que no se me borrarán de la
memoria mientras viva y un volapié por el hoyo de las agujas. Fue en
Pamplona. Ambos recordamos la escena
final, por circunstancias bien distintas; solo diré que Antonio Ferrera ha sido el único torero que
me ha hecho llorar en una plaza de toros.
Ayer toreó en Valencia, tan solo cuatro días después de que un toro de
Garcigrande le pegara una cornada en
Olivenza. Otra más. Se fue a la puerta de cuadrillas con la herida todavía fresca y abierta para
enfrentarse a dos toros de Fuente Ymbro, del monoescaste que dicen con ali-oli,
o sea, de los que supuestamente no dan respiro. Dicen que salió vestido con el
mismo terno, uno regalado por Luis García “El Niño de Leganés”, subalterno que
fuera de El Juli y que el año pasado dejó inútil para el toreo en Sevilla un toro también de
Garcigrande, del monoescante que dicen sin
ali-oli, o sea, de los que no tiran una mala cornada. Un traje azul
lujosamente bordado en plata. Antonio le
brindó un toro a su “donante” de guardarropía y cuajó una actuación muy meritoria. Pocos se lo
valoraron, porque los gestos de este
torero casi nadie los tiene en cuenta. Apenas una ovación tras la muerte
de su segundo toro. A los dos los
banderilleó con ortodoxia y pulcritud –el saltito en ballesta apoyándose en los palos no era
posible en su máxima expresión, pero se
aproximó—y los toreó con limpieza, sin alardear de precariedades
físicas.
No estuve en la plaza. Reflejo estas notas por referencias de fuentes
solventes, a las que considero notarios
verbales de la realidad; pero no me extrañaría que el gracioso de turno soltara
alguna impertinente ocurrencia, tal que “hoy
el Ferrari tiene una rueda pinchada”. Tipos así, aunque no lo crean,
abundan en el tendido de las plazas de
toros. Llego a estar y lo oigo y se me revuelven las tripas. ¡Tus muertos!…
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