PACO AGUADO
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Ha sido semana de luto en España. En los últimos días, justo
después de acabar las Fallas de Valencia, nos dejaron dos políticos sin
complejos. Murió Adolfo Suárez, "el timonel de la transición" del
franquismo a la democracia, hombre de la patria, en el mejor sentido de la palabra.
Y murió también Iñaki Azkuna, el alcalde de Bilbao, el gestor de la maravillosa
transformación de una ciudad que tornó de gris a verde.
Conviene traer la desaparición de ambos en un medio taurino
porque tanto el abulense como el vizcaíno, aun desde idearios distintos,
supieron gobernar para el pueblo, en sus distintas escalas. Y en ese afán de
hombres sin complejos ni sectarismos fueron también no sólo buenos aficionados
sino defensores a ultranza de la fiesta de los toros.
La afición de Suárez, que se plasmó ya en la lidia de un
becerro durante un festival en su localidad natal de Cebreros en sus años de
juventud, se apreció en blanco y negro en su etapa de director de Televisión
Española, a través de la emisión de docenas de corridas. Y se refleja ahora en
su hijo del mismo nombre, activo aficionado práctico, íntimo de toreros y
visitante asiduo de las plazas de toros.
La de Azkuna, como presidente de la Junta Administrativa de
la plaza de toros de Bilbao, se ratificaba en su permanente presencia en el
callejón de Vista Alegre, en sus constantes apariciones en los muchos actos
taurinos del Bocho y, en suma, en su apuesta decidida por las corridas como
centro y motor económico de las fiestas de su ciudad.
En estos tiempos de políticos timoratos y acomplejados, de
tantos pares y nones de los partidos políticos y de las instituciones para con
el toreo, les echaremos de menos. A la fiesta de los toros le hacen falta
muchos hombres como ellos para no saberse al albur de las decisiones
arbitrarias e interesadas de los actuales gobernantes.
Pero también ésta última, desde el pasado martes, ha sido
semana de gloria y reflexión, porque Finito de Córdoba y Morante volvieron a
repetir, con más rotundidad si cabe, la hazaña artística de su primera
actuación de Fallas.
Finito acabó cogiendo la sustitución de Enrique Ponce en la
"fartá" de los ocho toros del día de San José. Herido muy seriamente
al entrar a matar en rectitud, Ponce había firmado veinticuatro horas antes uno
de los momentos más trascendentes de la feria al intentar amarrar, con ambición
de aspirante, un triunfo rotundo en su bastión, su enésima salida a hombros en
Valencia.
Las escalofriantes imágenes de la fractura de clavícula y de
la cornada en la axila, que nos trajeron a la memoria otros instantes trágicos
de la historia reciente del toreo, fueron el contrapunto de dolor en un maestro
que atravesaba por una segunda juventud y que necesitará superar cuanto antes
el impacto sicológico de este percance en el tramo final de su carrera.
Pero, decíamos, fue Finito quien entró en su lugar para
abrir el cartel más esperado del abono fallero y para repetir la lección de
clasicismo, sutileza, temple, gusto y hondura que impartió en su primera tarde.
No sólo el hecho de torear así, sino la frecuencia con que Juan Serrano lo ha
conseguido es una gran noticia para esta fiesta de desnortados conceptos.
Y Morante, claro, que se empeñó en torear aún más despacio
si cabe a la verónica a los de Garcigrande. Que se volvió a acordar de las
viejas postales belmontinas en una media para la memoria, y también del
"celeste imperio" de El Gallo, en unos sabrosísimos ayudados por
alto, de codos empinados y muñecas sutiles.
Un Morante que se durmió con la muleta en la mano, en
naturales y derechazos en la fase REM de una faena inconstante por la ya
apagada condición del toro, pero deslumbrante de concepto y de genialidad.
Y un Morante al que, para replicar el quite de un desafiante
Juli, se le ocurrió darle profundidad a las tafalleras. Un quite liviano
–"desparasitario", como dice el amigo Luis Ortega– que él convirtió
en fundamental por la sutileza de los toques, por la suavidad de los vuelos,
por lo apurado de los embroques, por la manera de recrearse a pies juntos como
hubiera hecho el mismísimo Chicuelo de la Alameda.
Aún se sigue hablando de los dos, de Juan y de José…
Antonio. Porque, sin darse importancia, sin ansiedad, sin arrebato, con la
misma naturalidad con que van y vienen de la cara del toro, estos dos hondos andaluces
han vuelto a mostrar el modelo a seguir, la referencia necesaria para encauzar
el camino correcto.
Curiosamente, ninguno de los dos está anunciado más de una
tarde –de hecho, harán juntos su único paseíllo el 22 de mayo– en esa feria de
San Isidro que se ha vendido pretenciosamente como la mejor de la era
Taurodelta. Pero, ¿ha dicho alguien todavía que, salvo las seis o siete tardes
redondas de cada año, el resto de los treinta y tantos carteles son iguales o
peores que los desastrosos de la feria de Sevilla?
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