Prodigios del torero de la Puebla en una exhibición por todo antológica: la belleza formal, la inspiración, la improvisación, el temple, el genio sencillo. Obra maestra.
BARQUERITO
LO QUE MENOS convino de la pinta del cuarto toro de Cuvillo fue el hecho de ser calcetero, descarado y hasta cornalón. Colorado melocotón, nalgudo, blancos los pitones y las palas. Siendo muy astifina y seria de cara la corrida toda, este cuarto fue, dentro de la variedad de pintas y hechuras, el de espuria traza. El raro. Corto de manos, y por eso se trompicaría al aparecer; mucha caja pero vareado. No fue toro de gran expresión. Pero en manos de un Morante desatado y en faena de sin par ebriedad, iba a ser el toro de la feria. ¡De momento…! “Cacareo”, número 150.
Lo recibieron de uñas solo por perder las manos. Estaba frío, se vino al retrote, se frenaba un poco, no se fijaba, se salió suelto de dos picotazos –el segundo, en la puerta y sin emplearse en ninguno de los dos. Morante había estado muy brillante al lancear al primero de corrida a la verónica. Por la mano derecha. Este cuarto no le dio opción ni a ponerse sino para bregar. Estaba por sangrarse y por saberse algo cierto del toro cuando el palco cambió el tercio. Morante no atendió al toque y, por su cuenta, hizo gesto visible a Cristóbal Cruz para que le pegara al toro un tercer puyazo, que fue el de verdad. Medicinal.
El segundo y el tercero de Cuvillo se habían cambiado con dos puyazos –y muy comedidos- y los dos se habían venido arriba en la muleta con bravo temperamento, que fue nota común a casi toda la corrida. Morante habría tomado nota. Se le echó encima la gente, pero Morante sabría lo que hacía. Ni se le ocurrió echar al palco una mirada. Ni de reojo. Los banderilleros cumplieron enseguida, en los dos galopes por la mano derecha el toro se vino con buen aire, pero no por la izquierda. Morante se puso a trajinar sin perder un segundo. Seis muletazos a dos manos por abajo, muy trabajosos, en línea, como si la muleta pesara el doble de lo normal; pasos ganados de un viaje en otro, toro metido y sometido. La tanda acabó al borde de la segunda raya. Los que entendieron que eso era el arranque de una faena de castigo y que ya estaba Morante dándole al toro la extremaunción erraron el cálculo. Iba a empezar el festín en la tanda siguiente, que fue de nuevo por abajo, de ahormar y aquilatar; de enganchar y torear por delante, no solo tocar. Fue una tanda de seis: en el cambio de mano por detrás la muleta cobró un vuelo que nunca se ve.
Ya estaba encajado Morante y empezó a fluir el torear como un juego. La faena fue entera en un terreno solo: un segmento, porque Morante empezó fuera de rayas, entre las rayas dibujó no pocas maravillas y acabó toreando casi en las tablas. Y, sin embargo, todo fue en tan pocos palmos pura improvisación. Sobre la base del canon clásico: el toreo en redondo, ligeramente traído hacia dentro el viaje del toro para abrirlo sin ahogarlo, las plantas posadas; en aspa el brazo que no blandía la muleta pero equilibraba el peso del cuerpo como en filigrana; la suerte cargada en todas las bazas. Ni un tirón. Todo caricias.
Uno por alto casi en reolina ligado con el molinete, la trinchera y el de pecho. Estalló un júbilo inenarrable. Coros de olés porque no hubo ni pausas, sino brevísimos respiros dentro de un hilo continuo. Veinte, treinta muletazos de los que solo se ven en rancias fotos. Cuando todo parecía hecho, llegó la sorpresa mayor. A Morante le faltaba ponerse en serio con la mano izquierda, por donde el toro había protestado, y por ella se puso cuando y como mejor quiso. El encanto de la faena era su derroche de fantasía: muletazos como juegos de luces en la tarde de más cerrado cielo de todo el verano en Bilbao, sueltas y tomas del toro cuando menos se esperaba que brotaran a borbotones los malabarismos.
El natural, el molinete y el de pecho; el de las flores ligado con el natural y un recorte; y un final inesperado: una tanda de ayudados por alto cargando la suerte como si se fuera todo Morante detrás de los brazos, que templaron los viajes del toro como si lo hicieran levitar. Fue, por todo eso, un prodigio. Raro de ver. Hubo catarsis general: poder embaucador de esta clase de faenas sin fin. Sonó un aviso antes de haber montado Morante la espada. Entró delanterita una estocada letal. Y ahí habría cabido la gracia sevillana: esto no se puede aguantar. “¡No ze pué aguantá…!” Pero se aguantó.
Y siguió la corrida porque quedaban dos toros, los dos únicos negros del envío. El quinto, hociquito de rata y degollado, embistió como los victorinos bravos y buenos: el morro por el suelo, los riñones como palanca, hasta el final el viaje; el sexto, todo lo contrario, no hizo más que meterse y pegar cornadas antes de llegar y al llegar, y morir de manso. Baldón de una corrida tan distinguida como esta de Cuvillo, que pondría de acuerdo seguramente a las dos sensibilidades taurinas de Bilbao: el viejo torismo y el torerismo nada nuevo.
Manzanares no se enredó bien con el quinto, pero lo mató al encuentro con acierto, rodó el toro y hubo premio; a David Mora le pegó una cornada en los testículos el indómito y geniudo sexto.
Antes de que Morante se pusiera a jugar con la lámpara maravillosa, hubo media corrida muy viva. Morante toreó a compás al primero, que, de pura ansiedad, estuvo a punto de reventarse, pero se acabó aplomando; Manzanares no estuvo cómodo con la fiera codicia del segundo, que, venido arriba, no le dejaba colocarse. Al segundo intento lo hizo rodar patas arriba de estocada recibiendo. David Mora se fue a la distancia sin miedo con el tercero: estatuarios, toreo por las dos manos, un codilleo que abomba el pecho sobre el lomo del toro y le corta algo el viaje. De emoción el toro por su gota fiera; y la faena, por su arrojo. Torero nuevo en duro desafío. No se arredró.
POSDATA PARA LOS ÍNTIMOS.- Bendita sea la memoria de doña Casilda Iturriza, que legó a la villa los terrenos de un parque entre inglés, francés y japonés, con sus cedros, sus álamos, sus cuidados parterres y su propia luz. Y en él, o al lado, un museo, que no es el Guggenheim, pero donde se expone de la Colombia precolombina, digamos, una muestra que demuestra que el culto al becerro de oro no es cosa de ahora solamente. Había unos malabaristas polacos jugando con bolos blancos. Tenían dos perros de esos viejos y abandonados que no tiene más remedio que ser fieles o nada. Pero estarán hartos de los dueños.
Y bendito sea Briñas el Bienhechor que levantó la Casa de Misericordia en las afueras de San Mamés, ya cerca de los viejos muelles del puerto. Las hortensias gigantes están quemadas por el tráfico de coches. El jardín de la Casa es un jardín de asilo y convento. La estatua de Briñas en piedra está bajo la sombra de un sauce. Hay una fuente con nenúfares y peces de colores. Dos o tres docenas de ancianos en sillas de ruedas con sus cuidadoras. Casi todas parecen emigrantes sudamericanas. En los bancos del jardín he visto tumbados a dos marginales. En el ensanche de Bilbao hay cientos de comercios y locales cerrados. La Casa de Misericordia es propietaria de la mitad de la plaza de toros. Y, luego, ha venido Morante y no sé ni cómo contarlo. Tenía al lado uno con un puro rechupado y no he podido acudir a lo de los aromas de Triana. Sino al puro estudio geométrico del poema. A contar los versos, a tratar de memorizarlos. Hasta mañana.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Núñez del Cuvillo, muy astifinos, de variadas líneas, serios toros. Bondadoso el cuarto, que duró lo indecible; temperamentales segundo y tercero; bravo en clásico el quinto; agitado el primero, que se aplomó luego; peligroso el sexto, que punteó y tiró cornadas
Morante de la Puebla , de verde parra y oro, saludos y dos orejas tras un aviso. Salió a hombros. José María Manzanares, de cobalto y oro, saludos y orejas tras un aviso. David Mora, que sustituyó a Leandro, de salmón y oro, saludos en los dos.
Soberbios pares de Curro Javier, Juan José Trujillo y El Puchi.
Martes, 23 de agosto de 2011. Bilbao. 4ª de las Corridas Generales.
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