miércoles, 16 de abril de 2014

Rescatar la suerte empírica

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

La suerte es, sobre todas las cosas, algo inaprensible. Está fuera del control de la mente humana. Quizá por eso sea tan perseguida y tan deseada. Las cosas de la vida, pues, están a su merced, y más aún si se trata de asuntos cuyo desenlace entra de lleno en el campo de lo aleatorio y azaroso. Verbigracia, el toreo.

El toreo y la suerte hace siglos que matrimoniaron con bendición poco menos que sacramental, a tal punto, que el toro y el torero pueden considerarse esclavos de su dependencia. Las penas y las alegrías, la salud y la enfermedad de unos y otros pasan inexorablemente por su dictamen (el de la suerte), de tal “suerte”, que su devenir (el de toros y toreros) puede considerarse condicionado a cuestiones fuera de razón. De ahí, probablemente, emana su misterio y su grandeza. 

La suerte en el toreo, además, está ligada a sus protagonistas en otros aspectos bien diferenciados entre sí. Por ejemplo, las acciones que hace el torero para someter y dirigir al toro durante la lidia –los pases— se llaman “suertes”, y la determinación del orden de salida al ruedo de los toros proviene del previo “sorteo”. La suerte es un río invisible que discurre antes, durante y después de la corrida. “Suerte, maestro”, se le dice al matador en el patio de cuadrillas.  “Suerte, suerte, suerte…” se dicen unos a otros los toreros antes de iniciar el paseíllo. Suerte por doquier.

Sin ánimo de quitarle poder sobrenatural e insondable –o precisamente por eso, para no prostituir su empírica definición–, desde hace años vengo manteniendo la tesis de que la fiesta de los toros precisa una reconducción del acto preliminar antes referido y tan conexionado fonéticamente con la suerte: el sorteo. Tal como se hace en la actualidad, el sorteo es una inmersión en la suerte, pero menos. Diríase que es una suerte prestablecida o premeditada, lo cual ya va en contra de su sentido metafísico. Una suerte descafeinada.  Una cita con la presunción. Mala cosa.

Echemos una mirada al retrovisor de la Tauromaquia. El sorteo se instauró por manifestación espontánea de Mazzantini contra un abuso de Guerrita, en connivencia con los criadores de bravo de la época, mediante el cual se establecía el orden de lidia de los toros según criterio del ganadero –era lo habitual y tácitamente aceptado–, circunstancia que beneficiaba al “califa” cordobés al adjudicársele “por decreto” el lote de mejor nota, especialmente el toro designado para salir al ruedo en quinto lugar –Guerrita fue pionero en colocar a un compañero de mayor antigüedad “por delante”, casi siempre el referido Mazzantini–, de ahí el refrán tan extendido de “no hay quinto malo”. Dicen que Reverte fue otro de los díscolos que se sumó a la protesta, pero sea como fuere, lo cierto es que llegó el día que los corrales de una plaza de toros  vieron el trascendental hecho de “sortearse el sorteo”, es decir, echar a suertes si se sorteaban o no los toros y su orden de salida. Y salió que sí. Parece contrastado que el primer sorteo oficial se realizó en San Sebastián el 15 de agosto de 1896, con Mazzantini y Guerrita en el cartel, cómo no, y toros de Saltillo, los preferidos por el genial torero cordobés, por lo cual, a los críticos de la época les parecían “monas con cuernos”.

A lo que iba: que hace más de un siglo se sortean los toros y su orden, pero no de la forma habitual en cualquier rifa, sino formando lotes de a dos, lo cual desacredita de facto la pureza del azar. Es más, casos se han dado en que las consabidas bolitas de papel de fumar se apretaban más o menos arteramente, con lo cual, los primeros en meter la mano en el fondo de la copa del sombrero de abajo, conocedores de la estratagema, tanteaban la apretura y elegían según lo previsto. Después se llevaban numerosos fiascos, pero, bien mirado, el hecho es que estos sorteos dirigidos –cuando no amañados, puesto que, a veces, la gran figura cambiaba algún toro al torero de menos “fuerza” en el cartel, que para eso estaba— le pegan un bajonazo a la mismísima suerte.

En más de una ocasión he leído propuestas y variantes de estos sorteos, algunas ingeniosas y probablemente más justas que el método actual. Lo mío es más abrupto, más tajante, pero mucho más respetuoso con la suerte: hacer dos sorteos, uno de las ganaderías y toreros (para ferias o ciclos taurinos) y otro de orden de salida de las reses (para todo tipo de festejos), de tal forma que, en el primer supuesto, la empresa anuncia el abono –como se hacía antaño en la vieja plaza de Madrid—con los nombres de los toreros y los hierros ganaderos contratados, formando carteles solo de toreros a sentimiento del organizador, en sintonía con la Plaza y su posible clientela. Se abren entonces las taquillas, para la obtención de abonos con el sistema que mejor se considere y cerrado este primer período, se hace un determinante sorteo en estado puro: cartel-ganadería. Dos bombos. A ver qué pasa.

Pónganle ustedes las variantes que crean menester, pero mantengan la filosofía: los toreros no eligen, sortean. De esta forma, algunas “brevas” caerían en el cesto de los pordioseros y algunas “bravas” en el de los poderosos. ¿Se imaginan?

No es la primera vez que hago pública tal propuesta. Soy consciente de la amplísima proporción de quimera que conlleva, pero permítanme zambullirme en una ilusión. Con ello se eliminaría esa absurda parafernalia de los representantes del torero consumiendo tiempo en los burladeros de los corrales sin ponerse de acuerdo acerca del “burraquito” tocadito de pitones que es más serio por delante que el colorado. O en la elección del sobrero, cuestión esta que de ordinario llega a los extremos del sinvivir. Y a todo esto, la autoridad mirando el reloj de pulsera, a expensas de lo que decidan “los que se van a poner delante”, según manifiestan ellos mismos, con altivez digna de mejor causa. Los mismos que, horas después, se “pondrán delante” del matador para informarle de que le ha tocado uno muy bonito, así, abrochadito, con unas hechuras de las que no marran. Y luego, marran, ¿no han de marrar?

Con el disparatado sistema que propugno –sí, lo reconozco, pero no abjuro de él— se destaparían ficciones de todo tipo, tanto las que afectan a toreros consagrados como a los aspirantes a figuras. Ambas facciones cantarían la gallina; unos, porque no era para tanto y otros, porque su clamor ante un supuesto maltrato era injustificado. Verían como se limpiaban los escalafones de acomodaticios y de llorones. Lo que valen, valen, a todos los niveles, se llamen como se llamen y vengan de donde quieran. Evitaríamos, también, alegatos como el de Málaga que acaba de hacerse público, mediante el cual se insta a la suspensión de la corrida del próximo domingo si no se sortean las reses del mano a mano Morante-Juli, un cartel que anuncia tres toros de diferentes ganaderías ya asignados a cada torero torero. Una carta conminatoria que tiene un tufillo de boicot, más que afán reivindicativo. Si existiera el sorteo puro, se evitarían este tipo de hechos consumados, hoy por hoy estimo que legítimos, y posteriores arrebatos, estimo que interesados.

Ahí lo dejo. La fiesta de los toros precisa de una renovación en profundidad y de alicientes que desperecen al aficionado de un letargo cada vez más dilatado, a la vez, que despierten el interés de los que la ven como un espectáculo anacrónico, envarado y sin rumbo. Empecemos por cosas como estas: rescatar la suerte empírica. Echémosle valor. “Alea iacta est” dijo Julio César en latín para arengar a sus legiones y pasar el Rubicón. En cristiano: la suerte está echada.

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