PACO AGUADO
Uno de los grandes lastres para el desarrollo
del espectáculo taurino en los últimos años en España es la ciega codicia de
las propiedades de las plazas de toros, ya sean públicas o privadas, que ha derivado
en casos tan palmarios como los que han salido a la luz en las últimas semanas.
Y es que las leoninas y a veces demenciales
exigencias de las administraciones públicas y de las sociedades de propietarios
para con los arrendatarios de sus cosos han ido creando a lo largo de este
siglo una generalizada situación de inestabilidad empresarial que afecta
directamente al desarrollo normal de la temporada, además de desbordar contra
toda lógica los ya de por sí elevados costes de producción de los festejos.
Nadie desde dentro del sector –y menos las
grandes empresas– ha alzado nunca la voz ni ha planteado una política de
defensa contra estas prácticas abusivas de las propiedades de las plazas, sino
que, más bien al contrario, fueron los propios empresarios los que alimentaron
su codicia de manera suicida, pujando al alza y casi siempre con dineros ajenos
a la propia Fiesta, durante los locos años de la burbuja inmobiliaria.
Y de aquellos barros llegan ahora estos lodos,
en unas semanas en las que se han podido comprobar con crudeza las nefastas
consecuencias que para los propios cosos, y para sus aficiones, ha tenido la
irresponsable avaricia de los dueños del garito. En ese sentido, los recientes
casos de Mérida y Córdoba resultan paradigmáticos, por no hablar del ya
conocido de Jaén o, en otro palo, el de la plaza de Burgos, en manos ésta de un
ayuntamiento de reconocida inoperancia no sólo taurina.
En Mérida, capital de Extremadura, la sociedad
propietaria ha decidido no prorrogar al frente de su plaza a la empresa Lances
de Futuro, de José María Garzón, cuyo serio trabajo en los últimos dos años
había conseguido sacar a flote un coso que se hundía prácticamente en el
abandono y que se alejaba cada vez más del circuito de la temporada. Pero
ahora, con subvenciones de por medio y el público recuperado, seguro que
querrán sacar tajada del trabajo ajeno en el año del centenario de una plaza
levantada sobre un templo romano.
Por su parte, en Córdoba, coso de primera en
el reglamento, la propiedad ha tenido que salir al paso de los impropios
carteles que una empresa sui generis
le había presentado para la próxima feria de la Salud. Pero que no se engañen
los caseros cordobeses: las combinaciones no son sino la consecuencia directa
de los errores que ellos mismos han ido acumulando durante años en una plaza
que alquilan a precio de palacio –por mucho que hayan bajado sus pretensiones –
y, además, reservándose en exclusiva las mejores habitaciones. O sea, el
tendido más caro.
Claro que más delito tiene lo de Burgos, un
coso de propiedad pública que si el alcalde
no ha conseguido derribar como quería para contentar a los
especuladores, ahora quiere arrasar concediéndoselo muy sospechosamente a una
empresa morosa y reconocida por su pésima gestión en otras ciudades. El caso,
que está en los tribunales tras la denuncia del empresario Carlos Zúñiga, es
sólo un paso más del proceso de desintegración de la que fue la mejor feria de
Castilla.
Pero, lamentablemente, no son éstas las únicas
plazas españolas sometidas al avaricioso capricho de sus propietarios,
lideradas, cómo no, por esa joya sevillana tiranizada con guante blanco por los
maestrantes. Son muchos más los recintos que sufren este vicio privado de la
codicia de sus dueños, cuyas consecuencias paga el toreo públicamente con la
degradación del espectáculo y la tergiversación del que debería ser limpio
juego de contrataciones.
El problema añadido es que esa avaricia de las
propiedades ha roto ya el saco de muchas plazas que están al borde del cierre
por defunción, prácticamente cerradas o sin apenas más festejos que los
testimoniales de cada feria.
Para asegurarse el pan, caro, de hoy los
propietarios están apostando irresponsablemente por el hambre de mañana en unos
recintos que, de no remediar la situación, terminarán dejando a merced de la
piqueta, que si no ha entrado ya en acción en muchas de estas plazas se debe
únicamente a que el ladrillo ha dejado de ser la principal moneda de cambio del
país.
Ninguna de estas sociedades ha caído en la
cuenta de que la economía española, y por ende la del toro, ya no es la de los
años de las vacas gordas, y que han de bajar los arrendamientos y las
exigencias para seguir manteniendo sus plazas en rentabilidad a medio plazo,
para lo que también se necesita dejar margen de trabajo a empresas, como la de
Garzón, que ayuden a mantenerlas operativas con un mínimo de garantías.
De manera silenciosa, sin que nadie incida en
su compartida culpabilidad, esas sociedades de propietarios, en las que siempre
cuenta más el voto del avaricioso, y tantos ayuntamientos prevaricadores son
hoy por hoy unas de las principales amenazas internas del sector. Y, tal vez,
dentro de las buenas intenciones del plan del Ministerio de Cultura, una de las
prioridades debería ser el establecimiento de una serie de medidas de control
para estas entidades que, sin ningún tipo de responsabilidad establecida,
tienen en sus manos el futuro del toreo en muchas ciudades de España.
De no ser así, los siempre tan quejosos empresarios
taurinos, en vez de caer una vez tras otras en la trampa, siempre se pueden
aplicarse para atajar el problema esa vieja frase española que dice que contra
el vicio de pedir está la virtud de no dar.
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