viernes, 11 de abril de 2014

LA FIRMA INVITADA: La impavidez no envejece

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

Aviso: Los párrafos que van a leer a continuación pueden herir la sensibilidad de los aficionados a la fiesta de los toros que militan en el escuadrón pretoriano del “purismo”.

Tengo para mí, que una de las enfermedades más frecuentes que padece la Tauromaquia es la que suelen generar miasmas de una ortodoxia mediatizada por la época, o séase, por aquél periodo de tiempo que acaba “sufriendo” el embate inexorable de acontecimientos históricos. Puntos de inflexión, que diría un tecnócrata lingüístico. Los puntos que pone sobre las íes la llegada de un “fenómeno”, tomando por tales los que protagoniza el actor de una cosa extraordinaria o sorprendente. El rompedor de moldes establecidos. Una heterodoxia, vamos. De lo cual se deduce que las épocas –los periodos históricos— del arte del toreo llevan marcados a fuego el estro de intérpretes geniales, de heterodoxos que irrumpen, con mayor o menor estruendo, en los parámetros anteriormente establecidos, incorporando formas y maneras ajenas a las  preceptivas hasta entonces. 

Lagartijo, hace añicos la estampa del torero arriscado o bullidor, temerario o artero, suelto de piernas, para instaurar la elegancia ecléctica en unos ruedos salpicados de sangres y boñigas. Con él se empezó a hablar de “arte” en una fiesta bestial, en todos los conceptos. Medio siglo después, Belmonte se para ante los toros, juega los brazos y deja patente que los terrenos del cornúpeta no existen en la Plaza. Manolete apuesta por el hieratismo ascético y desencadena nuevas emociones con un lánguido juego de brazos. Y, en fin, en los años 60, un desarrapado emerge de entre los restos y secuelas de  la postguerra española y hace bandera de la impavidez con la sola ayuda –no sabe nada de nada: es analfabeto en todo– de un corazón de hielo y unas muñecas portentosas. Se anuncia en los carteles Manuel Benítez “El Cordobés”.

Entre medias, una compacta baraja de grandes toreros –algunos, grandísimos—  meten el cacillo en el cráter de las volcánicas heterodoxias y toman para sí lo que mejor le cuadre  a sus aptitudes para manifestarse ante los toros. Resumiendo: en el toreo, las heterodoxias más impactantes no fueron sino el germen de nuevas ortodoxias que señalaron el rumbo que mejor sintonizara con la situación de la sociedad del momento y con las nuevas sensibilidades o apetencias de los públicos. Eso sí, siempre, siempre, siempre, las neo-ortodoxias taurinas lograron sobrevivir a pesar del recelo de los recalcitrantes amadores de la “pureza” violada. De Lagartijo dijeron que había amariconado la Fiesta; de Belmonte, principalmente en su primera época, que era un piesplanos chapucero e inconsciente –léase F. Bleu o el mismísimo Guerra–; de Manolete, sobre todo después de su trágica muerte (antes, por cobardía, no se atrevieron), que usaba trucos baratos –léase (o mejor, no) el mismísimo Hemingway, un premio Nobel absolutamente indocto en materia taurina–; y de El Cordobés, para qué les cuento: llegaron a llamarle “payaso”, en el más hiriente, agresivo y despectivo sentido de la palabra.

Pues bien, todos ellos detentan el título de Toreros Históricos. Y todos ellos, sin excepción, han padecido –el más reciente la sigue padeciendo– esa atávica condición, tan nuestra, de practicar una resistencia numantina cuando de aceptar innovaciones o nuevas disciplinas se trata, o de negar las evidencias con encomiable tozudez. Ramón Pérez de Ayala, hablaba del ad náuseam que practican los aficionados a los toros con “ese furor polémico, ya de suyo perfectamente estúpido, que sube de tono y se convierte en arquetipo de la estupidez cuando adquiere carácter dogmático”.

Todo este largo preámbulo, viene a cuento de la reciente actuación de Manuel Benítez “El Cordobés” en un festival celebrado en Córdoba. Pura dinamita. Protagonizó, una vez, más, todo el festejo y concitó en su figura todas las miradas, todas las expresiones, toda la admiración. Una figura algo fondoncilla, a pesar del ejercicio físico que practica a diario para tener el músculo flexible y la mente clara, en cuya coronación ya ralea encanecida su famosísima y frondosa melena. No importa. Se ha puesto delante de un novillo bravísimo, de los que desarbolarían a la mayoría de los novilleros y se lo ha pasado por el fajín de su traje corto cómo y cuándo le ha dado la gana, con una asombrosa economía de movimientos.

El Cordobés no ha perdido un ápice de su concepto: él, la vertical, el toro, la horizontal; y a partir de ahí, desarrolla su propia tauromaquia, basada en un reducto de terreno, la suela del calzado hundida en la arena, la cintura quebrada, el brazo extendido todo lo que da de sí, y la muñeca rota –la izquierda lo está, de verdad—para mejor girar y dar templanza curvilínea a los muletazos. Y así, uno, y otro, y otro, hasta ocho o nueve ligados, antes de culminar la serie. Así fue siempre en su etapa de matador de toros consolidado, la que le proporcionó la fama jamás alcanzada por un torero, dentro y fuera de nuestras fronteras, incluso en los lugares donde la tauromaquia está proscrita o mal vista. Los documentos gráficos distan entre sí la friolera de cuarenta años, pero muestran unas formas de torear que son  paradigma de la virtud que más acusa su personalidad: la impavidez. Y la impavidez no envejece

Toreando de esta forma, aquél “Pelos” de insultante heterodoxia hizo rendirse a los públicos de todas las plazas del mundo que hacen gala de rigores y exigencias. Un rabo en la Maestranza, ochos orejas en dos tardes seguidas en Madrid o la clamorosa actuación con una “tía” de Osborne en Bilbao son tres ejemplos tomados a vuelapluma que ofrecen datos incontestables. ¿Y qué decir de su paso por México? Llegó vilipendiado por el doctor Gaona, negándole su acceso a la “México” –o haciéndole fracasar con una corrida infame, que es peor– y hubo de claudicar, agachando las orejas, pero no evitando que se contaran sus días como empresario del coso de Insurgentes. Éste Cordobés sí tuvo fuerza –“Huracán Benítez”, le llamó el crítico taurino Gonzalo Carvajal—para desbancar de una plaza emblemática a un empresario que parecía intocable.

No haré abstracción de los aditamentos con los que Manuel Benítez solía “adornar” sus faenas. Sus excentricidades. Como suele decir el torero, hacía el salto de la rana… ¡pero después de haberle pegado cinco tandas de ocho o diez seguidos con ésta!…(señalando la izquierda). Claro que no me gustaban, ni me gustan, estas salidas de tono, según versión del torero ofrecidas a quienes cada tarde las demandaban con furibunda obsesión; lo que pasa es que apenas las tengo en cuenta, porque son la hojarasca de un árbol que hunde sus raíces en la genialidad y se desprenden de un tronco sólido, firme, robusto, en cuya corteza dejó muchas tardes el toro buena parte del pelo de su piel.

Tengo entendido que este año el Centro de Asuntos Taurinos de la Comunidad de Madrid ha preparado un homenaje a Manuel Benítez “El Cordobés”, al conmemorarse los cuarenta años de su confirmación de alternativa, seguramente la corrida de mayor expectación que registra la plaza de Las Ventas en toda su historia. Espero que tanto los organizadores como los aficionados estén a la altura del acontecimiento. Y espero, también, que aprovechen la circunstancia para subsanar el “olvido” de ignorar su nombre en los azulejos que adornan los pasillos interiores de la plaza, en la que figuran algunos toreros que, sin negarles sus méritos puntuales, y con todos los respetos, al lado de la gigante figura de El Cordobés  no le llegan ni al lazo de las zapatillas.

Supongo que no se habrá hecho antes por miedo a la reacción reaccionaria de los “puristas”, empecinados ellos en mantener “ese furor polémico, ejercitado sobre imaginaciones, antojos, personalidades y hechos consumados; ese placer de disputas y quimeras; aversión a la mesura y horror a la verdad real” (cito y entrecomillo, de nuevo, a Ramón Pérez de Ayala y a su ensayo “Política y toros”). Los políticos, ya se sabe, se muestran timoratos ante los reaccionarios, receptores estos –creen ellos— de esa verdad.

¡Ah, la verdad! Cuán difícil es encontrarla, y menos cuando se juzga el hecho que protagonizan un ser racional y otro irracional, enfrentados en la soledad del ruedo. Ni siquiera Juan de Mairena, el personaje creado por Antonio Machado, fue capaz de encontrar su discernimiento.

– La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
– Agamenón: Conforme.
– El porquero: No me convence.

Y en esas estamos.

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