FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Aviso: Los párrafos que van a leer a
continuación pueden herir la sensibilidad de los aficionados a la fiesta de los
toros que militan en el escuadrón pretoriano del “purismo”.
Tengo para mí, que una de las enfermedades más
frecuentes que padece la Tauromaquia es la que suelen generar miasmas de una
ortodoxia mediatizada por la época, o séase, por aquél periodo de tiempo que
acaba “sufriendo” el embate inexorable de acontecimientos históricos. Puntos de
inflexión, que diría un tecnócrata lingüístico. Los puntos que pone sobre las
íes la llegada de un “fenómeno”, tomando por tales los que protagoniza el actor
de una cosa extraordinaria o sorprendente. El rompedor de moldes establecidos.
Una heterodoxia, vamos. De lo cual se deduce que las épocas –los periodos
históricos— del arte del toreo llevan marcados a fuego el estro de intérpretes
geniales, de heterodoxos que irrumpen, con mayor o menor estruendo, en los
parámetros anteriormente establecidos, incorporando formas y maneras ajenas a
las preceptivas hasta entonces.
Lagartijo, hace añicos la estampa del torero arriscado o bullidor, temerario o
artero, suelto de piernas, para instaurar la elegancia ecléctica en unos ruedos
salpicados de sangres y boñigas. Con él se empezó a hablar de “arte” en una
fiesta bestial, en todos los conceptos. Medio siglo después, Belmonte se para
ante los toros, juega los brazos y deja patente que los terrenos del cornúpeta
no existen en la Plaza. Manolete apuesta por el hieratismo ascético y
desencadena nuevas emociones con un lánguido juego de brazos. Y, en fin, en los
años 60, un desarrapado emerge de entre los restos y secuelas de la postguerra española y hace bandera de la
impavidez con la sola ayuda –no sabe nada de nada: es analfabeto en todo– de un
corazón de hielo y unas muñecas portentosas. Se anuncia en los carteles Manuel
Benítez “El Cordobés”.
Entre medias, una compacta baraja de grandes
toreros –algunos, grandísimos— meten el
cacillo en el cráter de las volcánicas heterodoxias y toman para sí lo que
mejor le cuadre a sus aptitudes para
manifestarse ante los toros. Resumiendo: en el toreo, las heterodoxias más
impactantes no fueron sino el germen de nuevas ortodoxias que señalaron el
rumbo que mejor sintonizara con la situación de la sociedad del momento y con
las nuevas sensibilidades o apetencias de los públicos. Eso sí, siempre,
siempre, siempre, las neo-ortodoxias taurinas lograron sobrevivir a pesar del
recelo de los recalcitrantes amadores de la “pureza” violada. De Lagartijo
dijeron que había amariconado la Fiesta; de Belmonte, principalmente en su
primera época, que era un piesplanos chapucero e inconsciente –léase F. Bleu o
el mismísimo Guerra–; de Manolete, sobre todo después de su trágica muerte
(antes, por cobardía, no se atrevieron), que usaba trucos baratos –léase (o
mejor, no) el mismísimo Hemingway, un premio Nobel absolutamente indocto en
materia taurina–; y de El Cordobés, para qué les cuento: llegaron a llamarle
“payaso”, en el más hiriente, agresivo y despectivo sentido de la palabra.
Pues bien, todos ellos detentan el título de
Toreros Históricos. Y todos ellos, sin excepción, han padecido –el más reciente
la sigue padeciendo– esa atávica condición, tan nuestra, de practicar una
resistencia numantina cuando de aceptar innovaciones o nuevas disciplinas se
trata, o de negar las evidencias con encomiable tozudez. Ramón Pérez de Ayala,
hablaba del ad náuseam que practican los aficionados a los toros con “ese furor
polémico, ya de suyo perfectamente estúpido, que sube de tono y se convierte en
arquetipo de la estupidez cuando adquiere carácter dogmático”.
Todo este largo preámbulo, viene a cuento de
la reciente actuación de Manuel Benítez “El Cordobés” en un festival celebrado
en Córdoba. Pura dinamita. Protagonizó, una vez, más, todo el festejo y concitó
en su figura todas las miradas, todas las expresiones, toda la admiración. Una
figura algo fondoncilla, a pesar del ejercicio físico que practica a diario
para tener el músculo flexible y la mente clara, en cuya coronación ya ralea
encanecida su famosísima y frondosa melena. No importa. Se ha puesto delante de
un novillo bravísimo, de los que desarbolarían a la mayoría de los novilleros y
se lo ha pasado por el fajín de su traje corto cómo y cuándo le ha dado la
gana, con una asombrosa economía de movimientos.
El Cordobés no ha perdido un ápice de su
concepto: él, la vertical, el toro, la horizontal; y a partir de ahí,
desarrolla su propia tauromaquia, basada en un reducto de terreno, la suela del
calzado hundida en la arena, la cintura quebrada, el brazo extendido todo lo
que da de sí, y la muñeca rota –la izquierda lo está, de verdad—para mejor
girar y dar templanza curvilínea a los muletazos. Y así, uno, y otro, y otro,
hasta ocho o nueve ligados, antes de culminar la serie. Así fue siempre en su
etapa de matador de toros consolidado, la que le proporcionó la fama jamás
alcanzada por un torero, dentro y fuera de nuestras fronteras, incluso en los
lugares donde la tauromaquia está proscrita o mal vista. Los documentos
gráficos distan entre sí la friolera de cuarenta años, pero muestran unas
formas de torear que son paradigma de la
virtud que más acusa su personalidad: la impavidez. Y la impavidez no envejece
Toreando de esta forma, aquél “Pelos” de
insultante heterodoxia hizo rendirse a los públicos de todas las plazas del
mundo que hacen gala de rigores y exigencias. Un rabo en la Maestranza, ochos
orejas en dos tardes seguidas en Madrid o la clamorosa actuación con una “tía”
de Osborne en Bilbao son tres ejemplos tomados a vuelapluma que ofrecen datos
incontestables. ¿Y qué decir de su paso por México? Llegó vilipendiado por el
doctor Gaona, negándole su acceso a la “México” –o haciéndole fracasar con una
corrida infame, que es peor– y hubo de claudicar, agachando las orejas, pero no
evitando que se contaran sus días como empresario del coso de Insurgentes. Éste
Cordobés sí tuvo fuerza –“Huracán Benítez”, le llamó el crítico taurino Gonzalo
Carvajal—para desbancar de una plaza emblemática a un empresario que parecía
intocable.
No haré abstracción de los aditamentos con los
que Manuel Benítez solía “adornar” sus faenas. Sus excentricidades. Como suele
decir el torero, hacía el salto de la rana… ¡pero después de haberle pegado
cinco tandas de ocho o diez seguidos con ésta!…(señalando la izquierda). Claro
que no me gustaban, ni me gustan, estas salidas de tono, según versión del
torero ofrecidas a quienes cada tarde las demandaban con furibunda obsesión; lo
que pasa es que apenas las tengo en cuenta, porque son la hojarasca de un árbol
que hunde sus raíces en la genialidad y se desprenden de un tronco sólido,
firme, robusto, en cuya corteza dejó muchas tardes el toro buena parte del pelo
de su piel.
Tengo entendido que este año el Centro de
Asuntos Taurinos de la Comunidad de Madrid ha preparado un homenaje a Manuel
Benítez “El Cordobés”, al conmemorarse los cuarenta años de su confirmación de
alternativa, seguramente la corrida de mayor expectación que registra la plaza
de Las Ventas en toda su historia. Espero que tanto los organizadores como los
aficionados estén a la altura del acontecimiento. Y espero, también, que
aprovechen la circunstancia para subsanar el “olvido” de ignorar su nombre en
los azulejos que adornan los pasillos interiores de la plaza, en la que figuran
algunos toreros que, sin negarles sus méritos puntuales, y con todos los
respetos, al lado de la gigante figura de El Cordobés no le llegan ni al lazo de las zapatillas.
Supongo que no se habrá hecho antes por miedo
a la reacción reaccionaria de los “puristas”, empecinados ellos en mantener
“ese furor polémico, ejercitado sobre imaginaciones, antojos, personalidades y
hechos consumados; ese placer de disputas y quimeras; aversión a la mesura y
horror a la verdad real” (cito y entrecomillo, de nuevo, a Ramón Pérez de Ayala
y a su ensayo “Política y toros”). Los políticos, ya se sabe, se muestran
timoratos ante los reaccionarios, receptores estos –creen ellos— de esa verdad.
¡Ah, la verdad! Cuán difícil es encontrarla, y
menos cuando se juzga el hecho que protagonizan un ser racional y otro irracional,
enfrentados en la soledad del ruedo. Ni siquiera Juan de Mairena, el personaje
creado por Antonio Machado, fue capaz de encontrar su discernimiento.
– La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su
porquero.
– Agamenón: Conforme.
– El porquero: No me convence.
Y en esas estamos.
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