FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Conozco a Victorino desde el año de la “pera”,
contando que la tal “pera” sea finales de los 60, cuando andaba yo por Madrid
tratando de graduarme en la Universidad y, al propio tiempo, haciendo escarceos
por las redacciones de las revistas taurinas del momento, prestando
colaboraciones escritas y trabajos de dibujos de la escena taurina, con las
plumillas y la tinta china de aquél entonces. En cualquier caso, me complace
dejar constancia de que el primer ganadero de bravo que me eché a la cara fue
un tal Victorino Martín Andrés, de Galapagar, nuevo en esta plaza.
Cuando digo plaza, no me refiero a la de toros
de Las Ventas, sino a la plaza de Madrid, como ciudad, o sea, como
emplazamiento a conquistar por la pléyade de aguerridos conquistadores que
arribábamos a la capital de la nación para abrirnos caminos y buscar
porvenires. Tal como ahora, más o menos. Lo que pasa es que a Victorino,
propiamente, yo no lo conocí en el Madrid cosmopolita y absorbente de la gran
urbe, sino en ese entorno entre romántico, típico y soñador que llaman “los
madriles”. Los llamados “madriles” –plural–, son por tanto, varios. Y
variopintos, según el gremio que los frecuente. Los “madriles” taurinos se
acotaban en un área comprendida entre la plaza de Santa Ana, la calle del
Príncipe, Echegaray, de La Victoria y de la Cruz, con sus correspondientes
extensiones aledañas. Allí estaban las taquillas de las plazas de toros de Las
Ventas y Vista Alegre, y por allí se “taurineaba” a todas horas, tanto en los
baretos repletos de estampas taurinas como en la mismísima intemperie. Y por
allí barzoneábamos Victorino y el que suscribe, cada cual con nuestros azares a
cuestas.
Hago estas referencias sin ningún afán
melancólico, sino como simple dato estadístico, como ubicación de un contacto o
cercanía de un conocimiento. Victorino, el hombre, andaba en eso de dar a
conocer un pequeño grupo de toros, procedentes de la ganadería de Albaserrada,
que había reunido en el pedregal de su finquita galapagueña. Trataba de
colocarlos en unos años duros para él, por el costoso desembolso que había
realizado y los avatares negativos que hubo de afrontar. Aquellos “pavos”
tenían, lógicamente, un aspecto pavoroso: cárdenos rematados de carne,
cinqueños, de mirada agresiva y cornamentas buidas. Recuerdo muy bien cómo los
retrató para el periódico Nuevo Diario y los ofreció gratis (más otras
donaciones por demás generosas) a las figuras del momento, El Cordobés y Palomo
Linares, que pleiteaban en el sanisidro del 68 por una corrida de Galache. ¡Qué listo, Victorino! Armó un
considerable revuelo y aquél insólito ofrecimiento despertó la atención de los
aficionados de Madrid hacia una ganadería de abolengo indiscutible, en trance
de desaparición, que estaba rearmando –en el más amplio sentido de la palabra—
un “paleto” del alfoz capitalino.
En más de una ocasión he dejado escrito que
Victorino es el ganadero de bravo más importante de la última centuria. Y lo
repito. Lo recalco. Espigando en el elenco de criadores de bravo no encuentro
ejemplo que se le sirva de parangón. Nadie como él más comprometido con
elemento base de la Fiesta, ni con más afición, más devoción y más ilusión por
emplearse a fondo en la búsqueda de la esencia del toro de lidia: la bravura.
¿Tiene o no tiene mérito este hombre?
Subrayo la palabra “mérito” para entrar en consonancia con la reciente noticia que
anuncia la concesión de la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes al
ganadero de reses bravas Victorino Martín Andrés. No es pionero entre los de su
estatus, puesto que Álvaro Domecq y Díez ya la recibió en 1999, pero,
ciertamente, don Álvaro heredó una vacada de reses bravas de nobilísimo
abolengo, si bien se hizo acreedor de la Medalla por sus múltiples aportaciones
a la Fiesta, criando toros y haciendo novedosos ensayos de ingeniería genética
o criando y montando caballos dentro y fuera de las Plazas. Victorino, en
cambio, solo puede presentar una hoja de servicios que comienza de cero y llega
al infinito, en lo que a popularidad y prestigio se refiere, gracias
exclusivamente a su empeño, empleando este vocablo tanto en su acepción de
deseo vehemente por alcanzar un objetivo como en la de endeudarse –él y su
familia directa—hasta las cejas para culminar una ilusión. “Empeño y trabajo”,
ese podría ser el secreto y el lema de un ganadero que ha logrado alcanzar la
categoría de histórico.
A tenor de lo que de forma tan prolija acabo
de exponer, es obvio que he experimentado una profunda satisfacción y gran
alegría por la Medalla que el Rey de España le entregará este año al rey de los
criadores de bravo por antonomasia. ¡Quién
nos lo iba a decir antaño maricastaño, cuando íbamos a Cayango, La Oreja de
Oro, Los Motivos, Sol y Sombra u otras estaciones de obligada parada en aquél
beatífico vía crucis, alternándonos en
el pago las rondas de vinos mientras nos confidenciábamos unos anhelos tan
reales y tan diferentes!
Qué Mérito, con mayúscula, tiene Victorino. Y
qué Arte, también con mayúscula, porque el arte del toreo sin el arte de criar
el toro bravo y encastado se aleja de su propia realidad. ¿Cabe, pues, mayor acierto y justicia en la
distinción que se le otorga?
Mientras sigan saliendo del campo bravo español
esos toros cárdenos, de cuernos duros y brillantes como la cera, mirada
agresiva, patas de acero y sangre alborotada, tenemos Fiesta para rato. Mientras
Victorino –o su hijo homónimo, que tiene criterio sintonizado– siga entre
nosotros, una baza importante del provenir estará a salvo.
Cómo me gustaría volver a rememorar aquellos
recorridos por los “madriles” de mi
alma con Victorino al lado, huroneando en aquellos cenáculos del taurinismo y
metiéndonos para el cuerpo los pinchos quemones de morcilla de la Oreja de Oro
o el atún con mayonesa de Los Motivos. Sería el momento adecuado, porque hay
motivo.
Esta ronda, la pago yo.
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