viernes, 11 de abril de 2014

LA FIRMA INVITADA: Victorino: qué Mérito y qué Arte

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

Conozco a Victorino desde el año de la “pera”, contando que la tal “pera” sea finales de los 60, cuando andaba yo por Madrid tratando de graduarme en la Universidad y, al propio tiempo, haciendo escarceos por las redacciones de las revistas taurinas del momento, prestando colaboraciones escritas y trabajos de dibujos de la escena taurina, con las plumillas y la tinta china de aquél entonces. En cualquier caso, me complace dejar constancia de que el primer ganadero de bravo que me eché a la cara fue un tal Victorino Martín Andrés, de Galapagar, nuevo en esta plaza.

Cuando digo plaza, no me refiero a la de toros de Las Ventas, sino a la plaza de Madrid, como ciudad, o sea, como emplazamiento a conquistar por la pléyade de aguerridos conquistadores que arribábamos a la capital de la nación para abrirnos caminos y buscar porvenires. Tal como ahora, más o menos. Lo que pasa es que a Victorino, propiamente, yo no lo conocí en el Madrid cosmopolita y absorbente de la gran urbe, sino en ese entorno entre romántico, típico y soñador que llaman “los madriles”. Los llamados “madriles” –plural–, son por tanto, varios. Y variopintos, según el gremio que los frecuente. Los “madriles” taurinos se acotaban en un área comprendida entre la plaza de Santa Ana, la calle del Príncipe, Echegaray, de La Victoria y de la Cruz, con sus correspondientes extensiones aledañas. Allí estaban las taquillas de las plazas de toros de Las Ventas y Vista Alegre, y por allí se “taurineaba” a todas horas, tanto en los baretos repletos de estampas taurinas como en la mismísima intemperie. Y por allí barzoneábamos Victorino y el que suscribe, cada cual con nuestros azares a cuestas.

Hago estas referencias sin ningún afán melancólico, sino como simple dato estadístico, como ubicación de un contacto o cercanía de un conocimiento. Victorino, el hombre, andaba en eso de dar a conocer un pequeño grupo de toros, procedentes de la ganadería de Albaserrada, que había reunido en el pedregal de su finquita galapagueña. Trataba de colocarlos en unos años duros para él, por el costoso desembolso que había realizado y los avatares negativos que hubo de afrontar. Aquellos “pavos” tenían, lógicamente, un aspecto pavoroso: cárdenos rematados de carne, cinqueños, de mirada agresiva y cornamentas buidas. Recuerdo muy bien cómo los retrató para el periódico Nuevo Diario y los ofreció gratis (más otras donaciones por demás generosas) a las figuras del momento, El Cordobés y Palomo Linares, que pleiteaban en el sanisidro del 68 por una corrida de Galache. ¡Qué listo, Victorino! Armó un considerable revuelo y aquél insólito ofrecimiento despertó la atención de los aficionados de Madrid hacia una ganadería de abolengo indiscutible, en trance de desaparición, que estaba rearmando –en el más amplio sentido de la palabra— un “paleto” del alfoz capitalino.

En más de una ocasión he dejado escrito que Victorino es el ganadero de bravo más importante de la última centuria. Y lo repito. Lo recalco. Espigando en el elenco de criadores de bravo no encuentro ejemplo que se le sirva de parangón. Nadie como él más comprometido con elemento base de la Fiesta, ni con más afición, más devoción y más ilusión por emplearse a fondo en la búsqueda de la esencia del toro de lidia: la bravura. ¿Tiene o no tiene mérito este hombre?

Subrayo la palabra “mérito” para entrar en consonancia con la reciente noticia que anuncia la concesión de la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes al ganadero de reses bravas Victorino Martín Andrés. No es pionero entre los de su estatus, puesto que Álvaro Domecq y Díez ya la recibió en 1999, pero, ciertamente, don Álvaro heredó una vacada de reses bravas de nobilísimo abolengo, si bien se hizo acreedor de la Medalla por sus múltiples aportaciones a la Fiesta, criando toros y haciendo novedosos ensayos de ingeniería genética o criando y montando caballos dentro y fuera de las Plazas. Victorino, en cambio, solo puede presentar una hoja de servicios que comienza de cero y llega al infinito, en lo que a popularidad y prestigio se refiere, gracias exclusivamente a su empeño, empleando este vocablo tanto en su acepción de deseo vehemente por alcanzar un objetivo como en la de endeudarse –él y su familia directa—hasta las cejas para culminar una ilusión. “Empeño y trabajo”, ese podría ser el secreto y el lema de un ganadero que ha logrado alcanzar la categoría de histórico.

A tenor de lo que de forma tan prolija acabo de exponer, es obvio que he experimentado una profunda satisfacción y gran alegría por la Medalla que el Rey de España le entregará este año al rey de los criadores de bravo por antonomasia. ¡Quién nos lo iba a decir antaño maricastaño, cuando íbamos a Cayango, La Oreja de Oro, Los Motivos, Sol y Sombra u otras estaciones de obligada parada en aquél beatífico vía crucis,  alternándonos en el pago las rondas de vinos mientras nos confidenciábamos unos anhelos tan reales y tan diferentes!

Qué Mérito, con mayúscula, tiene Victorino. Y qué Arte, también con mayúscula, porque el arte del toreo sin el arte de criar el toro bravo y encastado se aleja de su propia realidad.  ¿Cabe, pues, mayor acierto y justicia en la distinción que se le otorga?

Mientras sigan saliendo del campo bravo español esos toros cárdenos, de cuernos duros y brillantes como la cera, mirada agresiva, patas de acero y sangre alborotada, tenemos Fiesta para rato. Mientras Victorino –o su hijo homónimo, que tiene criterio sintonizado– siga entre nosotros, una baza importante del provenir estará a salvo.

Cómo me gustaría volver a rememorar aquellos recorridos por los “madriles” de mi alma con Victorino al lado, huroneando en aquellos cenáculos del taurinismo y metiéndonos para el cuerpo los pinchos quemones de morcilla de la Oreja de Oro o el atún con mayonesa de Los Motivos. Sería el momento adecuado, porque hay motivo.

Esta ronda, la pago yo.

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