FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Preámbulo: Me pongo en la piel de la familia
de Carlos Parra y toda pena me parecería poca frente al dolor causado.
No voy, por tanto, a eximir de culpa a quien ha sido juzgado y condenado por un
delito con resultado de muerte. Accidental, es decir, no pretendida, pero
muerte al fin y al cabo. Un respeto. Palabras mayores. Epílogo: los errores,
los delitos o los actos reprobables, cuando están certificados por una palmaria
certidumbre, han de tener, inexorablemente, su carga de responsabilidad en
forma de condena. El que la hace, que la pague. Así es, si así os parece;
aunque no siempre parece que así sea, y menos en este país.
Los hechos son sobradamente conocidos: el
torero José Ortega Cano fue condenado por la justicia española a la pena
de dos años, seis meses y un día –a más de otras sanciones dinerarias de
diversa cuantía— al ser declarado culpable de un delito cometido la noche del
28 de mayo de 2011, cuando provocó un accidente de tráfico que ocasionó la
muerte de Carlos Parra, ocupante del vehículo contra el que colisionó el
conducido por el torero. No han valido pruebas y contrapruebas, recursos y
peticiones de indulto. Cárcel. No hay más que hablar.
He visto las imagenes de José llegando
al centro penitenciario de Zuera, una localidad levantada a orillas del
Gállego, en la carretera que enlaza Zaragoza y Huesca, rodeado de micrófonos
que solo captarán la voz del periodista que interpela, más que pregunta, a
sabiendas de que no va obtener respuesta. Ha salido en todas las sobremesas y
tardes de televisión la imagen de un torero con el rostro cuarteado por tantos
y tan duros avatares vividos en apenas un lustro, unas gafas negras oficiando
de antifaz (¿para qué, José, si tú siempre has dado la cara, incluso en
momentos mucho más dramáticos?), con el pelo ya absolutamente blanco por mor de
los miedos y fatigas –los toreros encanecen en seguida— que ha tenido que
afrontar y vencer en su azarosa vida.
Debo confesarlo: me produce una sensación de
extraña congoja contemplar la situación a que ha llegado un hombre y un torero
como José Ortega Cano, uno de los toreros más importantes de su generación
y un hombre extremadamente generoso y confiado, de una tremenda sensibilidad.
Más bueno que el pan. Una bonhomía que, créanme, no merecía tanta desdicha
encadenada, tantos acontecimientos negativos en cascada, un alud de
contrariedades que han precipitado y acelerado el desmoronamiento de su
personalidad. Últimamente, Ortega Cano tenía muy tocados, alterados, sus
resortes psicosomáticos, pero no por ello había perdido el poso que le acredita
como “buena gente”. La muerte
de Rocío le traumatizó, la escasa rentabilidad –cuando no ruinosa— de
sus negocios extrataurinos le causó decepciones tremendas, algunas afectas a
sus más directos allegados, la difícil convivencia con uno de los hijos
adoptivos le llenó de desasosiego, su progresivo deterioro profesional
–derivado de la implacable servidumbre de la edad— le llevó a puntuales estados
depresivos y, en fin, la tragedia que provocó aquella noche en la carretera de
Sevilla a Castilblanco acabó por definir la silueta del negro y resabiado toro
de la fatalidad que no ha sido capaz de descabellar. Se lo han echado al corral.
Todas estas circunstancias –insisto– no pueden
servir de atenuante cuando hay una muerte de por medio; pero déjenme que me
manifieste públicamente admirador de un torero y amigo de un hombre. Un hombre
que es reo de su propio Destino. Todos lo somos, aunque habrá de reconocerse
que la negritud se ha cebado con el de José Ortega Cano.
Soy consciente de que la familia de Carlos
Parra, si leyere los párrafos anteriores, responderá con toda la cargazón
de razones que para ello tiene que para negritud, la suya: la que ha teñido de
luto una injustificable temeridad. No seré yo quien le niegue su razón y su
derecho. Entiendo que un dolor tan grande no pueda admitir ni un solo paño
caliente. No es esa mi intención. Solo apelo a mi otro derecho: el de mantener
incólumes mis afectos, cualesquiera que sea la situación a que se ha visto
abocado el afectado.
José Ortega Cano
ya está encarcelado. En la prevención. En el trullo. En el talego. Para la
Justicia, el lugar que le pertenece. Para José es, sin lugar a dudas, la
culminación de una pesadilla. Cuando lo onírico se aparece tenebroso, pueden
ocurrir cosas como estas: despertarse entre rejas. Dice la letra del tango de Gardel
que “un tropezón cualquiera da en la vida
y el corazón aprende así a vivir”.
En su celda de la cárcel de Zuera, el corazón
de Ortega Cano va a tener que acostumbrarse a nuevas sensaciones. Un
corazón torero y humano, creo, demasiado castigado y muy afligido; pero un
corazón muy grande.
No hay comentarios:
Publicar un comentario