FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Según
mi padre, el año 14 del pasado siglo fue el “año del hielo”. Lo repetía con
frecuencia, probablemente, por transmisión oral de los adagios de mi abuelo, al
que no alcancé. Los adagios castellanos, ya se sabe, son sabios y certeros, y
aquél 1914, además de servir de espoleta para el estallido de la Primera Guerra
Mundial, debió ser catastrófico para el campesinado de la alta meseta, al
prolongarse los fríos y las heladas hasta bien entrada la primavera, con lo
cual dejó yerma la tierra y tiesa la faltriquera donde embolsaban su peculio
las buenas gentes de pan llevar, entre las que se hallaba mi abuelo Agustín.
Exactamente
un siglo después de que estrenara calendario el que fuera año helador de tierras en España y de sangres
en buena parte del resto del mundo, el
nieto póstumo de aquél labriego de Santa Eufemia del Arroyo se coloca frente a
la pantalla del ordenador con un doble y ferviente deseo: que la sensatez se
imponga a la ambición de poder y se aleje de inmovilismos e involuciones y que
la concordia abra sus brazos a un próspero futuro.
La
doble demanda acoge de forma global tanto a mis conciudadanos españoles
–principalmente a la clase política que nos gobierna—como a los filotaurinos
que se esparcen por la geografía de esta parte meridional del continente
europeo y por la muy numerosa de ultramar que se acota en las Américas.
Tomando
conciencia de que la primera cuestión no es sino una prosaica declaración de
intenciones, me pete hacer hincapié en la segunda, precisamente, porque soy
consciente de lo que nos jugamos en este 2014 que apenas acaba de estrenar su
primer pañal. Este va a ser un año decisivo para el devenir de la Tauromaquia,
porque de lo que durante su transcurso se ventile, va a depender que se llene
de clarificación o de incertidumbre. Tenemos nada menos que un Plan Nacional
para instalar a la fiesta de los toros en el vehículo del progreso, un Plan de
reactivación apoyado e impulsado por el compromiso sin precedentes de los
poderes del Estado, que habrán de apoyarla, fomentarla y protegerla por la
riqueza patrimonial y cultural que representa. Tenemos, pues, algo que siempre
ha despertado demandas y clamores, más o menos envueltos en un añejo
plañiderismo. Ahora, la respuesta está en la otra orilla, en la de los
directamente implicados, los profesionales de la actividad taurina. De ellos se
espera una respuesta sensata, concreta, acorde con las circunstancias actuales,
y, en consecuencia, una actitud de máxima responsabilidad, repartida según los
niveles de atribución, retribución y solvencia que a cada cual correspondiere.
¿Y
los aficionados? ¿Qué pintamos en todo esto?, dirán algunos. Mucho. Son, a fin
de cuentas, quienes habrán de sostener el remozamiento de la Fiesta que se
avecina, su puesta al día, y, al propio tiempo, de avizorar que no se pierda un
ápice de sus valores inmarcesibles: la emoción y la integridad. Todo ello sin
demagogias, evocaciones trasnochadas, tópicos resobados y lugares comunes de
ignota procedencia.
Cualquier
tiempo pasado no fue mejor. Fue distinto. Fíjense en los dos “catorces” que se
distancian cien años. El del siglo XX, fue el “año del hielo” y de la Gran
Guerra, pero también, en España, el año en que alborea la llamada Edad de Oro
del Toreo, la nueva instrucción de las suertes de torear, el nacimiento del
arte del toreo en su concepción más excelsa. El del siglo XXI pude ser, por qué
no, el del impulso definitivo de la Tauromaquia como Bien Cultural Inmaterial,
refractado por leyes y avalado por una perfección artística de incomparable
belleza. ¿Pero, y el toro? También lo tenemos, no se preocupen. Es cuestión de
recuperarlo y de entenderlo, sin resabios ni prejuicios.
Por
todo ello, he querido aguardar a que despertara este 2014 para hacer la
invocación precedente, ilustrándola –sin que ello sirva de precedente– con un breve y somero detalle gráfico, en forma
de apunte taurino, sirviéndome de la muy conocida imagen del gran transgresor y
“culpable” del advenimiento del toreo contemporáneo. Es la postal –christma, si
ustedes quieren– que he querido pergeñar
y extraer de mi exiguo acervo como aficionado a meterme en la camisa de once
varas del inveterado dibujo a plumilla y que me ha servido este año para
felicitar la Navidad y el Año Nuevo a un no menos exiguo cupo de allegados a
quienes debo un afecto muy especial. Hoy, a través de esta página y tomando
como lema la leyenda bíblica del Portal, lo hago extensivo a todos los hombres
(y mujeres, ¡por Dios!) de buena voluntad que crean firmemente en la
conveniencia de que éste que arranca lluvioso sea el “año del deshielo”, del
acercamiento de posturas, del reconocimiento de valores, del destierro de
cerrilidades y del advenimiento del sentido común. A este catorce habremos de
citarle sin titubeos ni aditamentos superfluos. En corto y por derecho. Como
Belmonte.
Un gran año para tí, admirado amigo, pero que en uno de esos 365 días esté incluido uno en el que pueda pegarte un abrazo lleno de afecto en el que pueda expresarte mi sincera amistad. EL VITO, desde Caracas.
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