ANTONIO LORCA
SEVILLA.- Con Antonio Chenel se ha ido un referente del arte del toreo. Ha muerto el hombre, pero permanecerá para siempre su legado, un aluvión de inmensa torería, fraguado en casi 50 años de vida activa, salpicada de idas y venidas, triunfos y fracasos, cogidas y lesiones, olvidos puntuales y afectos eternos.
Ha desaparecido un genio del toreo, con esa cara surcada de timidez y abulia, con esa imagen constante de derrotado, con esa ronquera inaudible por tantas cosechas de tabaco consumido, con ese cuerpo ya espeso por el peso de los años; como si Antoñete -el viejo torero del mechón blanco- nunca hubiera sido joven, un torero esplendoroso y único, cuajado de virtudes, y salpicado por los difíciles e intrincados avatares de la vida, tantas veces dado por muerto y revivido en gloria para sí mismo y para la fiesta.
Con Antoñete desaparece una enciclopedia taurina, en la que figuran algunas de las más bellas páginas de un artista iconoclasta, heterodoxo y clásico, contradictorio y fiel a un tiempo a sus circunstancias, reconocido y venerado por los amantes más exigentes de la tauromaquia.
Ha quedado para la historia aquella faena a 'Atrevido', el toro ensabanao de Osborne, con el que se fundió en una sinfonía derrochadora de arte aquel inolvidable 15 de mayo de 1966 en la plaza de Las Ventas. Pero Antoñete ha sido más, mucho más, y ha regado con su técnica torera los ruedos de España y América, en los que, entre rotura de huesos, decaídas emocionales, olvidos empresariales, retiradas por ausencia de contratos y vueltas por necesidad económica, ha fraguado una larga e inmensa biografía taurina de la que quedan destellos artísticos inolvidables, recuerdos imperecederos y, siempre, siempre, la solemnidad de un torero de los pies a la cabeza.
Ahora volverá a su casa, a la plaza de Las Ventas, donde la afición, agradecida y emocionada, le rendirá el honor que merecen los artistas heroicos; y allí, el ruedo y las paredes quedarán impregnados del espíritu de una figura excepcional; del viejo torero sorprendente, callado y silencioso, de pocas y contundentes sentencias, entronizado ya en los altares de la tauromaquia.
Antonio Chenel Albadalejo nació en Madrid el 24 de junio de 1932, en el seno de una familia humilde, y la casualidad quiso que a los siete años, recién acabada la guerra civil, se fuera a vivir a la plaza de Las Ventas, donde su cuñado, Paco Parejo, era mayoral. Allí, el niño jugó al toro, conoció a toreros, asistió a sus entrenamientos y conoció las primeras lecciones de una profesión que hizo suya.
Se vistió por vez primera de luces en 1949, con los charros mexicanos, participó en el Bombero Torero, y debutó con caballos en Barcelona en 1951. Al año siguiente se presentó en Las Ventas, y en 1953, el 8 de marzo, tomó la alternativa en Castellón, apadrinado por Julio Aparicio y Pedrés como testigo, ante toros de Francisco Chica.
Nacía un torero, quedaban atrás sus pinitos como botones y pintor, entre otros oficios para hacer frente a las dificultades de la época, y el 13 de mayo del mismo año confirmaba su alternativa en Madrid de la mano de Rafael Ortega y bajo la mirada testifical de Aparicio.
Comenzaba entonces una historia personal y taurina singular. Pronto se granjeó Antoñete una fama de hombre de vida ajetreada, amante de la noche y de la fiesta, lo que unido a su escasa regularidad como torero, hizo que su carreras estuviera cuajada de idas y venidas que desanimaron a los aficionados.
Así, desde los años 1959 a 1975 protagoniza varias retiradas momentáneas, y el 7 de septiembre se despide oficialmente del toreo en Madrid, donde su cuñado le corta la coleta. Tiempo después, un festival en la venezolana Isla Margarita le devuelve la ilusión, y reaparece en España en 1981. Pero vuelva a escapar de la profesión en el 85; y vuelve dos años más tarde, y otra retirada en el 97 y la definitiva en 2001. Y muchas cogidas y huesos rotos, y la vida familiar dificultosa, con seis hijos en el mundo, y muchas necesidades económicas.
En 1987, en una de sus incontables vueltas a los toros, reconocía en estas páginas a Joaquín Vidal que volvía porque necesitaba dinero, y analizaba así su mala fama: "No me lo explico, pues hago una vida sencillísima: el campo, alguna partidita de mus con los amigos, y el alcohol ni lo pruebo. Sin embargo es cierto que comentan eso. Hasta mi hermana me suelta a veces: 'Que anoche te vieron con dos y llevabas una tajada como un piano'. Y resulta que ni había salido de casa. Pero esta fama no es de ahora ya de joven decían: 'Menudo golferas es Antoñete'. Lo que ocurría era que si, por ejemplo, se trataba del cabaret, a mi me daba lo mismo ir a una hora que otra y en cambio muchos compañeros míos iban a punto de cerrar, con un misterio y una cosa, para que no los viera nadie".
Sea como fuere, esa leyenda le ha acompañado siempre, al igual que sus condiciones personales como figura del toreo.
En uno de esos momentos de oscuridad profesional, allá por el año 1965, consiguió un triunfo de puerta grande en Madrid en plena canícula de agosto. Aquello le valió entrar el 15 de mayo del año siguiente en los carteles de San Isidro; fue entonces cuando se produjo el milagro de 'Atrevido', y Antoñete se alzó como la gran figura que, desde entonces, nadie le ha podido negar.
Antes de su retirada en 1985, protagonizó una memorable faena en la Real Maestranza, en un cartel en el que estuvo acompañado por Curro Romero y Rafael de Paula, y ese mismo año volvió a encandilar a su plaza madrileña con otra faena mítica, el 7 de junio, ante un toro de Garzón, al que cortó las dos orejas. Fue entonces, dos meses más tarde, cuando asistió a la muerte de José Cubero Yiyo en la plaza de Colmenar, y al día siguiente resultó herido en la feria de Almería. El 30 de septiembre decía adiós en Las Ventas, de la que salió a hombros sin cortar trofeos.
Pero la rúbrica final llegó el 1º de julio de 2001 en Burgos. Allí se acabó el torear y el fumar. Tenía Antoñete 69 años, y, tras entrar a matar a su primer toro, sufrió un desvanecimiento a causa de su muy mermada capacidad respiratoria. Y hasta ayer.
Desde el año 86 vivió en el campo, rodeado de animales, junto a un nuevo amor y un hijo al que bautizó en la capilla de Las Ventas. Se confesaba admirador de Manolete, Domingo Ortega, Antonio Bienvenida, Marcial Lalanda, Pepe Luis Vázquez y Rafael Ortega. Y de los de ahora, Morante y Enrique Ponce.
Se apagó la voz ronca del maestro Antoñete. Ya no volverán sus sentencias al Plus, donde durante tantos años ha dado breves y profundas lecciones de tauromaquia.
Quede como recuerdo una frase del maestro: 'Todos los toreros morimos soñando que vamos a volver a torear, porque nos llevamos a la tumba la faena perfecta'. / Diario El País de España