Ha muerto Diego Valor. En entrega y ambición de triunfo no le ganó nadie. Lo vi debutar de novillero en una nocturna de Las Arenas de Barcelona, acompañado por Marqueño y Juan Vila. Enfundado en un ajado vestido verde con bordados negros, seguramente alquilado, lanzó su primer “quiquiriquí” de gallo de pelea. Aquello fue una revolución. Comenzaba a dar verónicas en tablas y llegaba al centro del ruedo para rematar con tres chicuelinas de espanto. Luego con la muleta, le importaba un bledo que el novillo embistiera de un modo u otro, que él le ganaba terreno a cada muletazo pasándoselo angustiosamente por la faja. Luego, con la espada se volcaba en el morrillo sin importarle que los pitones le arrancaran la pechera de la camisola. Cortó las orejas y los rabos a los dos novillos de su lote y además se hartó de hacer quites siempre que tuvo ocasión. Era incansable. A las dos de la mañana, quien ya sería para siempre Diego Valor, marchaba en hombros por la Gran Vía hasta el modesto hotel de Las Ramblas donde se hospedaba.
Desde esa noche fue el ojito derecho del abuelo Balañá, que sabía muy bien donde había un torero de postín apenas desplegaba el capote. Diego se convirtió en torero de Barcelona, y de Las Arenas pasó a La Monumental donde repitió triunfo en cada actuación. De Barcelona salió catapultado. En la Ciudad Condal compitió muchas tardes con Paco Camino, con el que enseguida hizo una gran amistad. Juntos, ya de matadores de toros, llenaban cada tarde el coliseo de la calle de Marina, en cuyo ruedo escribieron muchas páginas gloriosas. Puerta era un peligro para cualquier torero, porque su valor era inagotable y las cornadas (más de cincuenta) no hicieron nunca mella en su ánimo.
Su corazón ha dejado de latir, pero Diego será inmortal en las páginas de la historia del toreo, y su nombre y su imagen chispeante permanecerán para siempre en el recuerdo de quienes tantas tardes lo vimos jugarse la femoral en los ruedos. La última vez que hablé con él fue en la puerta del Hotel Colón de Sevillla, donde estaba esperándole Fermín Murillo, gran amigo suyo, también ya en el palco de la Gloria donde viven su eternidad los toreos buenos. Seguía siendo un cascabel. Su alegría era contagiosa. ¡Qué tiempos! Con dos como él se acababa la crisis actual del toreo… / Paco Mora – Revista Aplausos
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