CARLOS RUIZ
VILLASUZO
MUNDOTORO
Qué bien cabrona es la muerte, qué audaz maligna,
qué embaucadora hacia la tragedia. Qué jodida es. Pero no porque nos mata a
nosotros. Lo es porque mata a quienes amamos o queremos. Y, a cierta edad,
quién no tiene, al menos, un muerto de esos. Afortunadamente, la podemos
burlar: tenemos al año un mínimo de trescientos sesenta y cinco días para
recordarlos. Con sus días y sus minutos. Ahí, en ese lugar superior de la
memoria que es el recuerdo, andan vivos, inmortales que nos susurran, nos
hablan, nos sonríen, nos abrazan, nos perdonan, nos dejan de fumar y gastar
mucho dinero en libros y en toros.
Yo no le tengo rencor a la muerte a pesar de tener
ya algunos muertos en propiedad. Trato de usar los días para aprender de ellos
esto: cuando uno muere, sólo la parte mortal es la muerta. A salvo queda su
principio vital. Sana y salva de su muerte queda su inmortalidad: lo que pensó,
lo que hizo, lo que toreó, lo que escribió, lo que quiso, lo que creó. Eso de
que la inmortalidad es esa cosa que nos hace mantener el cuerpo de forma
absoluta en el tiempo del mundo es una gilipollez. Desde que el ser humano
pensó que la inmortalidad era la duración del cuerpo, la cagamos.
En el entierro de un torero muerto no hay ataúd que pueda
enterrar ese lance que fue de boca en boca, esa tarde de frontera que fue de
voz en voz. No es un consuelo sino una natural visión de la muerte: que es la
vida.
Cuando yo muera no se va a morir este artículo.
Quizá habrá alguien que lo lea, lo piense y crea en él. Y quizá lo hable a
otros y estos otros, de alguna forma, lo hablen a otros. En mi cierto entierro
no habrá ataúd ni urna que entierre lo que siento. En el entierro de un torero
muerto no hay ataúd que pueda enterrar ese lance que fue de boca en boca, esa
tarde de frontera que fue de voz en voz. No es un consuelo sino una natural
visión de la muerte: que es la vida. Morir no es otra cosa que una fase de la
vida.
¿Cuándo hicimos de la sociedad y sus relaciones
humanas una vida sin muerte, una vida con la muerte escondida, robada de la
vida? ¿Cuándo hicimos de la vida un tabú de la muerte? Cuando el ser humano
decidió que el progreso, la tecnología, el bienestar y el negocio y la
estabilidad es no pensar en la muerte. Cuando fabricamos relojes de postín para
medir un tiempo distinto al nuestro. Qué paradoja inservible: un reloj tiene
más tiempo que quien lo lleva en su muñeca. Hasta se hereda. No el tiempo,
claro, sino el reloj.
Una vez decidimos no agitar las aguas del tiempo
caduco por ser tiempo humano. No fuera a ser que la poesía, la literatura, el
toreo y las Artes en mayúscula agitaran el alma del ser humano y se
interrogara, y pusiera en tela de juicio ideas, dinero, gobiernos, estructuras,
éxitos. Este país, con más de diez muertos por suicidio al día, diez cada día,
devanea su tiempo en cosas como la de ocultar esa realidad. Una obscenidad que
intenta ocultar nuestro fracaso: el fracaso del ser humano con el ser humano.
Si yo fuera perro. El perro más perro y más
mascota y mejor cuidado y besado, no escribiría así de la muerte. Primero,
porque no sabría escribir, evidente. Pero sobre todo porque si soy perro no
poseo transcendencia de muerte. Esa que me hace afirmar que, coño, qué bien
cabrona es la muerte: se lleva a uno que quiero, a ese al que amo. Por mucho
que los amos dueños de mascotas finjan con su realidad humana alterada que sí,
que muerto su perro algo se rompe en su alma, si fuera perro les diría: no seas
imbécil. ¿Cuándo fue que yo, perro, supe que iba a morir, y que la perra a la
que veo en el parque de paseo iba a morir? ¿Cuándo fue que pensé eso? Nunca.
Por mucho que los amos dueños de mascotas finjan con su
realidad humana alterada que sí, que muerto su perro algo se rompe en su alma,
si fuera perro les diría: no seas imbécil.
¿Cuándo busqué medicina para ella si estaba
enferma, cuándo añore una puesta de sol a su lado, cuándo fue que leímos juntos
un libro, cuándo fue que le eche de menos en un paseíllo de albero, cuándo fue
que fue insustituible por otra perra con otro collar pero el mismo nombre?
Jamás. Si fuera perro le diría a mi amo que deje de fingir sus carencias. Que
no pretenda la transcendencia que no poseo por la única razón de que él es un
ser humano fallido. Un ser humano en fracaso.
Este ser humano en fracaso, incompleto y errado
que ve el toreo un nada de sólo sangre y barbarie. Que quiere que desaparezca
porque en este tiempo que nos toca, es la última actividad del hombre donde la
muerte es la vida y la vida es vida porque es muerte. Y de estos asuntos de
vida y de muerte, de estos humanos asuntos únicos no trata un programa político,
un debate de tv, unas elecciones o un talón de rico.
Yo tengo ya algunos muertos míos. De mi propiedad.
Sí. En la ilustración de este artículo hay muertos que son míos. Los comparto,
claro. Amistad, querer, amar, sentir, se comparte. Sus familiares los comparten
con los que quieran recordarlos. Si fuera un perro no podría ni compartirlos ni
tenerlos como míos. Si fuera perro no podría decir que cuanto de cabrona es la
muerte que no me muere a mí hasta ahora, sino que se ha muerto a varios a los
que quería y que me faltan y que nos faltan.
Recordarlos es hacerlos sanos y salvos a la
muerte. Tenemos todos los días de año para hacerlo. Y si se nos olvidan,
tenemos el día de Todos los Santos, el día de todos los Muertos, el día de
Difuntos, el Día de Muertos. Un día en el que, si acaso somos olvidadizos o nos
hicimos perro por arte de mala magia, nos trae a la memoria que la vida es vida
porque es muerte. Y que debemos recordarlos: a nuestros toreros muertos, a
nuestros amigos muertos, a nuestras gentes muertas. Y que nos haga pensar que
el toreo es toreo porque puede ser muerte.
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