FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
La ceremonia de alternativa del diestro mexicano
José María Hermosillo ha desempolvado el viejo tema de la ceremonia, del ritual
o protocolo que se ha de seguir en el acto de proclamar pública y solemnemente
la conversión de un torero neófito en un miembro más de la suprema categoría de
“matador de toros”, titulación ésta que desde hace años trae consigo un cierto
rechazo en su fonética, al autoproclamar con ella la evidencia de una
profesionalización de la muerte. A estas alturas de la vida, en una sociedad
que se supone cultivada en valores democráticos y culturales, decir que alguien
es “matador de…” no deja de exhalar un
cierto tufillo a naftalina. Pero esa es una cuestión bien proclive a la
polémica, porque en este mundillo nuestro, el de los toros, siempre habrá una
facción de huestes pertrechadas de armas y bagajes para defender lo que
consideran inmarcesible y, por tanto, beligerantes ante cualquier intento de
reformismo. “¡Ya estamos quitando cosas!”, suelen gritar airados.
La cuestión que viene a colación es la citada
ceremonia de investidura, la concesión de la alternativa en el ágora sagrada de
una Plaza de Toros, un acto que dio carácter e imprimió solemnidad al
desarrollo de las corridas ya bien entrado el siglo XIX. Muy antaño, los
toreros que gozaban de especial preponderancia en las funciones taurinas eran
quienes se tocaban con sombrero de piel de castor y picaban a caballo con la
vara larga (varilargueros) o la corta (picadores) a los feroces toros de la
Tauromaquia primigenia, y estaban habilitados para doctorarse entre sí. Se
daban la alternativa unos a otros, entre el general beneplácito, sin que
mediara reglamentación alguna. De hecho, no era menester (por mucho empeño que
pusiera José Daza en su farragosa Cartilla) la rigidez reglamentista de aquella
barahúnda de suertes improvisadas, ejecutadas a salto de mata entre bufidos y
oleadas de unos bueyes supuestamente bravos, que no se sabía bien si eran
embestidas de ataque o huídas intempestivas para procurar la supervivencia.
Las alternativas entre los toreros de a pie,
adquirieron carta de normalidad siguiendo la directrices de los antiguos
toreros de a caballo: eran los propios toreros quienes, de forma puntual y sin
anuncio previo, tenían el “detalle” de ceder la muerte de uno de sus toros a
algún aventajado interviniente en la lidia
que se hallaba entre los empleados en su cuadrilla, bien en calidad de
“media espada” (especie de becario cualificado) o de banderilleros. Tal cesión
era, pues, un acto de generosidad del maestro hacia el discípulo, y a partir de
ahí el subalterno se consideraba apto para participar en funciones de superior
rango.
La historia del toreo nos enseña en qué medida fue
evolucionando este doctorado, pasando de la improvisación a una formalidad
anunciada; pero siempre tomando por protagonistas a dos hombres vestidos de luces:
el llamado padrino y el neófito. El consagrado y el nuevo. Nada más. Era un
acto solemne, generalmente recibido con beneplácito y subrayado con fuertes
ovaciones del público. En el ruedo, los dos únicos protagonistas de la
ceremonia; y de
la misma forma que en la consagración de los oficiantes en la liturgia
cristiana, el neófito tiene opción de elegir por padrino a un Presbítero de
prestigio, también los jóvenes toreros solían pedir la gracia a las figuras del
toreo del momento. De esta concomitancia entre liturgias, el torero que recibía
la alternativa vino a tomar el nombre de “toricantano”, de la misma
forma que al cura que canta misa por primera vez, arropado por un celebrante de
probada celebridad, se le conoce por el de “misacantano”.
Por tanto, las alternativas en el toreo siempre
fueron cosa de dos. El dador y el recibidor. Las estampas gráficas del siglo XX
nos ofrecen esta imagen. No hay ceremonia que admita personajes en su derredor.
Por poner solo dos ejemplos de figuras estelares, se puede ver a Rafael el
Gallo cediendo los trastos a su hermano Joselito y a Chicuelo haciendo lo
propio con Manolete, ambos en la Maestranza de Sevilla. Antonio Pazos y Rafael
Vega, Gitanillo de Triana, que
completaban las ternas respectivas, están en el callejón. Donde tienen que
estar.
Recalco lo anterior porque entiendo que estas
ceremonias precisan y merecen una confidencialidad absoluta. Es un acto que
recoge el mensaje personal del padrino al ahijado en estos menesteres y que
forma parte de la intimidad de ambos. No precisa testigos que pongan la oreja a
una prudente distancia. Testigos somos todos los que allí nos encontramos,
toreros incluidos, pero cada cual alejado del meollo de la cuestión en la
medida correspondeinte.
En mi opinión, lo del testigo comenzó a tomar carta de
naturaleza justamente cuando culminaba la mitad del pasado siglo XX, aquella
tarde de Valencia en que Cagancho diera la alternativa simultáneamente a Julio
Aparicio y Miguel Báez, Litri, el 12 de octubre de 1950. Alguien
debió pensar –quizá el propio gitano de
los ojos verdes– que dada la rareza de
la situación –dos neófitos a doctorar en una misma corrida—era un detalle de
elemental cortesía que los dos polluelos compartieran el parlamento y se
formara corrillo en el ruedo. Lo malo –barrunto— es que la escena de los tres
toreros del cartel reunidos sentó precedente, por las numerosas fotografías
publicadas, al punto de llegar a recogerse en el vigente Reglamento taurino,
sin que se especifique el por qué de la participación de un testigo en las
cercanías de un suceso presenciado por decenas de miles de personas.
Insisto: el testigo es una aportación inesperada,
pero vacua de contenido. Se dirá que da validez a la alternativa con su
testimonio. Para nada. Solo son dos los protagonistas del acto. El resto es
expectación. ¿Acaso no fueron válidas las alternativas anteriormente citadas? Y
que nadie lo compare con la testificación de algunos presentes en las bodas
cristianas. Nada que ver, por razones obvias. Por tanto, el tercero en discordia
no debe inmiscuirse en aquél ritual, porque pudiera darse el caso de que el
mensaje del maestro al discípulo tenga un contenido muy personal y no
transferible. Los ritos, en general, y en Tauromaquia en particular, deben
respetar ese prurito de misterio que da forma a su propia existencia.
En la fotografía que se inserta más arriba se ven
en la Monumental Plaza México a tres toreros reunidos en el tercio del
ruedo y ¡a un rejoneador!, que abre
cartel. La repanocha. Son Antonio Ferrera, el padrino, José María Hermosillo,
el “toricantano”, Leo Valadez, el testigo, digamos, oficial y Diego Ventura,
que abre cartel. Echo en falta al peón
de confianza de Hermosillo y a su mozo de espadas. Por si esto fuera poco, he
sido testigo (no reglamentario, sino inevitable) de cómo mis compañeros de
Televisa suelen colocar micrófonos de corbata a los dos principales
protagonistas de la ceremonia de alternativa o confirmación de la misma, para
hacer público conocimiento de lo que se cuece en aquél reducido conciliábulo,
lo cual, en mi opinión, excede lo estrictamente informativo.
Comprendo que mis compañeros de aquél país,
incluso los de aquí mismo, habrán torcido el gesto al leer el párrafo anterior.
Yo mismo me acuso de haber sido cómplice de alguna que otra invasión de esa
parcela de privacidad, en aras de un supuesto enriquecimiento de la noticia. En
México lo tienen a gala y hay que respetarlo; pero conste que, en mi opinión,
sería bueno que la ceremonia taurina por excelencia, recobre la esencia de la
intimidad, retornando a su lugar de origen y manteniendo la incógnita de lo que
allí se trata: dos toreros y punto. Aunque solo fuera por no prolongar más la
ración de abrazos y contra-abrazos, que se ponen muy pesaditos.
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