domingo, 17 de noviembre de 2019

OBISPO Y ORO: Sobre el ritual del “toricantano”

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

La ceremonia de alternativa del diestro mexicano José María Hermosillo ha desempolvado el viejo tema de la ceremonia, del ritual o protocolo que se ha de seguir en el acto de proclamar pública y solemnemente la conversión de un torero neófito en un miembro más de la suprema categoría de “matador de toros”, titulación ésta que desde hace años trae consigo un cierto rechazo en su fonética, al autoproclamar con ella la evidencia de una profesionalización de la muerte. A estas alturas de la vida, en una sociedad que se supone cultivada en valores democráticos y culturales, decir que alguien es “matador de…”  no deja de exhalar un cierto tufillo a naftalina. Pero esa es una cuestión bien proclive a la polémica, porque en este mundillo nuestro, el de los toros, siempre habrá una facción de huestes pertrechadas de armas y bagajes para defender lo que consideran inmarcesible y, por tanto, beligerantes ante cualquier intento de reformismo. “¡Ya estamos quitando cosas!”, suelen gritar airados.

La cuestión que viene a colación es la citada ceremonia de investidura, la concesión de la alternativa en el ágora sagrada de una Plaza de Toros, un acto que dio carácter e imprimió solemnidad al desarrollo de las corridas ya bien entrado el siglo XIX. Muy antaño, los toreros que gozaban de especial preponderancia en las funciones taurinas eran quienes se tocaban con sombrero de piel de castor y picaban a caballo con la vara larga (varilargueros) o la corta (picadores) a los feroces toros de la Tauromaquia primigenia, y estaban habilitados para doctorarse entre sí. Se daban la alternativa unos a otros, entre el general beneplácito, sin que mediara reglamentación alguna. De hecho, no era menester (por mucho empeño que pusiera José Daza en su farragosa Cartilla) la rigidez reglamentista de aquella barahúnda de suertes improvisadas, ejecutadas a salto de mata entre bufidos y oleadas de unos bueyes supuestamente bravos, que no se sabía bien si eran embestidas de ataque o huídas intempestivas para procurar la supervivencia.

Las alternativas entre los toreros de a pie, adquirieron carta de normalidad siguiendo la directrices de los antiguos toreros de a caballo: eran los propios toreros quienes, de forma puntual y sin anuncio previo, tenían el “detalle” de ceder la muerte de uno de sus toros a algún aventajado interviniente en la lidia  que se hallaba entre los empleados en su cuadrilla, bien en calidad de “media espada” (especie de becario cualificado) o de banderilleros. Tal cesión era, pues, un acto de generosidad del maestro hacia el discípulo, y a partir de ahí el subalterno se consideraba apto para participar en funciones de superior rango.

La historia del toreo nos enseña en qué medida fue evolucionando este doctorado, pasando de la improvisación a una formalidad anunciada; pero siempre tomando por protagonistas a dos hombres vestidos de luces: el llamado padrino y el neófito. El consagrado y el nuevo. Nada más. Era un acto solemne, generalmente recibido con beneplácito y subrayado con fuertes ovaciones del público. En el ruedo, los dos únicos protagonistas de la ceremonia; y de la misma forma que en la consagración de los oficiantes en la liturgia cristiana, el neófito tiene opción de elegir por padrino a un Presbítero de prestigio, también los jóvenes toreros solían pedir la gracia a las figuras del toreo del momento. De esta concomitancia entre liturgias, el torero que recibía la alternativa vino a tomar el nombre de “toricantano”, de la misma forma que al cura que canta misa por primera vez, arropado por un celebrante de probada celebridad, se le conoce por el de “misacantano”.

Por tanto, las alternativas en el toreo siempre fueron cosa de dos. El dador y el recibidor. Las estampas gráficas del siglo XX nos ofrecen esta imagen. No hay ceremonia que admita personajes en su derredor. Por poner solo dos ejemplos de figuras estelares, se puede ver a Rafael el Gallo cediendo los trastos a su hermano Joselito y a Chicuelo haciendo lo propio con Manolete, ambos en la Maestranza de Sevilla. Antonio Pazos y Rafael Vega, Gitanillo de Triana,  que completaban las ternas respectivas, están en el callejón. Donde tienen que estar.

Recalco lo anterior porque entiendo que estas ceremonias precisan y merecen una confidencialidad absoluta. Es un acto que recoge el mensaje personal del padrino al ahijado en estos menesteres y que forma parte de la intimidad de ambos. No precisa testigos que pongan la oreja a una prudente distancia. Testigos somos todos los que allí nos encontramos, toreros incluidos, pero cada cual alejado del meollo de la cuestión en la medida correspondeinte.

En mi opinión, lo del testigo comenzó a tomar carta de naturaleza justamente cuando culminaba la mitad del pasado siglo XX, aquella tarde de Valencia en que Cagancho diera la alternativa simultáneamente a Julio Aparicio y Miguel Báez, Litri, el 12 de octubre de 1950. Alguien debió  pensar –quizá el propio gitano de los ojos verdes–  que dada la rareza de la situación –dos neófitos a doctorar en una misma corrida—era un detalle de elemental cortesía que los dos polluelos compartieran el parlamento y se formara corrillo en el ruedo. Lo malo –barrunto— es que la escena de los tres toreros del cartel reunidos sentó precedente, por las numerosas fotografías publicadas, al punto de llegar a recogerse en el vigente Reglamento taurino, sin que se especifique el por qué de la participación de un testigo en las cercanías de un suceso presenciado por decenas de miles de personas.

Insisto: el testigo es una aportación inesperada, pero vacua de contenido. Se dirá que da validez a la alternativa con su testimonio. Para nada. Solo son dos los protagonistas del acto. El resto es expectación. ¿Acaso no fueron válidas las alternativas anteriormente citadas? Y que nadie lo compare con la testificación de algunos presentes en las bodas cristianas. Nada que ver, por razones obvias. Por tanto, el tercero en discordia no debe inmiscuirse en aquél ritual, porque pudiera darse el caso de que el mensaje del maestro al discípulo tenga un contenido muy personal y no transferible. Los ritos, en general, y en Tauromaquia en particular, deben respetar ese prurito de misterio que da forma a su propia existencia.

En la fotografía que se inserta más arriba se ven en la Monumental Plaza México a tres toreros reunidos en el tercio del ruedo  y ¡a un rejoneador!, que abre cartel. La repanocha. Son Antonio Ferrera, el padrino, José María Hermosillo, el “toricantano”, Leo Valadez, el testigo, digamos, oficial y Diego Ventura, que abre cartel. Echo en  falta al peón de confianza de Hermosillo y a su mozo de espadas. Por si esto fuera poco, he sido testigo (no reglamentario, sino inevitable) de cómo mis compañeros de Televisa suelen colocar micrófonos de corbata a los dos principales protagonistas de la ceremonia de alternativa o confirmación de la misma, para hacer público conocimiento de lo que se cuece en aquél reducido conciliábulo, lo cual, en mi opinión, excede lo estrictamente informativo.

Comprendo que mis compañeros de aquél país, incluso los de aquí mismo, habrán torcido el gesto al leer el párrafo anterior. Yo mismo me acuso de haber sido cómplice de alguna que otra invasión de esa parcela de privacidad, en aras de un supuesto enriquecimiento de la noticia. En México lo tienen a gala y hay que respetarlo; pero conste que, en mi opinión, sería bueno que la ceremonia taurina por excelencia, recobre la esencia de la intimidad, retornando a su lugar de origen y manteniendo la incógnita de lo que allí se trata: dos toreros y punto. Aunque solo fuera por no prolongar más la ración de abrazos y contra-abrazos, que se ponen muy pesaditos.

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