El
diestro sevillano se embarcó hace un siglo para torear en Lima. Fue la única
incursión americana de su intensa y breve carrera.
ÁLVARO R.
DEL MORAL
Diario
CORREO DE ANDALUCÍA
La temporada de 1919 no iba a ser fácil para José
Gómez Ortega aunque la afrontó con encomiable profesionalidad y no pocos
éxitos. El gran Joselito había tirado del carro el año anterior en solitario
por la ausencia voluntaria de su único rival, Juan Belmonte, que decidió
descansar una temporada completa de la dura contienda taurina después de
matrimoniar –se casó por poderes- con la damita limeña Julia Cossío. Pero José,
más allá de esas cuitas profesionales, no era capaz de taponar dos agujeros en
el alma. Uno de ellos era la muerte de su madre, la bailaora Gabriela Ortega a
finales de enero de aquel mismo año. El otro, el amor imposible por Guadalupe
de Pablo Romero, negado por las convenciones de la época y la férrea oposición
de la poderosa familia de labradores y ganaderos.
Fue un tiempo de luto que le forzó a demorar un
año entero el contrato que había firmado con la empresa de Lima. La enfermedad
de su madre se convirtió en la prioridad de aquel invierno a caballo de los
años 1918 y 1919. José no se separó de ella hasta el irremediable desenlace,
que le sumió en una honda postración. Gallito, enlutado por fuera y por dentro,
llegó a encargarse varios ternos bordados en azabaches y hasta aquel mítico
capote de paseo negro que subrayaba el dolor por la ausencia doña Gabriela,
piedra angular de ese gallinero de la Alameda de Hércules en el que no se
habían vertido las últimas lágrimas.
La campaña comenzó en Barcelona, el día 16 de
marzo, para darle la alternativa a su cuñado Ignacio Sánchez Mejías. Era el
inicio de una temporada convulsa que enfrentaría a la flamante Monumental –con
el propio José al frente- y la vetusta Maestranza, enarbolando la figura de
Belmonte como estandarte. Se llegaron a organizar ferias paralelas con dos
empresas distintas operando y compitiendo por separado en ambos cosos. Joselito
buscaba abaratar las entradas; acercar la Fiesta a un mayor número de personas
con la meta demorada de la Exposición Iberoamericana en el horizonte. Los
maestrantes, y gran parte de la poderosa burguesía agraria de la época, no se
lo perdonaron...
El peso de la púrpura
Pero hubo otros condicionantes, como la inquina
indisimulada de Gregorio Corrochano, el poderoso crítico de ABC. Sus feroces
críticas se convirtieron en una auténtica manía persecutoria en aquel lejano
1919. El distanciamiento de la influyente plumilla estuvo aparejado, además,
del de su propio cuñado Ignacio que había cultivado la amistad con el periodista
madrileño. José, para más inri, había dejado de hablarse con su hermano Rafael.
El año anterior le había organizado varias corridas de despedida con la promesa
de que no volviera a torear pero al célebre e inconstante calvo le faltó tiempo
para volverse a dejar crecer la trenza que le había cortado su madre. En medio
de ese panorama, con la presión de los públicos haciéndose casi insoportable,
afrontó una campaña en la que no se libró de caer herido en el ruedo de Madrid
pero en la que acabaría imponiendo sus galones de primera figura. Pero José
estaba agotado físicamente y reventado por dentro.
Había terminada la temporada española en Valencia
pero aún cumplió con dos bolos en Lisboa los días 9 y 12 de octubre. Quedaba
pendiente ese ventajoso contrato limeño que había quedado hibernado un año
entero por la enfermedad y el fallecimiento de la madre del coloso de Gelves.
Todo estaba preparado para cruzar el charco. El aficionado y tratadista José
Morente rescata en su blog ‘La razón incorpórea’ los detalles del intrincado
viaje, un auténtico periplo que duró casi cinco semanas. Hubo entusiastas y
nutridas despedidas en Sevilla y Madrid antes de llegar a Gijón. El ocho de
noviembre de 1919 –hace justo un siglo- embarcó en el ‘Infanta Isabel’, el
barco que le tenía que conducir al continente americano. En el viaje le
acompañaban sus picadores Camero y Farnesio y sus banderilleros –y primos-
Almendro y El Cuco. En la expedición también figuraba su íntimo amigo, el
diestro Isidoro Martí Flores, al que había hecho contratar en Lima.
Joselito se retrató durante el viaje en la
cubierta con sus acompañantes, inusualmente encorbatado y vestido de señorito.
¿Estaba preparándose para un posible arreglo con la familia Pablo Romero? Para
dar su brazo a torcer, su presunto suegro exigía que el torero se cortara la
coleta y hasta que la joven pareja se fuera a vivir al extranjero, lejos de
Sevilla, después del enlace. José, en las interminables jornadas de navegación,
debía estar rumiando ésta y otras circunstancias de una vida a la que no podía
pedir más en lo profesional pero adolecía de tantas carencias en el ámbito
personal.
El barco llegó con retraso a La Habana trastocando
los planes del viaje. El torero pasó una semana entera en la capital cubana
haciendo turismo y vida social, esperando un nuevo enlace para cruzar el
flamante Canal de Panamá que le llevaría a la orilla del Pacífico. José,
finalmente, desembarcó el 13 de diciembre de 1919 en el puerto del Callao
rodeado de una expectación inusitada. La llegada del buque se vio rodeada de
decenas de barquitos. La prensa local había aventado la llegada del coloso de
Gelves, recibido por una multitud entusiasta. Pero tampoco le faltaron los
habituales reticentes. Hay que recordar que Juan Belmonte había pasado por Lima
dos años antes trabando estrechas amistades. La rivalidad de sus respectivos
partidarios era real...
Dos meses inolvidables
A Joselito no le dejaron casi ni respirar. Al día
siguiente de su llegada se anunciaba su primera corrida. Exhausto, pidió un
aplazamiento que no le concedieron e hizo el paseíllo en el inmenso ruedo del
coso de Acho –que mantenía intacta su antigua fisonomía- para despachar un
encierro de La Rinconada de Mala en unión de Curro Martín Vázquez y Flores.
Hasta regaló el sobrero, pero las cosas no salieron. ¿Adaptación al medio?
¿Cansancio por el viaje? Hubo que esperar una semana –en Lima se toreaba y se
sigue toreando de domingo en domingo- para que los aficionados peruanos
pudieran contemplar en plenitud la enciclopédica tauromaquia de José. Aún actuó
en siete corridas más, incluyendo una última función en solitario organizada el
ocho de febrero en su propio beneficio, tal y como era costumbre en la época.
El balance global no pudo ser más exitoso aunque hubo una corrida, con toros
mexicanos de Saltillo, que acabó en escándalo. El festejo se tuvo que suspender
sin concluir por la pésima presentación y juego del ganado a cambio de que
Joselito prometiera ceder sus sustanciosos honorarios a fines benéficas.
Aquellas largas jornadas de descanso entre tarde y
tarde le permitieron estrechar amistades y llevar una fecunda vida social en
los dos meses que permaneció en la capital peruana. La célebre fotografía que
le retrata montando en bicicleta en el ruedo del coso de Acho muestra ese
ambiente relajado. Hay otra imagen, mucho menos difundida, en el que Joselito
descansa de un partido de fútbol –disputado también en la plaza de toros- junto
a una tropa de toreros y aficionados en la que sorprende encontrar el rostro
del diestro cordobés Manuel Rodríguez ‘Manolete’, padre del infortunado figurón
de los años 40 del mismo nombre. Pero más allá del ocio, José Gómez Ortega
vivió una auténtica inmersión en la sociedad limeña que tuvo su guinda en la
invitación al palacio presidencial de Augusto Laguía, que había recibido el
brindis del torero en la penúltima función taurina.
De vuelta a España
José inició su regreso el 13 de febrero de 1920.
Le esperaban otras cinco semanas de viaje. Había permanecido dos meses justos
en aquellas tierras peruanas a las que nunca volvería. Francisco Aguado,
biógrafo del torero, rescata y destaca un dato más que relevante: Joselito
cobró 35.000 pesetas por tarde y 110.000 en la corrida de su beneficio, “una
cantidad jamás soñada por torero alguno” recalca el autor de ‘El rey de los
toreros’. Pero al ‘rey’ aún le quedaba un largo viaje para llegar a su tierra.
No faltó un viaje en tren para cruzar los Andes y sucesivas escalas en
Valparaíso, Buenos Aires y Montevideo, escenario de una de las anécdotas más
llamativas de ese interminable regreso. Unos aficionados locales, agrupados en
el llamado Club Guerrita, lograron que José –burlando la prohibición- lidiara y
estoqueara una res de forma clandestina en una plaza de las afueras. Entre los
instigadores de la travesura no faltó hasta el mismísimo hijo del presidente de
la república de Uruguay, que había abolido las corridas de toros algunos años
antes.
A José le aguardaba la travesía definitiva,
embarcado de nuevo en el ‘Infanta Isabel’. Fueron veinte días más en altamar,
venciendo de nuevo a la melancolía, escrutando sus propios fantasmas en medio
de las aguas, rumiando sus ausencias y soledades antes de llegar a Cádiz el día
de su santo, recibido por una auténtica multitud. El 4 de abril de 1920,
Domingo de Resurrección, iniciaba la última temporada de su vida en la efímera
Monumental de Sevilla que él mismo había alentado. El 16 de mayo tendría una
cita en Talavera...
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