FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
–¿Quién
te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada
la memoria de sus héroes? Precisamente los gobiernos socialistas…
–Eso
sí es verdad. Puede ocurrir que los socialistas cuando gobiernen…
Los anteriores párrafos corresponden a un supuesto
diálogo de Juan Belmonte con ese inaprensible y escurridizo compañero de viaje
que el torero conlleva los días de corrida y se hace presente, con fantasmal
aparición, en los minutos previos a que comience el rito de vestirse de luces:
el miedo. Sencillamente, el miedo. El miedo del torero escarpa sobre él con
sibilina destreza y se hace dueño, por momentos, de su voluntad. Solo por
momentos. Al final, el torero se enfunda el chispeante y se pone frente al toro
en la Plaza, mientras el miedo se queda agazapado en su invisible refugio del
hotel, a la espera de una nueva oportunidad.
Los párrafos, reproducidos tal cual, cabalgan
sobre la pluma de Manuel Chaves Nogales en uno de los mejores libros –si no el
mejor—de la literatura taurina. Los traigo a colación porque, inopinadamente,
se han puesto de actualidad, a pesar de que se escribieran en 1935, año en que
aparecieron publicados en la revista Estampa, conformando un apasionante relato
editado por fascículos que guardo celosamente en mi biblioteca; por tanto, hace
ochenta y cuatro años ya existía en España la creencia de que los partidos de
izquierdas, si llegaran al poder, pondrían pie en pared a la fiesta de los
toros en aras de conquistar el progreso, que es algo tan beatífico y anhelante
que no debería tener detractores entre la gente del común con dos dedos de
frente.
Tampoco era nueva la cuestión, porque mucho antes,
cuando esta Fiesta española era arriscada y ayuna de cualquier atisbo que
pudiera emparentarla con las Artes, ya sufrió numerosos embates en las sesiones
del Congreso, en la tonante voz de don Salustiano Olózaga, aquél diputado vasco
de gran relevancia política y
“progresista” de mediados del XIX que utilizaba su enfática prosa para
preconizar la abolición de tan cruel espectáculo, a raíz de la muerte de torero
Pepete en Madrid, en el año 62 de citado siglo.
Ya entonces lo “progre” era luz vivificadora,
antorcha de la izquierda política, adalid de bienestares y generador de
idílicas justicias sociales… que desembocaron en la fracasada y efímera Primera
República. En este rebufo se instalaron también algunos de nuestros laureados
escritores del 98, el año en que España se declaró en quiebra económica,
identitaria y social, una declaración de concurso de acreedores en la que
estaban inmersos todos los españoles. Los toros, fuera. Los toros son rancia
necrosis enquistada en un pueblo que ha de erradicar tan detestables costumbre.
Eugenio Noel, aquél escritor de principios del XX, de magistral pluma y
frondosa melena, se apuntó al carro y también fracasó. Fracasó porque el pueblo
está por encima de plumas y retóricas, y porque en aquellas décadas que
cerraban un siglo y abrían otro echaron una mano Lagartijo, Frascuelo,
Guerrita, Joselito y Belmonte. Pero Belmonte, ya en el año previo a la guerra
civil, cuando el miedo le acorralaba con sus inquietantes sicofonías, advertía:
La culpa es de los socialistas, por no haber prohibido las corridas de toros…
Juan Belmonte, por mucho que su biógrafo se
empeñara, no tenía razón. Aquellos socialistas no eran antitaurinos. Al
contrario, la mayoría no ocultaban su condición de aficionados. Indalecio
Prieto, desde su exilio en México, recibió a Manolete con grande entusiasmo —aunque
la prensa de la posguerra contara la patraña de la bandera, anécdota patriótica
sobre mesa y mantel falsa de toda falsedad— y Alejandro Lerroux, republicano
socialista radical tuvo en sus gobiernos de corto recorrido como Ministro de
Comunicaciones a César Jalón, uno de los mejores críticos taurinos de todos los
tiempos, que firmaba sus crónicas –verdaderas piezas literarias—con el
seudónimo de Clarito. Ambos políticos
coinciden en el tiempo con la reflexión de Belmonte, pero no se les ocurrió
pensar en la abolición de las corridas de toros.
Tampoco los socialistas más relevantes de la
Transición española del 78 alardearon de
taurofobia. Si acaso, adaptaron una postura de tibieza al respecto. Felipe
González no iba a los toros, pero jamás legisló en su contra. Más aún, en sus
gobiernos ocuparon importantes carteras Enrique Mújica y José Luis Corcuera,
ambos taurófilos de pro, el último, además, impulsor de la Ley Taurina del 91.
De esta época, me precio gozar de la amistad y el afecto de los dos citados,
además de legión de influyentes socialistas miembros de corporaciones comunitarias
o municipales que militan o militaron en el PSOE.
Este PSOE actual nada tiene que ver con el de
referencia. Y mucho menos sus
dirigentes. Sobre todo, el principal, un espécimen que ha logrado hacer
de la desfachatez el paradigma de la impunidad. Su alianza con la izquierda
radical y totalitaria ha sido tan sorprendente –ni los más pesimistas creímos
que se atrevería a tanto— como descorazonadora. Es una frustración que invita a
la reflexión acerca del futuro inmediato del país, un país que vota “a los
míos”, sean quienes fueren, aunque la evidencia les aboque a desatinos de
difícil previsibilidad.
En lo tocante a la fiesta de los toros, se
barruntan nubarrones de negritud
manifiesta. Los “progres” radicales que –si Dios no lo remedia– se
instalarán en el gobierno van a entrar a
cuchillo en la cuestión. Dichos “progres” radicales ya lo anunciaron en pasadas
legislaturas, después se achantaron por si perdían votos –como todos— y
simplemente se hicieron a un lado. Ahora, con poder entre las manos pretenderán
dar la batalla definitiva. Ya lo han anunciado. De momento, en Andalucía, se
han tirado al cuello de los parlamentarios de Vox por haber solicitado dos
millones de euros para promocionar las novilladas en esa Comunidad, algo que no
hace sino cumplir la Ley 18/2013 de 12
de noviembre, que considera a la Tauromaquia un signo de identidad colectiva y
su promoción y conservación se encomienda a los poderes públicos. Pues, nada,
aquellos que gritaron ¡a las barricadas! cuando no les favoreció el resultado
electoral –¿y estos son demócratas?– ya
han puesto el grito en el cielo, invocando las proclamas populistas de rigor.
No nos creamos tan fuertes. Estos
socialistas-comunistas que quieren gobernar el país a costa de lo que fuere,
los que harían enrojecer de rabia e incredulidad a Prieto o el mismísimo Lerroux,
son capaces de cualquier cosa con tal de no apearse del machito. Los votos
animalistas cuentan, y mucho, porque la progresía galopante está con ellos. Al
voto y al veto solo les separa una
vocal. No lo digo yo. Se lo dijo el miedo a Belmonte: Precisamente los
gobiernos socialistas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario