martes, 19 de noviembre de 2019

OBISPO Y ORO - El voto y el veto

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

–¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de sus héroes? Precisamente los gobiernos socialistas…

–Eso sí es verdad. Puede ocurrir que los socialistas cuando gobiernen…

Los anteriores párrafos corresponden a un supuesto diálogo de Juan Belmonte con ese inaprensible y escurridizo compañero de viaje que el torero conlleva los días de corrida y se hace presente, con fantasmal aparición, en los minutos previos a que comience el rito de vestirse de luces: el miedo. Sencillamente, el miedo. El miedo del torero escarpa sobre él con sibilina destreza y se hace dueño, por momentos, de su voluntad. Solo por momentos. Al final, el torero se enfunda el chispeante y se pone frente al toro en la Plaza, mientras el miedo se queda agazapado en su invisible refugio del hotel, a la espera de una nueva oportunidad.

Los párrafos, reproducidos tal cual, cabalgan sobre la pluma de Manuel Chaves Nogales en uno de los mejores libros –si no el mejor—de la literatura taurina. Los traigo a colación porque, inopinadamente, se han puesto de actualidad, a pesar de que se escribieran en 1935, año en que aparecieron publicados en la revista Estampa, conformando un apasionante relato editado por fascículos que guardo celosamente en mi biblioteca; por tanto, hace ochenta y cuatro años ya existía en España la creencia de que los partidos de izquierdas, si llegaran al poder, pondrían pie en pared a la fiesta de los toros en aras de conquistar el progreso, que es algo tan beatífico y anhelante que no debería tener detractores entre la gente del común con dos dedos de frente.

Tampoco era nueva la cuestión, porque mucho antes, cuando esta Fiesta española era arriscada y ayuna de cualquier atisbo que pudiera emparentarla con las Artes, ya sufrió numerosos embates en las sesiones del Congreso, en la tonante voz de don Salustiano Olózaga, aquél diputado vasco de gran relevancia política  y “progresista” de mediados del XIX que utilizaba su enfática prosa para preconizar la abolición de tan cruel espectáculo, a raíz de la muerte de torero Pepete en Madrid, en el año 62 de citado siglo.

Ya entonces lo “progre” era luz vivificadora, antorcha de la izquierda política, adalid de bienestares y generador de idílicas justicias sociales… que desembocaron en la fracasada y efímera Primera República. En este rebufo se instalaron también algunos de nuestros laureados escritores del 98, el año en que España se declaró en quiebra económica, identitaria y social, una declaración de concurso de acreedores en la que estaban inmersos todos los españoles. Los toros, fuera. Los toros son rancia necrosis enquistada en un pueblo que ha de erradicar tan detestables costumbre. Eugenio Noel, aquél escritor de principios del XX, de magistral pluma y frondosa melena, se apuntó al carro y también fracasó. Fracasó porque el pueblo está por encima de plumas y retóricas, y porque en aquellas décadas que cerraban un siglo y abrían otro echaron una mano Lagartijo, Frascuelo, Guerrita, Joselito y Belmonte. Pero Belmonte, ya en el año previo a la guerra civil, cuando el miedo le acorralaba con sus inquietantes sicofonías, advertía: La culpa es de los socialistas, por no haber prohibido las corridas de toros…

Juan Belmonte, por mucho que su biógrafo se empeñara, no tenía razón. Aquellos socialistas no eran antitaurinos. Al contrario, la mayoría no ocultaban su condición de aficionados. Indalecio Prieto, desde su exilio en México, recibió a Manolete con grande entusiasmo —aunque la prensa de la posguerra contara la patraña de la bandera, anécdota patriótica sobre mesa y mantel falsa de toda falsedad— y Alejandro Lerroux, republicano socialista radical tuvo en sus gobiernos de corto recorrido como Ministro de Comunicaciones a César Jalón, uno de los mejores críticos taurinos de todos los tiempos, que firmaba sus crónicas –verdaderas piezas literarias—con el seudónimo de Clarito. Ambos políticos coinciden en el tiempo con la reflexión de Belmonte, pero no se les ocurrió pensar en la abolición de las corridas de toros.

Tampoco los socialistas más relevantes de la Transición española  del 78 alardearon de taurofobia. Si acaso, adaptaron una postura de tibieza al respecto. Felipe González no iba a los toros, pero jamás legisló en su contra. Más aún, en sus gobiernos ocuparon importantes carteras Enrique Mújica y José Luis Corcuera, ambos taurófilos de pro, el último, además, impulsor de la Ley Taurina del 91. De esta época, me precio gozar de la amistad y el afecto de los dos citados, además de legión de influyentes socialistas miembros de corporaciones comunitarias o municipales que militan o militaron en el PSOE.

Este PSOE actual nada tiene que ver con el de referencia. Y mucho menos sus  dirigentes. Sobre todo, el principal, un espécimen que ha logrado hacer de la desfachatez el paradigma de la impunidad. Su alianza con la izquierda radical y totalitaria ha sido tan sorprendente –ni los más pesimistas creímos que se atrevería a tanto— como descorazonadora. Es una frustración que invita a la reflexión acerca del futuro inmediato del país, un país que vota “a los míos”, sean quienes fueren, aunque la evidencia les aboque a desatinos de difícil previsibilidad.

En lo tocante a la fiesta de los toros, se barruntan  nubarrones de negritud manifiesta. Los “progres” radicales que –si Dios no lo remedia– se instalarán  en el gobierno van a entrar a cuchillo en la cuestión. Dichos “progres” radicales ya lo anunciaron en pasadas legislaturas, después se achantaron por si perdían votos –como todos— y simplemente se hicieron a un lado. Ahora, con poder entre las manos pretenderán dar la batalla definitiva. Ya lo han anunciado. De momento, en Andalucía, se han tirado al cuello de los parlamentarios de Vox por haber solicitado dos millones de euros para promocionar las novilladas en esa Comunidad, algo que no hace sino cumplir la Ley  18/2013 de 12 de noviembre, que considera a la Tauromaquia un signo de identidad colectiva y su promoción y conservación se encomienda a los poderes públicos. Pues, nada, aquellos que gritaron ¡a las barricadas! cuando no les favoreció el resultado electoral –¿y estos son demócratas?–  ya han puesto el grito en el cielo, invocando las proclamas populistas de rigor.

No nos creamos tan fuertes. Estos socialistas-comunistas que quieren gobernar el país a costa de lo que fuere, los que harían enrojecer de rabia e incredulidad a Prieto o el mismísimo Lerroux, son capaces de cualquier cosa con tal de no apearse del machito. Los votos animalistas cuentan, y mucho, porque la progresía galopante está con ellos. Al voto y al  veto solo les separa una vocal. No lo digo yo. Se lo dijo el miedo a Belmonte: Precisamente los gobiernos socialistas…

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