El
mítico torero del mechón blanco, paradigma de pureza e icono taurino de la
movida madrileña a raíz de su reaparición de los años 80, falleció el 22 de
octubre de 2011
ÁLVARO R.
DEL MORAL
@ardelmoral
Diario CORREO
DE ANDALUCÍA
En la tarde del 22 de octubre de 2011, con la
temporada vencida y un veranillo prolongado, hubo toros en La Puebla del Río.
Se celebraba aquel festival benéfico bienal que estuvo organizando Morante
hasta no hace mucho. Se trataba de sacar fondos para distintas organizaciones
asistenciales del pueblo ribereño. Ventura, Espartaco –que invitó a torear a su
padre-, Enrique Ponce, el propio Morante –que sufrió una durísima voltereta-,
Cayetano y el becerrista El Nene cuajaron una gran tarde de toros para el
público que abarrotaba la plaza portátil instalada en la antigua explanada de
las cocheras del tranvía, en el mismo lugar donde ahora se celebra la novillada
de las fiestas de San Sebastián y concluye el popularísimo encierro invernal.
Con la anochecida y el regusto de un festejo
amable y triunfal llegó el retorno y la larga cola de coches por la carretera
de Sevilla: Coria, Gelves, San Juan... Pero hubo una noticia que no tardó en
circular por todos los móviles del toreo. Antoñete había muerto. La narración
del festejo cigarrero iba a quedar en segundo plano mientras los plumillas se
apresuraban a rescatar la biografía del torero madrileño para trazar su
obituario. Chenel había dejado de existir en el hospital Puerta de Hierro de
Majadahonda. No pilló de sorpresa: en aquellos días se había venido rumoreando
el agravamiento de su estado. Los pulmones del viejo torero del barrio de Las
Ventas, mellados a golpes de tabaco y toreo, no podían tener una nueva
oportunidad. Tenía 79 años y venía peleando con una bronconeumonía desde hacía
mucho tiempo atrás. Su presencia en el palco de comentarista de Canal Plus,
también sus intervenciones radiofónicas se habían ido espaciando a la vez que
sus idas y venidas a los hospitales se convertían en constante. No podía haber
una vuelta atrás.
Notas biográficas
Antonio Chenel Albadalejo, Antoñete en los
carteles, había nacido en Madrid en 1932. Su niñez en el barrio de Las Ventas,
la cercanía al manejo del ganado junto a su tío, mayoral del coso madrileño,
acabarían determinando su íntima vocación torera. En 1946 llegaría el primer
traje de luces aunque la alternativa, que tomó en la plaza de Castellón, se
haría esperar hasta 1953. Antoñete consiguió pronto vitola de torero ortodoxo,
de intérprete clásico de caro concepto aunque las lesiones y las cornadas,
también los dientes de sierra de su propia vida, no le auparon al friso de las
grandes figuras en aquellos años de forja. El torero del mechón blanco -una de
sus señas de identidad- sí se hizo con un aura de bohemia, de matador de culto
que tendría que esperar a su madurez para alcanzar la definitiva escalada a la
primera fila del toreo.
En medio de aquellos años de cimas y simas
sobresale un trasteo revelador que ya figura entre las grandes faenas de la
historia de la Tauromaquia: en 1966, casi olvidado de la afición, cuajó de cabo
a rabo a ‘Atrevido’, el famoso toro blanco de Osborne que lo convirtió en
leyenda y en torero de referencia. Pero las lesiones y las sombras de la vida
volvieron a enhebrarse con la trayectoria del torero madrileño, que desapareció
del mapa en 1975 después de escenificar un primer corte de coleta. No tendría
demasiada vigencia. Dos años después marchó a Venezuela, preparando la que
sería su definitiva asunción a la gloria, con medio siglo cumplido, en la
definitiva e imprescindible vuelta de 1981 sin la que no podría comprenderse la
globalidad de su carrera. El maduro torero volvía a la palestra alentado por el
retorno de otros toreros que, como Manolo Vázquez, llenaron un hueco de calidad
en un extraño momento de transición en el hilo del toreo. Era un ahora o nunca.
Antoñete se hizo presente en la escena capitalina
en un momento de desenfadada vida cultural. No tardó en convertirse en el icono
taurino de aquel Madrid que se asomaba a la nueva década con optimismo y
descargado de prejuicios. Había sido adoptado como torero de la ’Movida’ y en
un lustro prodigioso logró cimentar su definitiva impronta como gran figura del
toreo. En 1985 fue testigo de la trágica cornada mortal de José Cubero Yiyo en
Colmenar Viejo, un jovencísimo amigo y pupilo que le dejó en la más profunda
desolación con su muerte. Ese mismo año se preparó su retirada en el ruedo de
Madrid, la plaza de su vida, convertida en un acontecimiento en el que las
cosas no salieron como se esperaban. Tampoco importó. La afición madrileña lo
sacó a hombros del coso venteño recordando que, aquel mismo año, había firmado
una de las faenas de su vida al toro ‘Cantinero’, del hierro de Garzón.
Pero aquella retirada duró poco. Con escasos argumentos
y demasiados años a la espalda; con los pulmones tapizados de nicotina,
Antoñete volvería a enfundarse el vestido de torear en 1987 iniciando una nueva
etapa de idas y venidas en las que el calendario ya iba imponiendo su tozuda
dictadura. A pesar de todo, el diestro del mechón blanco aún fue capaz de
enseñar sus laureles en ruedos como Antequera pero, sobre todo, rubricando su
herencia taurina contra cualquier pronóstico en una tarde otoñal en Jaén, en
1999. Aún aguantó el tirón, atropellando cualquier razón, hasta el 2001. Poco
después de hacer el paseíllo en Burgos tuvo que ser evacuado del ruedo con una
evidente insuficiencia respiratoria que le pudo costar muy cara. Los pulmones
lo quitaban del toreo. Hace diez años le quitaron de la vida.
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