El
esfuerzo de Juli y Manzanares con una intensa corrida de Alcurrucén que no lo
puso nada fácil, pero sí interesante.
CARLOS
PALACIO
Fotos:
Marco A. Hierro
Cuando El Juli cruzó el ruedo buscando la salida
de la plaza, apenas media docena de personas se agolpaban sobre la puerta
batiendo las palmas, hasta que uno de ellos, un matador de toros, le gritó
“¡Torerazo!”. No era para menos, lo de Julián López hoy en Vistalegre fue toda
una demostración de capacidad, de poder, de torería, de ciencia… y de
paciencia.
Paciencia con los toros, para esperarlos, para
someterlos y dominarlos hasta, finalmente, robarles la voluntad. Paciencia
también con el público, con ese que te saca a saludar una ovación una vez se
rompe el paseíllo como reconocimiento a aquella, ya inolvidable, faena en el
pasado festival de Las Ventas, pero que, una vez te tapas en el burladero para
esperar la salida del primero, carga el rifle para estar presto a cualquier
excusa para dispararte sin miramientos. Y es que, cuando aquel díscolo cuarto
salía soltando gañafonazos al aire y dibujando ochos en la arena en el sentido
contrario del que El Juli le marcaba con su muleta, ya alguna voz reclamaba su
colocación, o la altura de la muleta, o yo qué sé… Como si a Botero le
cuestionaran los tan famosos volúmenes de sus cuadros cuando apenas está
grapando el lienzo en la madera para templarlo y disponerse a pintar. Lo mismo.
Cierto halo de incredulidad había en el ambiente,
a la espera de ver qué hacía el madrileño con aquello que tenía por delante y
que, en sus malas (malísimas) formas, escondía un fondo de exigente casta, como
casi toda la corrida. Entonces apareció la ciencia, porque El Juli convirtió su
muleta en lima para pulir las agudísimas aristas de las descompuestas
arrancadas, muletazo a muletazo. Primero en línea y hacia afuera para ganar el
paso, dejarse ver y conseguir que los 8 se convirtieran en las rosquillas del
santo. Después amarrándole al suelo la cara al toro con las telas para corregir
las tarascadas al aire, al tiempo que adelantaba los toques para que bicho no
perdiera el objetivo, hipnotizándolo, domándolo, sometiéndole con el poder
brutal que tienen sus muñecas ante la atónita mirada de los que sí tuvieron
paciencia. A la cuarta tanda, Julián se hundió en la arena carabanchelera,
desmayó el trazo y le sopló un puñado de derechazos soberbios. El toro ya era
otro, ahora sus intensas arrancadas se habían convertido, gracias a la autoridad
del madrileño, en embestidas poderosas. Montado el lienzo, ahora sí, era el
momento de pintar. Los naturales cayeron rotundos, renovados en el toreo más
vertical de Julián, quizá en su versión más libre. El broche fue un cierre por
luquesinas de arrebato soberbio y emoción desbordada que, hasta los más
incrédulos e impacientes, no tuvieron más remedio que aplaudir. Falló la espada
y lo que pudo ser una de sus grandes obras se quedó sin firma. Sin embargo, ahí
quedó eso. Brutal.
Ya en el primer toro, uno de los mejores del
interesantísimo encierro de Alcurrucén, El Juli marcó territorio. Un
ajustadísimo quite por chicuelinas y una media maravillosa fueron su
declaración de intenciones. Y en la muleta todo fue a más, siempre a más. Un
despliegue de serena capacidad para hacerse pronto con los mandos de aquello y
cuajar por el pitón derecho varias series de planta firme y cintura suelta, sin
forzar la figura, líquidas. El izquierdo no fue tan claro al principio, pero
nada es imposible en las manos de este Juli. Pero el acero se cargó todo. Tarde
de triunfo gordo (como los de Botero) que no pudo ser.
También se le atascó la espada, con el quinto, a
Manzanares. Y mira que ya es raro. La de hoy fue una tarde esforzada del
alicantino, que no terminó de someter del todo a dos toros con correa, con ese
punto de aspereza en sus emotivas embestidas. El segundo tuvo más peligro,
porque se frenaba justo en el embroque para levantar la cara y buscar un nuevo
objetivo, unas veces por arriba del estaquillador y otras veces buscando el
pecho. Quiso Jose María domeñarlo por abajo y llevarlo hasta el final, pero no
lo consiguió siempre y el toro, en una de sus peligrosas coladas, terminó
enviando de un puntazo seco a Manzanares por los aires. No se lo pensó el
torero, que recogió el acero para sepultarlo como un disparo en el morrillo del
Alcurrucén.
La faena del otro, al que pinchó, fue como un intercambio de
golpes. En una serie salía Manzanares enrabietado porque el toro le ganaba la
acción, punteaba la muleta, le desbordaba y reponía, y a la siguiente se
imponía el alicantino desde el principio, mandando por abajo, castigando con
temple las encendidas embestidas del toro. Entonces salía con la frente en
alto, sabedor de que ese punto era suyo. Si bien la faena tuvo mucha
intensidad, falló la continuidad.
La misma que se echó de menos toda la tarde en el
murciano, pues tuvo Ureña uno de los mejores toros del sexteto. El tercero, que
dejaba ascuas encendidas en cada envite, porque era puro carbón. Sólo había que
provocarle las arrancadas, porque no las regalaba, pero una vez se decidía, era
como una locomotora. Paco Ureña lo intentó y consiguió conducir aquello con
cierto interés, pero cuando le tocaba poner su parte, poner aquello que le
faltaba al toro, falló y todo se vino abajo. La pena fue que no pudo
enderezarlo con el manso sexto, el único que no sirvió y buscó las tablas tan
pronto como se quedó sólo con el murciano en la arena. Nada qué hacer.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Vistalegre. Tercera de la
Feria de San Isidro. Corrida de toros. Unas 3.000 personas en los tendidos.
Toros de ALCURRUCÉN, de buena presencia y picante en el fondo. Todos con
intensidad y temperamento excepto el manso sexto.
EL
JULI (verde hoja y oro): ovación
y ovación.
JOSÉ
MARÍA MANZANARES (burdeos y
azabache): ovación y ovación.
PACO
UREÑA (tabaco y oro): silencio
tras aviso y silencio.
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