FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
Fotos: Luis Sánchez Olmedo
Había un rumor opaco, bien perceptible, que
rodeaba el Palacio Vistalegre horas antes de que entrasen en acción sobre su
ruedo toros y toreros: olía a fútbol. ¿Era inevitable? Probablemente. El fútbol
años ha que nos ha ganado por la mano en lo que a expectación se refiere. Mueve
multitudes, despierta pasiones y genera sentimientos que van más allá del puro
partidismo por el equipo local. El mundo –sí, el mundo—se convulsiona por un
“clásico” y España se paraliza por una Liga o un descenso de categoría. ¿Qué
espectáculo puede confrontar con semejante poder de abducción? Los toros, no,
desde luego. En los toros, todo lo más se reduce a unas banderías de conceptos
o a un partidismo por el torero local. En este momento, nada de apasionamientos
irreductibles. Cuestión de opinión. Libertad de expresión. Hasta ahí hemos
llegado y ahí nos hemos quedado.
Por eso ayer tarde había rumores de teléfonos
móviles –el transistor ha muerto—que aceleraba el corazón de los devotos
atléticos y madridistas o de los que rogaban por evitar el descenso al sótano
primero del equipo del terruño. De ello
se deduce que se palpaba un cierto temor a que la entrada que registrara la
plaza de toros doblara las manos ante el “tirón”
de la última jornada de Liga; pero no fue para tanto, aunque, dicen, tampoco
ayer se agotó el billetaje del aforo permitido. Olía a fútbol, pero no tanto
como para despoblar los tendidos hasta
la desolación. Cuando sonó el clarín, la Plaza estaba bien nutrida de
espectadores.
La cosa comenzó con los mejores augurios,
porque Morante de la Puebla bordó un
fajo de verónicas al toro de Garcigrande, pero en seguida se vio que el animal
–terciado de carnes, como toda la corrida—se fue al suelo antes de que acabara
el primer tercio de la lidia. Nada que hacer, y prácticamente nada hizo
Morante, sino abreviar con donosura y pinchar cuatro veces, antes de meter la
espada por arriba.
Tampoco el segundo mejoró las expectativas. Otro
inválido inoperante, que más que miedo daba pena. Así no vamos a ninguna parte.
El Juli, que es torero “de plantilla” en esa Casa ganadera –entiéndase en el
sentido más- trató de aliviar sus carencias físicas y “químicas” –las del toro-, pero allí no había emociones que
generar, se mire por donde se mire y se haga lo que se haga. Estocada, y a
esperar.
Y en esto apareció Juan Ortega frente al tercer Garcigrande
de la corrida, un toro con más cuerpo y mejores hechuras que los anteriores,
que tomó los capotes como si estuviera reparado de la vista, metiéndose por dentro y saliéndose por fuera
de forma desconcertante, tanto, que arreó en banderillas para poner en fuga a
los banderilleros, salvo a Andrés Revuelta, que clavó un par de riesgo,
magnífico. Llegada la faena de muleta, pudo observarse que el toro rompía a
embestir con esa virtud que en la jerga taurina le dicen “clase”, como si los toros bravos fueran “clasistas” por
naturaleza. Sea como fuere, Ortega le cogió la onda en seguida y empezó a
desgranar su forma de torear, personalísima, dibujando los pases con la
caligrafía de los antiguos escribanos del Reino, esto es, empleando un trazo
ampuloso y elegante, sin un borrón de por medio. Sobre la base de que, en este
caso, el soporte empleado para dibujar el toreo no entiende de finuras
caligráficas, ¡qué difícil debe ser mover las telas tan despacio, tan despacio,
y de reducir la embestida de una bestia con semejante caudal de sensibilidad!
Dio la impresión de que Juan Ortega toreaba de salón… pero con toro de por
medio; una conjunción sorprendente que, en varias ocasiones, levantó al público
de los asientos y cerró los teléfonos móviles.
Pinchó el torero antes de lograr la estocada y se recuperó ese premio
que ya parece arrumbado a cosa del pasado: la vuelta al ruedo. La suya fue
apoteósica. ¡A ver qué hace Morante con
el toro que viene! Se decía con sordina.
Poco pudo hacer. El toro de Justo Hernández era un
castaño chorreado que cumplía seis años en el muy próximo verano. Apretó
ligeramente en varas y, en seguida, comenzó a desarrollar el sentido propio de
la edad. La veteranía de Morante y la del toro, frente a frente. El toro,
avisando, el torero avisado y sereno. Tanteos sin perder la compostura y a
matar. Sonaron para el de la Puebla -¡plas!, plas, plas!- las palmas de tango
del baúl de Las Ventas que en estos días se han desplazado a Vistalegre y el
toro se fue para el desolladero entre pitos. Eso sí, se llevó para dentro tres
delantales sedosos y ceñidos y una media verónica de cartel.
A partir de ahí, la corrida tomó vuelo. El quinto
fue, con mucho, el de mejor juego del hierro salmantino. Picado superiormente
por José Antonio Barroso, pronto el toro cantó sus mejores cualidades. Bravo y
noble. De gran “clase”, si quieren.
Pero para clase, la que ofreció El Juli en la faena de muleta. Julián estudió
al toro, calculó distancias en los cites, midió alturas de la tela roja, fijó
posiciones y desarrolló una labor de impecable pulcritud, dentro de su personal
concepto del toreo. Hubo tres series de naturales y dos en redondo por el pitón
derecho de alta nota. Y una estocada certera, algo trasera. Dos orejas y vuelta
al ruedo, con la bufanda del Atlético de Madrid. El Juli –y el Atleti- no dan
tregua.
También el de Garcigrande que cerró el festejo
pareció desparramar la vista en los primeros compases de su lidia, pero Andrés
Revuelta bregó con él de forma magistral. Su capote viajó lento y por abajo,
convenciendo al toro de que también su viaje sería placentero. Y a fe que lo
fue, porque Juan Ortega repitió repertorio y aprovechó a las mil maravillas la
bonancible embestida del animal. Toro de facultades limitadas, la faena hubo de
componerse a retazos. Los pases no se encadenaban, se aislaban; pero era un
aislamiento que permitía al torero recrearse en su obra durante las pausas y al
público macerar los oles con que se
coreaban sus intervenciones. Juan Ortega improvisó un adorno precioso,
muy del Gallo Grande, pasándose la muleta por la espalda, y remató su excelente
labor con un pinchazo hondo y una estocada caída, a pesar de lo cual, la oreja, también cayó a su esportón.
Salió encantada la gente de la Plaza con los
chispazos de arte de Morante, el magisterio de El Juli y la novedad de un nuevo
Ortega, que ya cuenta con una legión de seguidores. Al firmante, también le
encantaron estas cosas. El arte del toreo goleó al fútbol y cerró los teléfonos
móviles. Fue, desde luego, el lenitivo para mi frustración al término de la
corrida: el Real Valladolid ha descendido de categoría. No se puede tener de
todo.
FICHA DEL FESTEJO
Toros de GARCIGRANDE, el primero con el hierro de DOMINGO HERNÁNDEZ, cinqueños salvo los dos primeros, de variadas
hechuras distinta tipología y comportamiento. Destacó la clase de tercero y
sexto y la raza del quinto. Sin poder el segundo. Los peores, primero y cuarto.
MORANTE
DE LA PUEBLA, silencio y silencio
EL
JULI, silencio y dos orejas
JUAN
ORTEGA, vuelta al ruedo y oreja.
Incidencias: Al finalizar el paseíllo sonaron los
acordes del Himno Nacional de España.
Plaza de toros de Palacio de Vistalegre (Madrid).
Tres cuartos sobre el aforo permitido. Décima corrida de la Feria de San
Isidro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario