FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Comprendo que redundar en el tema político-taurino puede
acarrear una sobredosis de “cansinez” a ojos vista del lector de esta ventana
de opinión. Algunas cosas, cuando se machacan, ni se maceran ni se enderezan:
se desparraman, y luego –como ocurre con
el desparrame de los juguetes en el cuarto de los niños– cuesta un mundo recogerlas y ordenarlas “cada
cual en su lugar”. Así, pues, con la prevención del herrero que se coloca las
gafas y el mandilón antichispas, insisto en darle con el mazo al hierro
humeante de la Tauromaquia sobre el yunque la actualidad política.
Está la cosa calentita, sí. Después de ver a los cabezas de
lista del Partido Popular y de Vox en las muy próximas elecciones generales en
la plaza de toros de Valencia presenciando sendas corridas de la feria de
Fallas y de la comparecencia de destacadas personalidades de la política actual
–de la llamada derecha, casi exclusivamente—y de Santiago Abascal (Vox) en
dos actos taurinos de notable calado –y
de consecuente repercusión mediática–, como la Gala de los carteles de San
Isidro y los premios taurinos anuales del diario ABC, el rebote de la izquierda
política de nuestro país no se ha hecho esperar. Acusan al adversario
ideológico de influir en la voluntad de los aficionados a los toros para
teledirigir su voto. Lo que nos faltaba por oír. No solo pretenden ridiculizar
a los toreros que entran en política, sino que denostan y demonizan a quienes
les dan cobijo: ¡Torero, muérete! o ¡Derecha, torera y fascista!, gritan las
santas y democráticas gargantas de quienes se aposentan al otro lado del río,
del río revuelto de una España cada vez más seccionada, partida en dos por el
espinazo, en sentido vertical.
Es un cariz desconocido hasta el momento en nuestra
Historia. Jamás la Tauromaquia tuvo naipe que esgrimir en el juego de la
política, o al menos no ha interpretado rol alguno en un tapete tan
resbaladizo. Los que saben de esto –de la Historia objetiva, limpia, pura y
dura— dicen que el panorama es muy similar al del año 1934, cuando se estaba
incubando el fragor del guerracivilismo. Muy desmesurada me parece tan funesta
comparanza, la verdad. Quita, quita…
En cualquier caso, llegados a este punto, me parece oportuno
recordar que en la España de aquéllos quemantes años, la Tauromaquia
resplandecía en España con el fulgor del magisterio de Domingo Ortega en los
ruedos y, especialmente durante ese año 34, con la vuelta a ellos de Juan
Belmonte y Rafael el Gallo, bien financiados ambos por la suculenta exclusiva
(25.000 pesetas por corrida) del empresario Eduardo Pagés. Y también que la fiesta de los toros contaba
con el apoyo sin fisuras de los intelectuales de la generación del 27, en la
cual otro Ortega (el filósofo) ocupaba un puesto de especial relevancia. A
nadie se le ocurrió entonces hablar de “politización” del arte del toreo por la
vinculación taurina de los políticos que asistían a las corridas de toros como
espectadores, fundamentalmente, porque este era un acto instalado en la más
absoluta normalidad. Más aún: en plena
revolución de Asturias, un afamado crítico taurino de la época, César Jalón,
que firmaba en el periódico El Liberal con el seudónimo de Clarito, fue destacado miembro del Partido Republicano
Liberal y ministro de Comunicaciones del gabinete Alejandro Lerroux. Y, que se
sepa, nadie se rompió las vestiduras o se echó las manos a la cabeza. Se vio normal,
lógico, incluso plausible.
Por tanto, en estos días de volcánico ajetreo electoral,
dejen a los toreros y a los taurinos que se manifiesten en libertad y a los
políticos que acudan a los actos públicos o privados que les venga en gana, que
es lo mínimo que se debe pedir en una sociedad medianamente equilibrada. No
mezclen el insulto procaz –o la amenaza de juzgado de guardia, que de todo
hay—para tratar de apoyar o derruir una determinada opción política,
porque esto va de futuro de país, de
herencia inmediata para futuras generaciones. La Tauromaquia –lo diré por
enésima vez—no tiene color. Ni posición política calculada. No está a esta mano
ni a esta otra. Es ambidextra, como el toreo mismo. No se casa con nadie. Por
tanto, dejen ya de dar la vara y de cabrear al personal con la dichosa
“politización”.
Ahora que tenemos una figura rutilante como Andrés Roca Rey,
que podemos disfrutar de toreros de probada genialidad y arte indiscutible, de
contar con el aliciente de la vuelta de José Tomás y otros compañeros de su
quinta, además de una pléyade de nuevos valores de indiscutible (e
inescrutable) proyección, cuando también contamos con una cabaña brava sin
parangón en el reino animal, ¿van a venir los paladines de la izquierda más o
menos radical y sus afines coleguis, probados odiadores de todo lo que huela a
España, con prevenciones acerca de quién vota a quién? Solo faltaría que
tomaran al toro como chivo expiatorio de su contraataque político y lo metieran
en una encrucijada, a merced de oportunistas y desaprensivos, o colgaran el
vestido de torear en la antesala de los conciliábulos que en estos días andan a
la caza de la papeleta que poblará las
urnas.
Unos y otros, háganse a un lado, por favor. Tengamos la
Fiesta en paz.
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