Un espadazo de Manzanares le vale
la única oreja de un gran toro en la tarde del Domingo Resurrección.
ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL MUNDO de Sevilla
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, la plaza
de la Maestranza colgó el ansiado cartel de «no hay billetes». Que no por
habitual en el Domingo de Resurrección que Romero elevó a los cielos deja de
ser excepcional. Ecos del currorromerismo,
que decía el inolvidado Manolo Ramírez.
Por esa misma calle Iris que se colapsaba por ver su
procesión, entraron con el paso firme y la vista perdida El Juli, José María
Manzanares y, por último, Roca Rey. La aparición de RR desató las pasiones
incontenidas, los abrazos incómodos, la locura de los teléfonos. Que le robaban
su imagen idolatrada.
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, a las
18:30 sonaron los clarines. La gama de colores de los vestidos componía una
paleta que viajaba del sangre de toro de Juli al azul marino de Manzanares
pasando por el gris perla de Roca; en oro los veteranos y en plata el nuevo en
el corral. Del cruce de miradas desviadas, como si no existiese el otro, entre
el gallo más viejo y el recental saltaron chispas en silencio.
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, El Juli
construyó una faena de lenta precisión al bravo primero de Victoriano del Río.
Que tanto se gastó en su celoso empleo en el caballo. Un tío muy serio, y no
menos montado, para estrenar una corrida que se escalonaba en hechuras sin
reproches de presentación: esa aceptación de lo no bonito, de lo no armonioso,
del toro en cuesta arriba como sello para el visado de aprobación a las 12 del
mediodía.
Y con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, saltó a
la arena el quinto haciendo honores al refrán, el toro bien hecho, el guapo con
expresión de bueno, el de líneas mejor pintadas, el que habría de embestir como
ninguno. Duplicado traía las llaves del cielo. José María Manzanares, el que
apenas contaba en las quinielas de la pelea de gallos, se llevó la bolita de la
suerte, el papelillo de la fortuna del sorteo. Y, en verdad, Manzanares
demostró por qué su nombre no figuraba en las casas de apuestas como favorito.
La espada, ese cañón tapabocas, maquilló con un zambombazo en la suerte de
recibir una obra inferior a las notables virtudes del toro de Victoriano del
Río: la humillación, la franca fijeza, la rítmica repetición, la alegría del
tranco, la generosidad de la embestida que se rebosaba... A favor de JMM los
tiempos concedidos, los espacios entre series. Que se sucedían cortitas sin
sifón, salvadas por los últimos pases de cada una de ellas, por la
monumentalidad de los obligados de pecho que prendían fuegos fatuos. Como aquel
cambio de mano superior y esta trinchera de empaque. A aquello le faltó mucho:
fluidez, poso y, en definitiva, rotundidad. Los movimientos de brazo y cintura
parecen desincronizados, desconcetados del alma. Tan robóticos. La verdadera
sincronía brotó con el tremendo estoconazo. Que desbocó la pañolada. La frenó
sensatamente el presidente en una oreja. A Duplicado, portador de las llaves
del cielo, le colgaban las dos.
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, Dios
volvió a ser muy mal aficionado. A José María Manzanares ya le había tocado un
burraco de linda cabeza y largo con sus posibilidades. Aun tan suelto y
rajadito, si Manzanares no le abre constantemente las puertas del campo...
Duraría poco, o no tan poco, en metraje tan extenso. Para haberle hecho todo de
otra forma. O al menos no perfectamente al revés: sólo a base de voces no se
sujetan los toros. Cuando a últimas no le quitó la muleta de la cara en un
circular, cosió la clase mansita hasta el final.
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, que
incluyen el mal bajío, el llamado a ser número 1 se encontró un mal lote. Si
Roca Rey no se estrelló, fue porque estuvo por encima de las circunstancias con
un valor de plomo. Del basto y bruto tercero, agarrado al piso con sus pezuñas
de buey, y del agresivo último, un cinqueño que nunca se dio hacia adelante. El
terrorífico arrimón final y las bernadinas temerarias pusieron el corazón de la
Maestranza en un puño. El acero, antes encasquillado, ahora sí funcionó.
Y en esa exacta puntualidad de las cosas del toreo, quedó la
cadencia del capote a la verónica de El Juli en sus dos toros entre una
montonera de chicuelinas. Hubo magisterio y templanza en la precisión de
aquella lejana faena de apertura con el bravo que decreció en su poder y en el
bien andar con el recortado y armado cuarto. Que al menos permitió un prólogo
genuflexo magistral antes de frenarse pronto y rebañar por las corvas. Tan
lejos de Duplicado.
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