El sevillano protagoniza por
Resurrección una artística faena ante el segundo de la tarde premiada con una
vuelta al ruedo; Galván y Aguado se encuentran la suerte de espaldas.
GONZALO I. BIENVENIDA
Diario EL MUNDO de Madrid
El ilusionante cartel que confeccionó Plaza 1 para el
Domingo de Resurrección no tuvo la respuesta de asistencia esperada. Tan sólo
8.000 almas para presenciar el futuro más torero del escalafón. Un grupo de
románticos aficionados sevillanos vendieron su entrada de La Maestranza para
viajar en AVE a la capital. Cargados de fe en el mañana, aburridos del
rutinario hoy. Lástima que sólo seamos unos pocos.
Una faena de otra época llenó de argumentos la peregrinación
sevillana. Juan Ortegaresucitó el toreo olvidado de capote. Toreó a la verónica
reunido, despacio, con ritmo. No le importó el viento, tampoco el gesto
encampanado del segundo de El Torero. Meció el capote con suavidad y remató con
una media preciosa que calcaría en dos ocasiones más. Madrid rugió desde el
principio.
El reducto de aficionados de temporada venteños recordaban
la calidad de la oreja lograda el día de la Virgen de la Paloma. Campera
torería tuvo la larga con la que dejó al toro en suerte -señalado en lo alto
por Manolo Burgos-. Antes, otro ramillete de clásicas verónicas, sin
abotargamientos. El talento del temple habita en las muñecas de Ortega. La obra
recordó a aquellas de finales de los años ochenta o de los noventa. Un toro
noble, de contado poder, y un torero de tal calidad que es capaz de transmitir
con esos mimbres. La belleza añorada del toreo a dos manos, resucitada ahora en
el genuflexo inicio. Una trincherazo inmenso. A Madrid no le importaron los
límites del toro: la raza y la fuerza. Tuvieron paciencia con Juan Ortega que
toreó con suma naturalidad y temple por el pitón derecho al toro de El Torero.
Dos tandas en redondo colosales. Asentado en todo momento, cuidando los tiempos
y las alturas. También las distancias. La faena medida. Preciosa, sin
alharacas. Al natural cantó la falta de fondo del toro. Los remates finales
hacia tablas recordaron aquella expresión televisiva de Chenel: "Unas
morisquetas y a matar". Un punto desprendida quedó la espada. A eso se
agarraría la presidencia para no conceder la oreja pedida. La vuelta al ruedo
fue reclamada de forma unánime.
El talento de Juan Ortega había dejado una profunda huella
en los amantes del toreo de siempre. No pudo redondear con el arrítmico quinto
que fue un sobrero de Lagunajanda sin raza. Un nuevo saludo capotero, detalles
y el macheteo final quedaron como muestra de lo que pudo haber sido.
A por todas salió Pablo Aguado, llagaba con ambiente y la
afición de Madrid le midió. Primero en el ligero quite por chicuelinas, después
en la fría respuesta al buen saludo capotero en sus dos turnos. El jabonero que
hizo tercero fue obediente pero falto de clase. Porfió Aguado sin rendirse. El
sexto tuvo más tela que cortar. Se movió mucho desde que salió y tampoco tuvo
clase. La acometividad se tornó genio. En ocasiones faltó mando dentro de una
estética frágil. El primer muletazo resultaba bello, los demás algo
amontonados. El toro no fue fácil y Aguado estuvo bien con él pero faltó ese
punto de llevarlo más que requería. La afición de Madrid se quedó con ganas de
verle con un toro que embista por derecho. Los pases de pecho, los cambios de
mano por delante y unos finos delantales quedaron en los mejores paladares.
La suerte negada se encontró David Galván. La falta de
continuidad del primero y el insuficiente poder del enclasado cuarto le dejaron
absolutamente inédito. La corrida de El Torero estuvo ayuna de la casta que
caracterizó la del pasado año, aquella que dio la gloria de la Puerta Grande a Álvaro
Lorenzo, pero en cambio tuvo la calidad para soñar con el talento del temple
que posee Juan Ortega.
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