Sólidos
y variados carteles, para la sexagésima edición de una feria con idiosincrasia.
JORGE ARTURO DÍAZ REYES
No es el toro. No es el toreo. No es el clima
único de esa plaza en el filo de la cordillera, rodeada de paisajes increíbles,
donde festejan la niebla, el sol y la lluvia. No es la pasión por la fiesta que
resuma la ciudad. No es por como celebran todos juntos atestando las calles. No
es la tierna campechanía de la gente. Ni su autóctono encanto pueblerino. Ni
sus reinas, ni sus desfiles, ni su comida, ni su tango, ni lo mucho que
alegran, trasnochan y beben...
No es eso. Es todo eso. Al tiempo. Es por la suma.
Lo dicen los miles de peregrinos que vuelven adictos año tras año. Ya son
sesenta, desde la tarde dominguera en que José María Martorell, César Girón y
Ángel Peralta, iniciaran la tradición con toros de Venecia. Era 23 de enero de
1955, por cierto. Cuantas cosas han pasado.
Recuerdo un titular del periódico (La Patria),
crónica de una faena de Curro: “Desde hoy las verónicas no se llamarán
verónicas sino romerinas”.
Y cuando “El Cordobés” (padre), capote al hombro,
en la puerta de cuadrillas, señaló al palco y dijo: Si no cambian ese
presidente no salgo al paseíllo. Y lo cambiaron, porque como le dijo el alcalde
a Vengoechea, retirándolo: Su señoría, presidentes hay muchos, “Cordobés” uno
solo.
Y la última faena de Pepe Cáceres allí, la plaza
de su vida, sangrante, a hombros, y con dos orejas, seis meses antes de que lo
matara “Monín” en Sogamoso… Tantas y tantas cosas. Es por todo eso que vuelven.
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