PACO AGUADO
Supongo que también en México se habrán
enterado de que ha muerto el incomparable Luis Aragonés, famoso jugador y
emblemático entrenador del fútbol español. Y nada más comenzar a leer esta
columna ya habrá quien se pregunte a qué carajo viene que en un portal taurino
se hable hoy de un hombre del deporte.
Quién sabe hasta que punto toros y deporte
están conectados en la actualidad, pero más allá de los paralelismos, a quien
suscribe –como ya escribió cuando Luis ganó con la selección española la
Eurocopa de Naciones– se le antoja que Aragonés era, probablemente, al único futbolero al que un
taurino llamaría "maestro" en el mejor sentido de la palabra, en el
que se aplica a los grandes del toreo.
Y es que el Sabio de Hortaleza, aficionado a
los toros y compañero de farra de tantos matadores de los sesenta, tenía desde
hace años un aire de torero viejo, aunque no en el desgalichado porte del
sempiterno chándal con que vestía ni en esos andares cansinos de quien corrió
el interior de todas las canchas de España. El toque torero de
"Zapatones", como le llamaban sus aliados de batalla, estaba en su
mentalidad indomable y en su filosofía de comportamiento en el césped y en los
banquillos.
Maestro del fútbol y experto en las grandezas
y las debilidades de los hombres en los momentos críticos en que hay darlo
todo, Luis Aragonés me recordaba muchas veces a Antonio Corbacho, que se le
adelantó este verano pasado en el camino hacia quién sabe donde.
En el fondo y en la forma, en la manera de
hablarles a los futbolistas, en su afán de segar con guadaña los egos
desmedidos, en su gran psicología para conseguir de sus jugadores la máxima
entrega, en su trato irreverente con la prensa o hasta en las picardías
zorrunas para sacar ventaja a sus intereses. Sí, en todo eso se parecían estos
dos alejados madrileños.
Porque Madrid y sus barrios, la forma de vida
de aquellos duros años de posguerra y autarquía en que se forjaron Aragonés y
Corbacho, imprimieron sello y carácter a algunos personajes singulares que
supieron salir del gueto capitalino para enfrentarse a mayores retos con una
total ausencia de complejos, sin miedo ni tonterías.
Por eso tenía Luis esa manera de expresarse,
esa arrolladora capacidad de hacerse entender sin dobleces en un mundo pazguato
y plagado de medias verdades e intereses creados. Y no sólo habló de fútbol.
Molestaba, quizá, porque sabía quién era y lo que le había costado llegar a
serlo, y porque sabía lo que sabía, que en lo suyo era casi todo. Así que,
igual que Corbacho, el sabio de Hortaleza tampoco aguantó nunca a un tonto.
Y como se exigía el máximo, sabía también
exigir a los demás, siempre en menor proporción que a sí mismo pero pidiéndoles
la suficiente entrega como para sacar adelante los proyectos. Y eso, que es
algo que odia el mediocre, que incomoda al vago y que no soportan los espíritus
débiles, sólo lo supieron valorar los más inteligentes, esos que estos días le
han profesado su más profunda admiración.
Hombres de fuerte carácter sólo asequible para
mentes fuertes, así fueron los dos: Luis y Antonio, que seguro que donde estén,
quién sabe si en el infierno de los "sobrados", estarán ahora
riéndose del mundo.
Claro que, hablando de madrileños, otro de la
misma cuerda, otro inefable personaje surgido del barrio, acaba de ser (buena)
noticia estos días: José Miguel Arroyo "Joselito", el verdadero que
decía en su autobiografía, al que le ha dado, por fin, por volver a vestirse de
luces.
Jura y perjura que será sólo por un día, ese
15 de junio en la plaza francesa de Istres, y por amistad con su admirado
Morante y con el empresario, el antiguo novillero francés Bernard Marsella.
Pero, conociendo el paño, bien pudiera ser que José saliera esa tarde a
probarse –quien se prepara física y mentalmente para una corrida, se prepara
para diez– de cara a intentar una breve campaña, atendiendo a las suculentas
ofertas que no le han faltado últimamente.
Aunque haya quien considere que la euforia con
que ha sido recibido el anuncio de su reaparición es un claro síntoma de la
mediocridad existente, su nombre en los carteles no haría sino darles grandeza
y mayores atractivos, porque no hay duda de que su aura de mito taurino no sólo
permanece intacta sino que ha aumentado al paso de los diez años que lleva
retirado.
Bien harían en preguntarse el porqué las
zarandeadas y desazonadas figuras actuales, que podrían encontrar en la manera
en que Joselito administró su carrera el libro de instrucciones para resolver
la mayoría de los problemas en que ahora andan inmersos. De madrileñas maneras.
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