PACO AGUADO
De entre las contadas circunstancias positivas a las que se agarra el
optimismo al final de la temporada en este lado del Atlántico, hay una
especialmente esperanzadora. Y no es otra que la que se atisba como una vuelta
a la sensatez taurina, un aún tímido pero evidente regreso a la esencia del
toreo eterno y de mayor emoción estética.
No se trata, en este caso, de esos "brotes verdes" que dicen
ver los políticos de todo signo para seguir engatusándonos con una
"inmediata" salida de una crisis económica que ya ha cumplido seis
años sin que los dichosos brotes hayan florecido.
En el toreo, en cambio, se trata de varios indicios ciertos que
proyectarían un proceso de regeneración estética y ética que acabe por dejar de
lado los vicios y defectos derivados de los ya lejanos años de la masificación
comercial, que siguen teniendo efecto en las plazas más de un lustro después,
incluso con una progresiva sofisticación.
Por fin, esta temporada de 2013 se han oído más voces, aunque aún no de
forma unánime, reclamando una mayor autenticidad en los cites y una más natural
actitud en el trazo de los muletazos.
Y, de una vez, se ha empezado a repudiar el abuso de esa técnica
defensiva que hay quien incautamente ha querido tomar y vender como un paso
adelante en la hondura cuando no es sino una absoluta regresión hacia la
pérdida de emoción del toreo.
Después de muchos años de ceguera más o menos interesada, parte de la
prensa más domesticada y de los públicos más complacientes –no hablemos de los
siempre inconformes puristas– han empezado a reparar en las que llevaban tiempo
siendo evidentes desviaciones de la esencia clásica del toreo: esa pérdida de
sinceridad y entrega que se ocultaba tras una forma de torear con vocación de
trabajo estándar en plena comercialización.
Pero quienes también parecen haberse dado cuenta de esa necesidad
regenerativa han sido los propios toreros, o al menos un puñado de ellos que
quieren volver a los orígenes. En ese sentido, es significativo el hecho de que
Alejandro Talavante haya escogido a Curro Vázquez no sólo para que le
administre su carrera sino –y eso es lo realmente importante del asunto– para
que también le ayude a mejorar y a refrescar su toreo por la vía eterna.
Otro dato elocuente sobre este inicio en el proceso de regeneración que
ha traído la temporada española de 2013 es que, también por primera vez en muchos
años, los balances de las ferias, e incluso de la propia campaña en su
conjunto, ya no se han centrado tanto en la regularidad y en el corte de orejas
sino en la huella que los toreros han dejado sobre la arena. Es decir, no tanto
en el número como en la memoria.
Y es así como Morante de la Puebla se ha convertido, sin discusiones, en
la referencia obligada del año más allá de trofeos o de triunfos. Del mismo
modo que, finalizada la feria del Pilar, entre los aficionados sólo se hablaba
de las verónicas y los naturales de Finito de Córdoba, o que en Bilbao se
paladeaba la purísima faena de Diego Urdiales a un "victorino", o en
Otoño impactaba, aun sin la suficiente contundencia, la clásica simplicidad de
El Cid con aquel gran toro de Victoriano del Río.
Son sólo unos cuantos, pero ha habido más casos similares a estos a lo
largo de una extraña temporada en la que el toreo, en mitad de una crisis tanto
económica como de valores, parece que quiere por fin encontrar su lugar en la
globalizada sociedad del siglo XXI.
Y es sin duda esa vuelta a los orígenes, ese regreso a las esencias
clásicas, el mejor medio para poder hacerse un hueco de autenticidad entre
tanta oferta de ocio prefabricado, que es en lo que la propia fiesta de los
toros ha corrido peligro de convertirse tras dos nefastas décadas de dictadura
del número.
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