Al hacer repaso a la torería
actual de México, el prestigioso historiador José Francisco Coello Ugalde
concluye que hay un motivo de grave preocupación: en la actualidad no está
garantizada en su país la alternancia o la sucesión al frente de una nueva
generación de toreros. El papel que en su día le correspondió a Manolo Martínez
o a David Silveti sigue sin sucesor. "Ellos son los paradigmas
inalcanzables de todo este conjunto de toreros que siguen sin llenar plazas,
pero tampoco mueven o conmueven más allá del pequeño círculo cuya propiedad
exclusiva es de la tauromaquia y de los taurinos que la representan",
escribe Coello Ugalde.
José Francisco Coello
Ugalde
Preocupa que la actual temporada de novilladas, la cual se
realiza en la plaza de toros “México” no esté garantizando posibilidades de
alternancia o sucesión entre quienes se ostentarían como los continuadores de
una nueva generación de toreros, capaz de recibir la estafeta del grupo que
ahora lidera, al menos en términos de antigüedad Eulalio López “El Zotoluco” y
que se ha integrado en forma casi uniforme con otros como Uriel Moreno “El
Zapata”, Jerónimo Aguilar, José Luis Angelino, Israel Téllez, Arturo Macías y
“Joselito” Adame. A este grupo, se han unido: Fermín Rivera, Diego Silveti,
Arturo Saldívar, Octavio García “El Payo”, Mario Aguilar, Juan Pablo Sánchez. Y
como retaguardia de tal generación encontramos a Ricardo Frausto, Ernesto
Javier “Calita”, Antonio García “El Chihuahua” y Jorge Sotelo.
Como podrán observar, son muchos los nombres, pero aunque
parezca mentira, no hay consagrados en su sentido literal absoluto. El culmen
referencial en estos casos son el “ídolo” o “mandón” que, si ustedes me
preguntan de qué figura o figuras se trata, evidentemente hay que referirse a
David Silveti y a “Manolo” Martínez respectivamente. Ellos dos, son en esencia
los paradigmas inalcanzables de todo este conjunto de toreros que siguen sin
llenar plazas, pero tampoco mueven o conmueven más allá del pequeño círculo
cuya propiedad exclusiva es de la tauromaquia y de los taurinos que la
representan. El perfil de la torería se ha delimitado a sus órdenes
convencionales, no va más allá (¿o no quiere ir?) para evitar suspicacias o ser
blanco de ataques. Un “ídolo” en cuanto alcanza dimensiones que cobran el
interés popular y mediático, pasa de una escala de mediana resonancia a la de
mayor efecto, hasta convertirse en un fenómeno social. En este año por ejemplo,
se desarrolla la celebración del centenario de Octavio Paz, Efraín Huerta o
Julio Cortázar, entre otros hacedores que ya alcanzaron órdenes universales. De
ello, se han encargado autoridades culturales, pero sobre todo la obra de cada
uno de ellos, suficientemente capaz de justificarlos en tanto creadores de
altos vuelos. Y Octavio Paz, Efraín Huerta o Julio Cortázar ya son
imprescindibles, inolvidables, entrañables.
Del mismo modo, para nosotros los mexicanos, el caso de
Pedro Infante sigue siendo todo un enigma. Ha habido publicación que en su
portada llegó a aparecer el siguiente “balazo”: “¡Pedro Infante… no ha
muerto…!” Y en efecto, mandaban al lector a las páginas centrales, que cuando
estas se abrían, es porque uno encontraba allí el poster de Pedro Infante, a
doble página, donde el resto de la otra parte de aquella frase introductoria,
atravesaba en forma diagonal al cantante en estos términos: “¡… pero del
corazón de los mexicanos!”
De igual forma, he platicado en ocasiones el hecho de que en
diversas reuniones entre taurinos, el caso de Rodolfo Gaona siempre sale a
flote en la conversación. Llama la atención el hecho de que este gran torero,
habiéndose retirado hace casi 90 años, siga siendo tema, como lo es el caso de
Silverio Pérez, Lorenzo Garza, Luis Castro “El Soldado”, Alberto Balderas o
Fermín Espinosa “Armillita”. Y todos estos grandes toreros no escapan a ser
citados en diversas anécdotas o referencias que dan sentido a diálogos o
discusiones de aficionados a la tauromaquia.
¿Qué pasa entonces entre los diestros de la presente generación,
que pareciera que no pretenden alcanzar esas grandes alturas?
¿Dónde está el que suceda a “Manolo” Martínez? ¿Quién se
atreve a ponerse al lado de David Silveti? ¿Será que por eso las plazas no se
llenan desde hace años?
Si en los toros no se cuenta con un referente, como lo
podría haber en el futbol (deporte que, no siendo de mi interés personal, deja
ver, por ejemplo en el caso mediático de Ronaldinho que lo han publicitado ad
nauseam… todo sea también por la “otra publicidad”), es que entonces se ha
perdido la dimensión de formar o crear referentes potenciales en este peculiar
territorio.
A todo esto: ¿Ya se acabaron las figuras en el toreo
mexicano?
Insisto que el síntoma de las plazas vacías preocupa, porque
es el efecto natural que muestra dicho espectáculo, pues además de que no
funcionan bien sus estructuras, y que deben renovarse sentidos y significados
para revalorarlo de dentro hacia afuera, ha perdido importancia, la cual creen
algunos que se recupera en festejos de gran poder de convocatoria como las
ferias, o ese otro, el del “5 de febrero” en la plaza de toros “México”, mismo
que debería ser el modelo, pero también el catalizador para encauzar o
reencauzar la fiesta en nuestro país. Los actuales momentos no son nada
fáciles, más bien incómodos, debido a lo inestable o vulnerable de este
espectáculo, blanco de ataques y cuestionamientos por parte de grupos
opositores a su pervivencia o permanencia, mismas condiciones de las que
deberíamos preocuparnos, como si se registrara una especie de activismo, cuya
dinámica garantizara mejorías luego de la aplicación de remedios posibles.
El espectáculo de los toros en México, si bien es una
tradición que se debe, en buena medida a los usos y costumbres, ha tenido que
adaptarse a los tiempos que corren, pero es incapaz de emparejarse quizá,
porque un gran peso de lo ritual está ahí y eso la modernidad misma no ha
llegado a entenderlo. Parecen confrontarse dos tiempos distintos, el pasado y
el presente, condiciones en las que ha sucedido una fuerte reacción de
incorrectas asimilaciones, acomodos y reacomodos de todos aquellos códigos que
le son consubstanciales al toreo, el cual carga con dichos componentes desde
hace casi cinco siglos y hasta nuestros días.
Pero el problema históricamente todavía puede ser más
complejo, puesto que tendría que ver con el episodio de conquista y coloniaje a
que fueron sujetos los antiguos mexicanos durante tres siglos, de cuyo
resultado no podemos olvidar aquella articulación reflejada en el mestizaje,
suma de dos culturas a su vez resultado de otras tantas en su paso dominante y
conquistador. En aquel complejo andamiaje, se encontraron junto a la religión
católica o el burocratismo que estimuló Felipe II, las corridas de toros,
aspectos que hoy perviven entre nosotros como una extensión que estuvo
integrada precisamente a todo aquello que pretendía desplazar la emancipación
que, habiendo comenzado entre 1808 y 1810, concluyó en un primer episodio, el
27 de septiembre de 1821. Toros, religión católica –cuya culminación
integradora sucede cada 12 de diciembre-, y el burocratismo que, a pesar de
modernidad o postmodernidad, se impone en muchos sentidos en la administración
pública, alcanzan ese “aquí y ahora” y parece ser que, en el imaginario o
inconsciente colectivo enraizaron de tal forma que forman parte de esa compleja
red de la cual, Samuel Ramos intentó un día dar con una más o menos coherente
explicación, la cual convirtió en su libro El perfil del hombre y la cultura en
México. En ese sentido, Mario Magallón Anaya, en su ensayo “Samuel Ramos y su
idea de cultura en México” ha dicho:
“Para el filósofo mexicano Samuel Ramos, el problema central
de la cultura mexicana radica en que, antes de buscar nuestro modo de ser, de
mirarnos a nosotros mismos como nación, debemos comparar nuestras escasas obras
con las de los países más antiguos de las culturas desarrolladas. Por lo tanto,
realizar comparaciones lleva a encontrar similitudes y diferencias, potenciando
caracteres positivos y negativos entre la cultura europea y la mexicana, lo
cual origina el “sentimiento de inferioridad”. Esto, dice Ramos, lleva al
mexicano al problema del complejo de inferioridad, que se expresa en el afán
por disfrazarse de “extranjero” y no aceptarse como es. Es decir, de no ser “si
mismo” sino un “otro extraño”.
Como se podrá apreciar, el asunto es más complejo de lo que
se esperaba al principio de estas apreciaciones, pero también conveniente para
entender hasta qué punto el mexicano se ha metido en esa compleja idea que lo
lleva a no entenderse a sí mismo. En ese sentido, cuando tenemos que extender
tal circunstancia al territorio taurino, entramos en un conflicto cuyos valores
almacenados difieren de lo que el tiempo presente podría aceptar, sobre todo si
se trata de sociedades cada vez más dirigidas por los nuevos pensamientos,
hasta el punto de aquello que vuelve a afirmar Mario Magallón Anaya:
“Mirados los motivos y las razones, que desde la
fenomenología interpretan y violentan mi libertad, mi sexo, mis atavismos, mi
cultura, mi pasado y mi ambiente social. Todo lo cual tendrá que hacerse desde
un ejercicio reflexivo, libre y autónomo. Porque son los motivos y las razones
precisamente, las que me permiten actuar y proyectarme hacia el porvenir. Pero
no es una libertad que nos “cae del cielo”, sino que es la facultad que tengo y
que me permite asumir mi pasado para afirmarme hoy como mexicano. Por lo mismo,
“ser libre no es ser nada”, sino, más bien, es ser lo que soy y a partir de
allí ser proyecto en la historicidad, como ser obrero, campesino, profesional
[del toreo, por ejemplo N. del A.] de lo que será. Esto es ser, por cierto mi
yoidad entitaria y por quien decido libremente, aunque no me decida ex
nihilo. Por lo tanto, nuestro privilegio de humanos no es, de ninguna manera,
la inconstancia de la veleta, sino la expresión de lo que somos”.
Planteada tal utopía, la del mexicano es que debemos ser
capaces de entenderla para superarla previo ejercicio de asimilación con objeto
de reconocer todos los elementos que la integran y así, encontrarnos o
reencontrarnos como lo que realmente somos. Y en eso en el toreo, es una labor
pendiente.
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