Retazos íntimos de nuestra mutua
confianza, cariño y amistad
Mañana 26 de septiembre se
cumplen 30 años de su muerte. Nunca, jamás olvidaré su natural bondad y su
hombría de bien, parangonables con su gran categoría como torero. Dios le
tendrá en su Gloria para la eternidad.
José Antonio del Moral
Parece que fue ayer, sí. Sobre todo para los que tuvieron la
desgracia de ver in situ lo que sucedió en Pozoblanco, pero también para
cuantos sin, verlo, lo sentimos muy dentro de nuestras almas y de nuestros
corazones. En mi caso personal, con el
profundo sentimiento que suponía y aún supone haber sido más que íntimo
amigo. Cuando sucedió su muerte, todavía nos teníamos como hermanos aunque
durante sus últimas campañas Paquirri nunca terminó de entender mi repentino
distanciamiento después de tantos años tan unidos por doble motivo.
De una parte, porque como torero ya no coincidía tanto con
él. Paqurri llevaba tiempo ausente de muchas de las ferias a las que yo asisto
siempre. Un día me lo recrimino: “¿Por qué no te veo tanto como antes? Y yo le
contesté: “Soy yo quien no te ve a ti…”
Fui tan admirador de su figura como puntual crítico con los
errores que cometió. Uno de ellos, el más determinante, no haberse retirado a
tiempo. Al menos dos años antes de su muerte que yo presentí o intuí que algo
muy malo podría sucederle…
El otro motivo de mi retraimiento fue el de su noviazgo y
posterior boda con Isabel Pantoja. Desde que me la presentó no me gustó un
pelo. Ni ella ni su señora madre, doña Ana, creo que se llama… Paco y yo
compartimos solos muchos almuerzos cada vez que venía a Madrid durante los
inviernos. “¿No te importa que hoy vengan a comer Isabel y su madre? También
vendrá mi administrador que ya conoces”. “Bueno, así podré conocerlas…” le contesté.
Mi arma, es que mañana cantamos en Castellón…Qué raras son,
verdad. Tú sabrás que te vas a casar con ella
La comida fue en La Dorada que no sé si existe todavía en
una calle del norte de Madrid. Un inmenso restaurante que tuvimos que atravesar
para llegar al reservado que el dueño había elegido para que la reunión fuera
discreta. Este señor acababa de comprar la Venta de Antequera de Sevilla.
Quería convertirla en un gran centro turístico… con capilla incluida y
pretendía que la boda de Paco con Isabel se celebrara allí. El almuerzo fue una
burda desmesura, invitación sin duda
interesada del dueño del local para convencerles de su propósito. Más que
comida fue echarnos de comer una mariscada absurdamente gigantesca. Fue
materialmente imposible dar cuenta de ella. Sobró casi todo. Asombrados, doña
Ana llamó al invitador y le pidió que metiera en cajas de cartón todo lo que
había sobre la mesa: “Mi arma, es que mañana cantamos en Castellón….” Yo me
quedé patidifuso y, como nunca supe ni sé disimular, Paquirri lo notó. Cuando
Isabel y su madre se levantaron de la mesa para ir juntas a donde siempre van
juntas las mujeres, Paquirri me dijo: “¿Qué raras son, verdad..? “Tú sabrás que te vas a casar con ella” le
respondí. No quiero contar más
intimidades que viví con las Pantoja porque algunas fueron realmente
intolerables y alguna deplorable, especialmente el día que fuimos juntos a
comer al Hotel Goya con los patojos tras el entierro de Carmen Dominguín, la
primera esposa de Antonio Ordóñez. Paquirri la adoraba y ella a él más, incluso
después de separarse de Carmuca. Las macabras bromas de doña Ana a propósito de
la difunta las corté en seco amenazando con levantarme de la mesa e irme de
allí si seguían diciendo tantas groserías contra quien yo también quise mucho.
Me pareció increíble que Paco no le dijera nada a su futura suegra. Y corté. Corté.
No las vi ni en el velatorio ni en el entierro de Paquirri. Ni siquiera un año
y medio después cuando fui a la casa de Isabel en Sevilla –todavía la del
matrimonio frente a donde ponen las casetas de la feria– cuando fui a
entregarle un ejemplar recién sacado de horno de mi libro “Nacido para morir”.
Me abrió la puerta su hermano mayor, Bernardo, y, sin decirme que entrara, se
metió para dentro y salió al rato para decirme que Isabel no estaba. Me quedó
claro que no quiso recibirme. Yo tampoco era santo de su devoción. Ya se sabe,
las simpatías siempre son mutuas. Todavía estoy esperando que me devuelva la
pluma estilográfica de oro con mi nombre grabado que le regalé por el brindis
que me hizo en la Corrida de La Beneficencia de Madrid. Los albaceas testamentarios
así lo dispusieron en el acta que firmaron tras morir Paco.
Respecto a mis discusiones con Paquirri a propósito de sus
aconteceres como toreo, quiero traer aquí algunos recuerdos íntimos del momento
en que le advertí que yo sería el primero en decirle que se retirara en cuanto
viera que le había llegado el momento de poner fin a su carrera. Ya habían
pasado algunos malos periodos aunque muy cortos, distanciados y uno incluso
durante su cenit profesional, justamente el año que se consagró como máxima
figura en la feria de San Isidro de 1979 con el famoso toro “Buenasuerte” de
Torrestrella, tras sus clamorosas actuaciones en todas la ferias anteriores,
especialmente la de Sevilla. De esta feria tengo una anécdota sensacional y
definitoria del momento cumbre que estaba gozando.
Faltaba poco más de una hora para que comenzara la primera
corrida y mientras empezó a vestirse de luces, en la habitación que ocupaba en
hotel Colón, entró don Diodoro Canorea que ese año fue el primero en el que fue
empresario de Las Ventas de Madrid. Además de desearle suerte, le dijo a
Paquirri que tenían que hablar cuanto antes de su participación en la feria de
San Isidro. Paquirri le dijo entre risas que le contratara ya porque “después
de la corrida voy a ser más caro…” Fue exactamente lo que ocurrió una vez
finalizada la Feria de Abril.
Pero tras aquel memorable San Isidro, Paquirri sufrió un
tremendo bache. Yo noté que estaba mal en la feria de Algeciras y cuando volví
a verle en la de Burgos, aún estuvo peor. Fui a verle al Hotel Almirante
Bonifaz que es en el que siempre vivo en Burgos porque, además de lo excelente
que es, por mi entrañable amistad con uno de sus dueños, Tirso Ojeda, tengo
trato de favor, lo mismo que en el maravilloso restaurante del mismo nombre,
Ojeda. Pues bien, en la habitación que
ocupaba Paquirri, había mucha gente. Entre otros, todos los grandes amigos
bilbaínos de Antonio Ordóñez que también eran míos. Nada más entrar, miré
fijamente a Paco y me inquirió con un llamativo “¡qué¡”. “Que la corrida no ha
servido pero tenemos que hablar”, le respondí. Paquirri gritó acto seguido que
nos fuéramos todos de la habitación. Justo cuando yo también iba a salir, me
pidió: “Tú, no, tú quédate. ¿De qué tenemos que hablar?…” Ya estábamos completamente solos cuando le
dije algo que le llegó a lo más dentro de su alma: “Mira, Paco, llevo días
viendo que andas fatal, hoy mismo te has pasado la tarde paseando por el
callejón con la mirada perdida, sin que te interesara nada de lo que estaba
pasando en el ruedo mientras toreaban tus compañeros. En tus dos toros no has
querido banderillear y como no han sido nada buenos, te los has quitado de en
medio sin intentar nada, sin querer hacer lo que siempre les haces para que
embistan…. Sin…. En fin… lo que te quería decir es que creo que lo que te tiene
así es tu romance con Lolita Flores. Ella, sin duda te quiere mucho. Pero tú a
ella solo para divertirte y para darle celos a Carmuca… que te trae a mal
traer…. Tienes que decidirte a separarte de ella o a hacer las paces de una vez
por todas. Sé que es muy difícil… Pero que sepas que tú podrías casarte otra
vez con quien quisieras… Eres un figurón, muy buena gente… rico, famoso… Elige
otra mujer a la que quieras de verdad, pero a ninguna porque creas que puedan
molestar a Carmen. A ella eso le trae al fresco…
Paquirri estaba sentado a horcajadas en una silla y, de
pronto, rompió a llorar como un niño… asintiendo con la cabeza entre sus manos…
amargamente, inconsolable… Fueron diez minutos que nunca olvidaré. Pero yo me creí en la obligación de decirle
lo que nadie se hubiera atrevido… Al día
siguiente, después de la corrida y de vuelta a Haro donde dormíamos durante la
feria de Burros en la casa de mi gran amigo José Miguel Ibernia, pusimos la radio del coche para escuchar las
noticias taurinas que se daban al final del diario hablado de las 10 de la
noche. Subí el volumen para saber qué había ocurrido con Paquirri en Soria:
“Cuatro orejas y un rabo” dijeron. ¡Ya está otra vez Paco en lo que debe
estar!, grité a José Miguel. Sentí una inmensa alegría. Mis palabras le habían
hecho reaccionar…
Muchas cosas parecidas aunque solo por sus esporádicos
fallos taurinos sin mayores historias personales detrás, le dije a Paquirri a
lo largo de nuestros muchísimos encuentros por todas las plazas de España y de
Francia. Así como otras tantas respuestas suyas sin reconocer sus defectos o
carencias. Y luego de pasado el trago, tantas veces asumidos después por el
propio torero y amigo hasta que, una tarde sin toros, me propuso que le
apoderara. “Muchas gracias por tu confianza. Pero no, Paco. ¿Qué haría yo
después?, no pensarás que podía volver a la crítica… Sería imposible y eso
nunca, eso es lo mío para siempre hasta que me muera.”
Una noche que dormimos en la misma habitación en la gran
casa de Campocerrado, la dehesa de don Atanasio Fernández, durante la feria de
Salamanca en la que Paquirri triunfó clamorosamente en las dos corridas que
actuó, no me dejó dormir en paz porque él, como tantas otras noches, se
desvelaba rumiando y rumiando continuamente sobre cuales habían sido los
verdaderos motivos de su separación de Carmen Ordóñez… La obsesión que siempre
tuvo, siempre, siempre… porque siempre estuvo locamente enamorado de
ella….Verdaderamente, la única mujer que amó de verdad en su vida…
Fueron días en los que, además de triunfar a golpe cantado
cada tarde, el recuerdo de su Carmen nunca cesó en una inagotable obsesión. En
uno de esos días llegué a advertirle muy seriamente que “yo seré el primero en
decirte que te llegó el momento… “porque no creas que siempre será como ahora…”
Y ese día llegó.
Justo dos años antes de su muerte. Fue durante la feria de Julio en
Valencia y no en una corrida que protagonizara Paco. Fue un día antes de la
suya. Estábamos sentados en la meseta de toriles Paco, Antonio Ordóñez y yo
entre los dos. Para qué contarles que, mientras duró el festejo, fuimos objeto de todas las miradas. Unas
cariñosas y otra odiosas… Como siempre. Es a lo que estoy acostumbrado… Ordóñez
y yo no paramos de hablar mientras Paco callaba. Ni una palabra dijo… En el
descanso de la merienda, dejando solo al maestro, nos levantamos y entramos en
los chiqueros. Estábamos apoyados en la balaustrada de madera sobre uno de
ellos. Paco seguía pensativo… Y, de pronto no pude contenerme: ¿Te acuerdas de
lo que una noche te dije en Campocerrado sobre que yo sería el primero en
decirte…” Paquirri me cortó en seco:
“Pero qué dices, estás loco…? No estoy
loco, Paco. Creo que te ha llegado el momento…
La última vez que hablé con Paquirri fue en su habitación de
hotel Gran Prix. Todavía el año de su muerte, lo usaban para vestirse los que
iban a torear en San Sebastián de los Reyes. Fue una hora antes de la corrida
de aquella tarde y al entrar en el cuarto, el mozo de espadas estaba ayudándole
a ponerse la chaquetilla. Yo iba con prisas y solo pude intercambiar dos frases
con Paco, medio en serio medio en broma le dije, “Hola, Paco, estás muy
gordo..” Desde luego que lo estaba. Y él me contestó raudo…“Y tú, muy calvo¡”.
Ya lo estaba, casi como ahora. Muchas veces al mirarme en el espejo pienso que
nací así…
La tarde de su muerte acababa de regresar desde Nimes a
donde fui para ver matar seis toros de Jandilla a Paco Ojeda. Fue la última de
las siete que toreó ese año y estuvo cumbre. Eran las 9de la tarde noche,
estaba en un bar de Madrid y en el telediario escuche que Paquirri había sido
muy gravemente herido. Pues si de una cornada se habla en un telediario, muy
pero que muy grave debe ser, pensé para mí. Enseguida marche a mi casa de Colmenar
de Oreja para cenar con mi madre. Al entrar en el comedor, ella ya estaba a la
mesa, le dije que por lo que había visto y oído en el telediario a Paco han
debido pegarle una cornada muy grave en Pozoblanco. La televisión no estaba
encendida en nuestra casa. Antes de tomar asiento para cenar llamaron por
teléfono. Era mi amigo José Miguel
Ibernia. Su voz, muy agitado, me alarmó: “¿Te has enterado, te has enterado…. A
Paquirri le ha matado un toro esta tarde en Pozoblanco…” No, no lo creo, no lo
creo, no puede ser….” Colgué y me senté a cenar con mi madre. Pusimos en la
mesa un transistor. A la 10 en punto, sonó la música del parte de Radio
Nacional y la primera voz que escuchamos fue la José Luís Carabias: “Señoras y señores, muy buenas noches. Francisco
Rivera Paquirri ha muerto como consecuencia de un gravísima cornada que recibió
esta tarde en la plaza cordobesa de Pozoblanco…..”
Consternación es poco para definir lo que sentí. Interrumpí
la cena y le dije a mi madre que viajaría inmediatamente a Córdoba en mi coche.
Yo también, hijo. Me voy contigo… Subamos a nuestros cuartos para hace un
pequeño equipaje y partimos de inmediato.
Pero cálmate. Dios lo ha querido. El altísimo sabrá por qué…. Además, yo
sé que Paco era una persona cabal. Una persona realmente extraordinaria. Quien
sabe… A lo mejor se lo ha llevado para evitarle el sufrimiento que estoy casi
segura podría ocurrirle si permaneciera
vivo. Los caminos de Dios son inescrutables…
Estas palabras de mi madre nunca las olvidé porque fueron
premonitorias. Si Paco hubiera vivido y visto lo que pasó después, se habría
muerto de nuevo con tantos disgustos. No los habría soportado tal como era.
Mi madre fue una mujer sabia y muy adelantada a su tiempo,
amable hasta decir basta y donante universal donde las haya. Solamente ella supo lo mucho que dio y arregló en
Colmenar donde ejerció como farmacéutica durante muchísimos años.
Paquirri, en efecto hubiera sufrido lo indecible de haber
vivido. Aunque también disfrutado viendo
a sus hijos, Francisco y, posteriormente, a Cayetano como se hicieron toreros.
Independientemente de a donde llegaron profesionalmente, creo sinceramente que
su padre, desde el Cielo, es quien se encargó de que a la postre, ambos
encontraran el éxito y la felicidad en sus respectivas vidas. Y es que lo
merecieron y lo merecen sobradamente después de haber vivido una niñez y una
adolescencia que no quisiera para nadie por muy rodeados de comodidades que
tuvieron durante aquellos años.
Seguro que muchos querrán preguntarme ahora por qué fui tan
amigo de Paquirri. Pues se lo voy a contar. Yo le había tratado desde que tomó
la alternativa por la inevitable relación que solemos tener los críticos con
los principales toreros. Pero fue cuando entró a formar parte de la familia Ordóñez
cuando empezamos a intimar. Paco, además, siempre fue un triunfador y no tuve
que criticarle duramente como a tantos otros. Salvo pequeños tropiezos y aparte
los gustos de cada cual, fue un gran torero y un pedazo de profesional como
pocos habré conocido. Se hizo máxima figura y ejerció como tal durante varios
años. Pero, ¿quien no ha padecido baches en el toreo? Todos. En una feria de
Sevilla – ya estaba casado hacía tiempo con Carmen – un toro de Manolo González
le pegó una cornada de poca importancia que, sin embargo, le quitó el sitio y
cuando reapareció se le notó bastante. Fue un bache muy inoportuno que le duró
hasta más de la mitad de agosto. Paquirri no estaba bien ni apenas triunfaba. Y
yo, lo dije y le critiqué en muchas ocasiones. Por entonces, Antonio Ordóñez
era empresario de la plaza de Málaga y como yo iba a la feria cada año – se
celebraba en la primera semana de agosto y solo coincidía con la de Vitoria – y
solía asistir diariamente al sorteo y al apartado de las corridas. Luego me bajaba
al despacho del maestro y, muchas veces,
comíamos juntos. La suegra de Paquirri, Carmen, y su esposa, Carmuca, estaban
seriamente enojadas con mis crónicas a Paco. No entendían que describiera sus
fracasos sin ningún disimulo. Una mañana de la feria malagueña llegaron al
despacho de Antonio acompañadas de Paquirri y al entrar no me saludaron
poniéndome muy mala cara, pero Paco sí que me saludó y muy cariñosamente.
Tampoco se despidieron de mí al irse. Pero Paco se quedó a solas conmigo y me
dijo: “No te preocupes, ni caso ¿qué saben de esto las dos? Yo sé mejor que
nadie que estoy muy mal y tú haces bien en decirlo. Es tu obligación… Dame un
abrazo.
Pasadas dos semanas tras este insospechado y ejemplar
encuentro, Paquirri toreó en Bilbao como cada temporada. En su segunda tarde,
una corrida de Urquijo que dio mal juego y él estuvo muy bien aunque no cortó
ninguna oreja. Le vi recuperado. Y fui a verle. Subí desde mi habitación a la
suya del Hotel Ercilla y cuando entré estaba con su mozo de espadas a solas.
Era su tío Ramón Alvarado. Se quedó de piedra al verme porque también él estaba
enfadado conmigo.
Paco, vengo a verte porque he visto que ya estás con el
sitio de tus mejores temporadas. No has cortado orejas pero has dado una
lección de maestro con el pundonor que siempre te distinguió. Así que,
enhorabuena, amigo.
Paquirri me dio las gracias mientras me abrazaba con fuerza
y me dijo: “Que subas tu a decirme lo que acabas de decir vale más que todas
las orejas del mundo”
Ese y así era Francisco Rivera “Paquirri”…
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