JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
No somos tan viejos como creemos. El toro llegó
antes que nosotros, mejor dicho, que nuestra versión del homo sapiens. Esta, de
ciudad, escritura, conciencia del pasado, arte y división del trabajo, a la que
se atribuyen siete mil años mal contados. Nada, casi nada en la infinitud del
tiempo y el espacio.
Hace por ahí 10.000 cultivamos. Hace más o menos
15.000 domesticamos animales. Hace unos 20.000 hablamos (articuladamente). Hace
quizá 30.000 pintábamos toros en las cavernas, y desde mucho antes fuimos
carnívoros. Arari, el inteligente profesor israelí, hace un magistral recuento
biográfico en su vendidísimo libro “Sapiens”.
Cuando resultamos así, como somos ahora, ya
traíamos heredado el culto taurómaco. Que es protohistórico (antes de la
historia). Las primeras deidades fueron toro y mujer. Dioses de nutrición,
sexo, fertilidad, fuerza, supervivencia. Hondas raíces biológicas que
subsisten. Las formas culturales que ha tomado el rito entre tanto son
expresiones aleatorias de lo mismo. Lo afirman, con pruebas, arqueólogos,
antropólogos e historiadores.
Entonces, a qué tanta bulla y asco al único
ceremonial vivo que consagra ese nuestro pretérito tiempo mayor, cuando éramos
ecológicos y no “ecologistas”. Por qué tanta gazmoñería. Si somos lo que somos
y ocupamos el lugar que ocupamos y usurpamos en el planeta. Si esa es nuestra historia,
no muy digna, más bien indigna, con las otras formas de vida.
Si proclamándonos, más astutos, ápices de la
evolución, reyes de la naturaleza, nos hicimos dueños del patio y abusamos,
esclavizamos, desplazamos, matamos, devoramos, ensuciamos exterminamos y lo
justificamos ufanos en aras del progreso.
Los “animalistas” aplauden hoy que gracias a la
crisis viral, a las no corridas, a la quiebra ganadera, desaparezcan hatos
enteros de bravos, asesinados a mansalva en los mataderos. Celebran ver esa otra
especie al filo de la extinción. Les apetece carnear ese animal sagrado, que
infunde, temor, admiración, distancia, reverencia, y batiéndose cuerpo a cuerpo
con el hombre, por su vida y su sitio en el mundo, simboliza un equilibrio
humano con la naturaleza y una inocencia perdidos para siempre.
Es la civilización de los que pretendiendo
defenderlo le niegan la existencia y se niegan a sí mismos.
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