FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Quiérase o no, durante los diversos ciclos que se
apoderan de nuestra vida el protagonista es siempre un avatar, esto es, un
suceso que involuntariamente transgrede, interrumpe o sobresalta la placidez
de nuestra existencia. Rompe los
esquemas establecidos, se pone “de moda” y nos arrastra hacia una serie de
acontecimientos y costumbres que “crean tendencia” o marcan el paso en el
devenir de una nueva convivencia en los espacios de ocio. La muerte de un
artista de Sevilla, llamado José Manuel Rodríguez y apodado El Mani, me
retrotrae a uno de esos avatares que irrumpió de forma volcánica a finales de
los 70 y principios de los 80, un volcán que derramó su lava por toda la
geografía ibérica, traspasando incluso los Pirineos hasta arrasar en el Midi
francés: las sevillanas. Se ignoran las causas de tan insólita explosión, pero
el caso es que, de golpe y porrazo, un apreciable número de españoles (y
españolas) se pusieron a alzar los brazos, hacer jeribeques con las manos y
poner en marcha las bielas de las piernas para pespuntear filigranas
indescifrables, taconear furiosamente y hacer los “cruces” con la pareja de baile
a que obliga el prontuario del buen bailar. Así, por las buenas, sin
encomendarse a Dios ni al Diablo, las sevillanas se desparramaron por España,
con los daños colaterales que es fácil suponer, porque no solo la gente más o
menos joven, digamos, “flamenquita” cayó en las redes del sevillaneo, también
la madurez más osada se echó al monte de este nuevo ejercicio seudoartístico,
que no sé yo si fuera éste el motivo por el cual una de las artistas más
célebres de tan singular disciplina se anunciara María del Monte.
El caso es
que la proliferación de las llamadas Salas Rocieras llegó a ser tan curiosa
como cansina. Fue una plaga en ciudades, incluso pueblos, de nuestro país.
Hasta en La Coruña me las encontré. Y en Nimes (Francia). Ya no digamos en las
zonas de tierra adentro, Despeñaperros arriba. Los disc-jóquey de las
discotecas hubieron de hacer acopio de sevillanas para que la peña se desfogara
a última hora, haciendo gansadas flamenquitas bajo las luces que ametrallaban
la sala, protagonizando una escena surrealista que me recordaba el momento en
que el portavoz de la pequeña orquesta de mi pueblo –dos saxos y una “caja” que
no llegaba a batería—anunciaba, ante los clamores de los más maduros, como
remate de la fiesta: “ahora, ¡la jota para los casados!” Los casados, se lo
tomaban muy en serio, pero los chavales pegábamos pingoletas sin ton ni son.
Pues con la sevillanas pasó lo mismo. La gente que llevaba ese folclor en la
masa de la sangre –los “miarmas” de toda la vida—hacían gala de una ortodoxia más
o menos aceptable, pero el ejército de intrusos que se levantó en armas con el
boom de las sevillanas fue –al menos en principio-- un batallón desordenado y apoteósico,
especialmente la soldadesca masculina. Hay que reconocer que, con el tiempo,
los (las) más aplicados (das) llegaron a impregnarse de un cierto halo de
“sevillanía”, e incluso los hubo, como mi amigo Conrado, que dio sopas con
honda a los aborígenes en las casetas de la Feria de Sevilla, donde resonaban
una y otra vez, hasta hacerse “jartibles” los compases de rasgueos de guitarra,
palmetazos a la caja de mbero y ese
ras-ras de suela de zapato, lijando los entablados polvorientos de las
casetas del Real o el húmedo y apelmazado albero de sus calles hasta que el sol
de la mañana hacía daño en las espaldas. La muerte de El Mani me ha traído a la
memoria la imagen de los cuadros flamencos improvisados con gente que derramaba
arte desde el dedo meñique de sus manos hasta la puntera del zapato; y,
también, la de unos tíos haciendo pucheros grotescos con la cara y, lo que es
peor, aflamencando el natural desgarbo de su figura entre tropezones y
encontronazos con la figura de enfrente. De ellas no digo nada por prudente y
elemental discreción, pero... es lo que tienen las modas: la perspectiva del
tiempo pone en su sitio los límites del pudor. Ahora bien, en lo que a servidor
respecta, esos recuerdos me imponen la
obligación de confesar que también fui uno de los reclutas-nutrientes del
zambombazo de las sevillanas y entré en la vorágine de ponerle cierto garbo a
ese danzar frente a una mujer en cuatro secuencias diferentes. Los cuatro
evangelios de un ritual ancestral en la tierra de María Santísima. Mi devoción
por el flamenco, a veces, tiende a
hacerme caer en ciertas veleidades; pero quien diga que las sevillanas no son
flamenco, no sabe de flamenco. El arte flamenco se canta y se baila. Se dice y
se escenifica con absoluta entrega, tanto el drama como la fiesta. No hay bueno o malo, sino quien lo dice o
hace bien o quien lo dice o hace mal. Decía Manolo Caracol: “no hay cante
grande ni cante chico; hay cantaores grandes y cantaores chicos”. En el arte
del toreo –primo carnal del arte flamenco—ocurre algo parecido.
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