FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Enrique Ponce se ha retirado de los ruedos. Así,
de sopetón. Por sorpresa. La noticia, gestada y puesta en circulación por el
propio protagonista, vuela por las redes sociales, el caladero más expansivo y
eficaz que ha encontrado la sociedad contemporánea para tratar las cosas de la
vida que afectan a los seres humanos, y también el lugar adonde echan la propia
–red miserable—los que no lo son tanto, los que aprovechan la marea para
refugiarse en su oleaje y dar suelta al contenido de su muladar. La noticia me
deja absorto. Lo leo y no lo creo. Uno está acostumbrado a que los toreros,
especialmente los grandes en importancia, los que “dejan huella”, preparan los
bártulos del adiós con el detenimiento y reposo que demanda su influjo en la
evolución de la tauromaquia por ellos practicada durante el período de mayor y
más impactante actividad, anunciando con antelación los lugares donde trenzar
el rosario de postreros paseíllos, una especie de metas volantes de su última
etapa, la del fin de carrera. Pero en el caso de Ponce, no. Se va dando un
portazo, y les puedo asegurar que tal comportamiento no “casa” con el carácter
de un hombre esencialmente bueno, sensible y generoso ante la adversidad ajena,
y de un torero que ama lo que hace –torear—como no he visto amar a nadie en
este mundo del toro, donde el cuerno es una amenaza y el trapo, a veces, es
sucio. Enrique es el torero que más he visto torear en mi ya larga aventura
profesional por los ruedos del mundo, y les puedo asegurar que en la cuestión
de practicar ese incomprendido y en tantas ocasiones denostado oficio de
conducir lo impredecible, con la muerte andando por allí, no he conocido
ejemplar de la especie humana tan identificado con lo que hace. Es una
obsesión, sin duda. Se levanta de la silla para dirigirse al aseo y va por el
camino dibujando trincherillas o pases de la firma. Toma el driver en el tee de
salida, y antes de dar el pertinente zurriagazo no ensaya el swing, como todo
el mundo, sino una tanda en redondo y el de pecho. Tiene la locura del toreo
metida en la cabeza. No le cabe en ella otra cosa mejor que hacer.
Algo muy gordo, muy íntimo, ha tendido que
provocar lo que considero una sublime decisión, que parece haber llegado de la
mano del abatimiento. No hace cuarenta y ocho horas que hablamos de él en una
larga velada en Alicante, con empresarios, toreros y periodistas taurinos. Le
habían visto en la corrida de esta feria echarse de rodillas durante la faena
de muleta y su gesto de rabia, de rebelión, ante la negativa del presidente de
concederle un trofeo les pareció exagerado; pero esto no es nuevo en Ponce.
Siempre digirió mal estos pequeños despropósitos, tan habituales en las
corridas. Así se ha comportado habitualmente Enrique Ponce en el ruedo. No
entiende de censos municipales ni categorías de Plazas. Quiere ganar siempre,
como decía Luis Aragonés que hacían los campeones. Lo conocí en Castellón, en
la feria de la Magdalena del 88. Me lo presentó su mentor, su verdadero
impulsor y algo más que “padre taurino”, Juan Ruiz Palomares, al término de una
corrida de toros. “Mira, éste es el que debuta mañana con picadores”. Miré para
abajo, para muy abajo, y era un niño, de los que llevan al colegio la cartera y
el bollicao. Me molestó lo que consideré una broma de mal gusto, un vacile para
conmigo que no venía a cuento. Sí, sí,
broma…, al día siguiente, con utensilios de torear acoplados a su corta
estatura –casi de juguete—les formó dos líos monumentales a los cuajados
novillos que salieron al ruedo. Desde entonces he sido testigo presencial y
notario verbal de su excepcional carrera taurina.
Excepcional porque no ha habido obstáculo que
pudiera detener su ambición por desbridar lo enredoso y aprovechar lo boyante,
superando inconvenientes que para otros fueron ininteligibles. Excepcional,
porque no ha habido Puerta Grande de plaza de toros en todo el mundo que no le
haya cobijado bajo su dintel. Excepcional porque se ha batido el cobre con tres
generaciones de toreros, manteniendo su asombrosa capacidad para resolver los
problemas del toro de lidia, con independencia de su encaste. Excepcional
porque ha conquistado a los públicos del orbe taurino, a todos, sin excepción,
toreando más que nadie durante más de tres décadas. Excepcional, porque ha sido
el torero español de su generación que ha terminado el boletaje en la
Monumental de México en varias ocasiones, convirtiéndose en el principal
“consentido” del apasionado público de aquél país, algo que aún está por
igualar entre nuestros compatriotas actuales. Excepcional porque es depositario
de una afición inmensa e inmarcesible, así pasen los años. Hago mención de todo
esto, a vuelapluma, porque, insisto, he tenido la fortuna –el privilegio, más
bien-- de haber compartido tanta excepcionalidad.
Por tanto, en lo que a mí concierne, con Enrique
Ponce sobra el ditirambo. Esta es la verdad desnuda, la que es la tangible y
demostrable. Ello no obsta para que en torno a su figura aparezca el pellizco
de la discrepancia sobre su tauromaquia, que no es sino un reforzamiento para
el discrepado. La polémica, no solo es consustancial con la fiesta de los
toros, sino muy propia para alimentar la pasión entre los públicos, algo así
como el plasma que impulsa y mantiene su vitalidad. Sin embargo, puede que sea,
precisamente, la vitalidad del torero la que me ha parecido notar algo mermada
en estos últimos días. Tocada del ala, podríamos decir. Conste que hace tiempo
–demasiado-- que no hablo con Enrique, ni siquiera por teléfono. Pero a nadie
se le escapa la “pesazón” que acapara este hombre de un tiempo a esta parte.
Tampoco esperen que entre en el tremedal pestilente donde retoza el contingente
impresentable que actúa en algunos medios de comunicación, redes sociales
incluidas. La vida privada, ni tocarla. La “verdadera verdad” de intimidades,
familiares o afectivas, solo la conocen quienes habitan de puertas para
adentro, sobre todo las de alcoba. Y los avatares que se debaten con
enconamientos derivados de todos ellos, más aún. Me interesa únicamente la
noticia de la retirada de los ruedos anunciada de forma lacónica por un torero llamado Enrique
Ponce Martínez. Se va un grande, grandísimo torero. No es fácil que nazca otro
con tal número de cualidades para practicar el arte del toreo, plantando
batalla a nuevos y muy cotizados valores sobre las arenas candentes, hasta
llegar a la máxima longevidad en primera línea de fuego. Por esto, y por sus
incontables virtudes y valores, bien se puede decir –y digo—que Ponce es único.
Se va un torero histórico. Excepcional. Se va “por tiempo indefinido”.
¿Volverá? No lo descarten.
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