La
hipertrofia de los tiempos de la lidia y la parsimonia de sus protagonistas ha
llevado los festejos taurinos a la indeseable e insoportable frontera de las
tres horas de metraje
ÁLVARO R.
DEL MORAL
@ardelmoral
Diario EL
CORREO DE ANDALUCÍA
Es un comentario recurrente en los últimos años.
Las corridas de toros, en circunstancias normales, no se libran de las dos
horas y media de duración llevando a la desesperación a no pocos aficionados.
Cualquier contratiempo, por nimio que sea, las acerca a las tres horas de
metraje que cuando las cosas se tuercen, pueden llegar a convertir cada festejo
en una tortura malaya. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Cómo se ha llegado a este
punto de no retorno? Los aficionados más veteranos comentan que una corrida
difícilmente rebasaba dos horas de reloj. Quedan muy lejos aquellos festejos de
la Edad de Oro que se resolvían en poco más de hora y media pero no hace falta
irse a una hemeroteca –basta con poner a funcionar la propia memoria- para
llegar a la cuenta que los cambios definitivos los hemos vivido en carne
propia. No hace falta que nadie nos cuente nada.
Antes de que suene el clarín
Merece la pena hacer un cumplido repaso de la
lidia tipo de un toro bravo para tratar de desentrañar dónde están esas fugas
de tiempo: desde antes que se inicia el paseíllo hasta después de ser
arrastrado por las mulillas. Cuando el presidente –hay que hablar más de ellos-
saca el pañuelo marcando el inicio del espectáculo, en la mayoría de las plazas,
incluyendo las más encopetadas, la pareja de alguaciles sale al ruedo con una
lentitud pasmosa que nada tiene que ver con los galopes rompedores de no hace
tanto tiempo.
A partir de ahí, comenzamos a acumular minutos.
Hay que esperar un tiempo intolerable e inexplicable para que los tres espadas
salgan a la raya. A veces ni siquiera se han liado cuando los plumeros asoman
por las tablas. Antes eran los toreros los que esperaban la vuelta de los
alguaciles en la puerta de cuadrillas y ahora son ellos los que tienen que
aguardar a las cuadrillas en una espera desesperante que, en el caso de
Sevilla, les ha obligado a buscar un resguardo delante de la antigua Puerta del
Encierro antes de ponerse al frente de las filas. Pero hay más: el estúpido e
innecesario ‘photo call’ que se produce antes de iniciarse el paseíllo no sólo
afea ese momento sino que sigue retrasando la suelta del primer toro. Sigan
sumando...
Los toreros ya han cambiado la seda por el percal,
prueban los capotes y vuelven a tensar la espera mientras los alguaciles
congelan el paso de los caballos después de pedir la llave de los toriles. El
palco se hace notar ampliando aún más unos plazos que el torilero –todo el
mundo quiere su minuto de gloria, hasta ciertos areneros- otea el horizonte como
si estuviera descubriendo un continente oculto. Ahora sí, ya sale el toro. En
ocasiones se ha alcanzado o rebasado un cuarto de hora antes del primer
capotazo. ¿O no?
Primer tercio
El toro está en el ruedo. Matadores y cuadrillas
comprueban sus primeras reacciones antes de pararlo en el burladero de capotes.
Los antañones capotazos a una mano de los banderilleros ya quedan lejos. Hoy es
el propio matador, usualmente, el que sale al paso del animal para esbozar los
primeros lances. Hasta comienzos de los 90 –el reglamento del 92 fue la bisagra
de muchas cosas, no todas buenas- el pañuelo marcaba la salida del caballo en
cuanto el toro estaba fijado en los primeros capotazos. El matador estaba
pegando lances mientras el picador alcanzaba la contraquerencia con un
trotecillo que hoy ha sido sustituido por un paso cansino. En el remate de los
lances ya se encontraba prácticamente colocado para el primer puyazo que se
resolvía como una consecuencia natural.
¿Qué es lo que ha pasado? En los últimos tiempos
se retrasa la salida del picador al remate de los lances de recibo. Mientras
alcanza la preceptiva posición, el toro queda en tierra de nadie obligando a
encerrarlo en un burladero próximo –en Sevilla suele ser el del tendido 4- en un
absurdo parón que suma minutos y resta ritmo a la lidia. A partir de ahí, sigue
el guión conocido: cite en los medios para llevar al toro al caballo en una
trayectoria en forma de V invertida. Algunos profesionales cuentan que fue el
banderillero Martín Recio el que consagró ese burladero como uno de los tiempos
de la lidia moderna. Quién sabe... es un vicio que llegó para quedarse.
Los quites
Llega el momento, por fin, de picar al toro. Serán
uno, dos o excepcionalmente tres puyazos que también propiciarán nuevos tiempos
muertos en torno a los quites, que en realidad no son tales... La verdad es que
son los banderilleros de turno los que efectivamente ‘quitan’ al toro del
caballo para ponérselo en bandeja al correspondiente matador, según el turno de
antigüedad. Se producen nuevos tiempos muertos, tanteos, rectificaciones de
terreno... antes de esbozar los lances correspondientes a los que –impropiamente-
llamamos quites pero ya sólo son un simulacro. En este punto el pasado no sólo
fue anterior. También fue mejor.
El dinamismo de los quites en la misma falda del
caballo, toreando desde el primer lance ha sido sustituido por esos lances
premeditados que quedan aislados en su brillantez –siempre que la haya- por esa
marea de tiempos muertos que aún no ha acabado. Antonio Ferrera ha sabido
bucear en ese pasado brillante recuperando el ritmo y la oportunidad de los
quites, que instrumenta desde los flecos del peto. Ése es un camino que todos
deberían recorrer o al menos reflexionar. Hay que reivindicar y subrayar ese
concepto: el del ritmo.
Tocan a banderillas
En las plazas más ‘serias’ se espera a que el
caballo desande el camino de vuelta a paso de procesión para entregar los palos
a los banderilleros. Y el toro sigue esperando. Sumen minutos... En otros
tiempos que no son tan lejanos el banderillero de turno ya estaba esperando en
los medios antes de que dieran puerta al picador y su montura. Ahora hay que
esperar a que tome los rehiletes, se sitúe en la suerte y aguarde a que su
compañero fije al toro en las rayas. A todo eso hay que sumar una moderna
parsimonia entre los de plata para preparar la suerte que difícilmente habrían
soportado los matadores de otras décadas, más pendientes de la eficacia y la
prisa que de los monterazos de sus hombres. El caso es que la lidia, a punto de
tocar a matar, sigue sumida en pausas solemnes que sólo consiguen empobrecerla.
La hora de la verdad
El presidente, por fin, saca el pañuelo por
tercera vez para tocar a matar. Es la hora de la verdad, pero también la del
centro neurálgico de la lidia contemporánea: la faena de muleta. En las
modernas reglamentaciones, el tiempo dejó de correr desde el toque de clarín. Ahora
lo hace desde el primer muletazo contribuyendo a alargar unas faenas que, en la
yema de los 90, empezaron a alcanzar un desmesurado metraje en coincidencia con
la pujanza de toreros como Enrique Ponce, propenso a exprimir el reloj más allá
de lo recomendable. Esa faena de diez minutos es prácticamente inevitable hoy,
sea cual sea la condición de los toros. Trasteos de aliño, macheteos o ese
genuino tirar por la calle de en medio... todo duerme el sueño de los justos.
Hay que estar diez eternos minutos delante de la cara de los toros aunque el
pozo esté seco en aras de una pretendida profesionalidad que seguramente no es
tal. Pues es el signo de los tiempos...
Muerto el toro, no acaba la derrama. Si la cosa se
ha dado bien y el premio es contante y sonante, el matador iniciará una eterna
vuelta al ruedo a paso de cofradía en la que da tiempo a salir, volver, tomarse
una copa, hacer todo tipo de necesidades... ¿Dónde se quedaron esas vueltas a
pasito ligero? En otro tiempo –no nos lo han contado- el pañuelo blanco volaba
antes de que el torero de turno cerrara el círculo de la vuelta. Podríamos
añadir más agujeros negros pero, en realidad, este vademécum sólo es una
invitación a la reflexión. El peor enemigo de la fiesta de los toros es el
aburrimiento, la falta de ritmo, de dinamismo... ¿Quién le pone el cascabel a
este gato?
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