JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
@jadir45
Allá, en cambio, anunciaban una corrida poco
usual. Un veterano lidiador solitario, -Esplá-, con seis toros en concurso de
ganaderías (toristas). Además, -me avergüenza confesarlo-, nunca había
presenciado una corrida en esa plaza.
--Sí--
contesté de inmediato.
--Bien, a las diez nos vemos en la Estación de
Atocha, me dijo sin entusiasmo, con su voz grave de fumador empedernido.
--¿Vamos en tren? --pregunté.
--No, hombre, allí en la estación alquilaré un
carro.
No tenía uno. Residía en una buhardilla del Madrid
histórico. Anticonsumista vocacional, ni lo quería, ni lo necesitaba.
Así, era él, un joven de los sesenta, nieto de un
general rebelde en la guerra colombiana "De los mil días" hace más de
un siglo. Una vez, García Márquez, amigo y compañero suyo de la revista
"Alternativa", confesó que
para su coronel Aureliano Buendía había tomado rasgos de aquel abuelo combativo
y siempre derrotado.
También es cierto que hasta que Cien años de
soledad se publicó, el padre de Antonio, el hijo del general relatado en ella,
era el más notorio novelista vivo del país. El boom le hizo sombra. De otro
lado, Luis, el hermano, había muerto en París hacía unos años, cuando
despuntaba su prestigio internacional de pintor diferente.
Él, caricaturista, cronista taurino, escritor y
periodista, el más independiente, el más irónico y el más desafiante de los que
sobrevivían en aquellos años horribles, a la matanza de contradictores en
nuestro país. Cada uno de sus artículos semanales (publicaba en
"Semana", todas las semanas) era un reto, un vengan por mí. Nunca dio
el brazo a torcer. Pero esa es otra larga historia.
Lo cierto es que lo que a él más le gustaba eran
los toros. Por ahí, en un libro suyo, escribió algo así: "Yo iba a ver
corridas, pero no sabía que era aficionado hasta que un día, de hace muchos
años, estaba viendo torear a De Paula, en Jerez, y me sorprendí llorando".
¡Imagínense ustedes! un hombre tan duro, de una
realidad tan dura, de un país tan duro, llorando al son de unas verónicas. Pues
así era, y escribía de toros como un enamorado, con toda la tolerancia,
blandura y falta de rigor que a riesgo de su vida nunca se permitió en el resto
de su peligroso trabajo periodístico.
Llegué a la Estación de Atocha diez minutos tarde,
lo divisé desde las gradas automáticas, allí estaba, contrastante, calvo, barba
entrecana, mirada ausente, longilíneo, como recién descolgado de un cuadro de
El Greco, calzado con alpargatas, vaqueros y una camisa de trabajo. Él condujo.
Fuimos a Zaragoza, comimos frente a la vieja plaza, vivimos la corrida,
regresamos y entramos en Madrid a las 3 de la mañana.
No hago reseña, no viene al caso, pero sí recuerdo
que arrastrado el quinto, pasó por el callejón, frente a nosotros, Simón Casas.
Conociendo que era amigo suyo le dije -"Ahí va Simón Casas".
--Con socarronería me reclamó: "Vengo desde
tan lejos, a ver esta corrida con usted, que pasa por buen aficionado,
esperando aprenderle algo, y el único comentario que ha hecho en toda la tarde
es: ahí va Simón Casas...".
Ya sospecharán ustedes por qué siempre tuvo
malquerientes en Colombia. Pero fuimos muchos, muchos más los que le quisimos y
hoy le lloramos.
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