JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
@jadir45
El toreo se ha sacrificado en la defensa sanitaria
como ningún otro frente. Ha cerrado sus plazas, renunciado a sus ingresos
económicos, mandado sus sagrados animales al vil matadero y sometido sus
trabajadores al paro. Los muy escasos ritos oficiados, los menos en más de
trescientos años, han sido virtuales o con insignificante público. Apenas para
mantener las constantes vitales básicas del culto.
En abril pasado, cuando la peste avanzaba, Morante
de la Puebla, (figura) se consoló diciendo: “que no haya toros este año tampoco
es el fin del mundo”. Ya vamos en el otro y que pregunten por los renglones
medios e inferiores del escalafón a ver cómo anda hoy ese mundo.
Mas no es la vía exigir la salvación de la
industria sumándose a la complicidad que se tiene con el contagioso
apretujamiento de multitudes en otros ámbitos; transportes, teatros,
manifestaciones, comercios, conciertos… Esos desafueros no afectan únicamente a
quienes incurren sino a todos. Cada contagiado allí multiplica y se hace
agresor general.
Sin embargo, racionalmente hablando, la corrida se
puede realizar con sanidad en plazas abiertas, bien ventiladas, permitiendo una
proximidad segura inferior al conflictivo metro y medio entre espectadores (con
mascarillas, etc.). Retomando así porcentajes de ocupación, sino siempre del
50%, sí cerca de los frecuentes antes de la pandemia.
Eso requeriría claro, esfuerzo empresario,
reducción de costos y ganancias para todos, disciplina social, pero antes
actitud equitativa, desprejuiciada y sincera de las autoridades regionales y
nacionales. Las cuales, ejercidas en diversos lugares por partidos rivales
entre sí, hasta hoy en lo único que han coincidido es en su geométrico rigor
con la fiesta.
No vale andar diciendo que se defiende la
tauromaquia, que se respetan los derechos de los trabajadores y que se les
ayuda, cuando las acciones van en contrario. Se previene para seguir viviendo,
¿sino para qué?
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