*** El
coloso de Gelves concedió diez alternativas durante su vida taurina. *** Cinco
de esos matadores que recibieron los trastos de sus manos encontraron la muerte
en las astas de los toros.
ÁLVARO R.
DEL MORAL
Diario EL
CORREO DE ANDALUCIA
La figura totémica de José Gómez Ortega –Gallito
en los carteles- sigue prestando hilos de los que tirar. El revisionismo
contemporáneo de su figura ha permitido comprobar la auténtica dimensión
taurina y social de un torero de breve vida y férreo reinado que no gozó de
cantores literarios. Belmonte contó con Chaves Nogales, que trazó un magistral
retrato literario del diestro trianero. José tuvo que esperar 80 años y a otro
libro –‘El Rey de los toreros’, de Francisco Aguado- para ver reivindicada su
auténtica trascendencia taurina. Ese trabajo fue el pistoletazo de salida para
profundizar en otras aristas y facetas del torero, más allá de los ruedos y de
lo que ya se sabía: desde su intimidad personal y afectiva, hasta su relación con
el mundo de las cofradías y devociones sevillanas.
Pero la figura de Joselito da para más. Un halo
fatal rodea su figura. Y no es un dato subjetivo. José concedió hasta diez
alternativas a lo largo de su corta pero intensa vida profesional. Cinco de esos
nuevos matadores encontraron la muerte en las astas de los toros engrosando la
lista trágica de aquellos años de plomo, recrudecidos en la llamada Edad de
Plata. Hay otros tres matadores –Juan Luis de la Rosa, Pacorro y Angelete- que
no murieron víctima de los toros pero acabaron sus días de forma prematura y
otros dos –Dominguín y Camará- que, eso sí, triunfaron como apoderados
renovando la herencia taurina de José.
Juan Luis de la Rosa, jerezano, cayó asesinado en
Barcelona en las primeras revueltas de la Guerra Civil. Joselito le había
otorgado la alternativa en la plaza de la Maestranza el 28 de septiembre de
1919. Ese mismo día hubo otra alternativa en Sevilla. Fue en la plaza
Monumental. La recibió Chicuelo de manos de Belmonte. Es una fecha, la del 28
de septiembre, que no estaría exenta de mal fario para los toreros que la
escogieron para su doctorado. A José Claro ‘Pepete’, Isidoro Martí, Granero,
Manolo Litri y el propio Gallito les mataron los toros; de la Rosa cayó a
tiros... Sólo Chicuelo y Marcial, doctorados en un día similar, llegaron a
viejos.
¿Qué fue de Pacorro? Francisco Díaz, que así se
llamaba, fue estrella novilleril pero su fulgor decayó pronto. Gallito le había
concedido la alternativa en 1918 pero no brilló como matador. Murió en la más
absoluta de las miserias en 1967. Tampoco le sonrió la vida ni la fortuna al
matador extremeño Ángel Fernández ‘Angelete’, doctorado por José en 1917. Pasó
por la profesión con más pena que gloria y se retiró casi inválido.
EL FUTURO DE LA EMPRESA TAURINA
Hubo dos toreros alternativados por Joselito que
escapan de esta ronda trágica aunque no lograran triunfar rotundamente como
tales. Sí lo hicieron en otros campos... Son Domingo González ‘Dominguín’ y
José Flores Camará. No heredaron las virtudes toreras de José pero sí hicieron
suyas muchas de sus ideas y de su propia filosofía taurina para alumbrar el
futuro del negocio taurino. Dominguín y Camará siembran los verdaderos
cimientos del apoderamiento moderno. El primero, como patriarca y mentor de los
‘dominguines’, en especial de su hijo Luis Miguel. El segundo, como histórico
apoderado de Manolete, definitivo arquitecto del toreo moderno y heredero –a
través de Camará- del tronco gallista que heredó de manos de Chicuelo, su
padrino de alternativa.
VÍCTIMAS DE LOS TOROS
El primer torero en recibir los trastos del oficio
de manos de Joselito fue el diestro maño Florentino Ballesteros. Su historia
parece salida de la pluma de Alejandro Pérez Lugín o Blasco Ibáñez. Nacido en
un ambiente de auténtica miseria, su niñez transcurrió entre hospicios y
orfanatos encontrando la oportunidad de redimirse en la gloria del toreo.
Ballesteros destacó como banderillero primero y como novillero después antes de
llegar a tomar la alternativa en Madrid el 13 de abril de 1916. Ojo, el testigo
de la ceremonia fue otro torero infortunado, el sevillano Curro Posada, que
acabó sus días prematuramente, víctima de más completa locura, un año exacto
después de la muerte de José en Talavera. Y con su padrino Joselito se volvió a
anuciar Florentino en la plaza de Madrid el 22 de abril de 1917 para despachar
una corrida de Benjumea sin estar recuperado de una anterior cogida en el pecho
sufrida en Morón. El toro ‘Cocinero’ volvió a alcanzarle en la misma zona. A
los dos días moría en la fonda a la que había sido trasladado casi en agonía.
Más desconocida y exótica es la historia de
Ernesto Pastor, un torero puertorriqueño –hijo de mexicano y francesa- que
recibió los trastos de manos de Joselito el 17 de septiembre de 1919 en la
plaza de Oviedo, hoy en ruinas. A José no le quedaba mucho pero al torero
caribeño, tampoco. Aún resonaban los llantos por la muerte del coloso de Gelves
cuando se anunció en Madrid. Fue el 5 de junio de 1921. ‘Bellotero’, marcado
con el hierro del marqués de Villagodio, le prendió por un muslo sin que el
torero pasara a la enfermería hasta dar muerte al astado. La herida no fue
valorada como merecía y no se le operó hasta el día siguiente, cuando la
septicemia ya era irremediable y mortal.
Varelito fue otro de los ahijados de Joselito que
engrosó la extensa lista de víctimas de la Edad de Plata. Gallito le había
convertido en matador el mismo día que a Domingo Dominguín, el patriarca de la
extensa saga toledana del que ya hemos hablado. Ese doble doctorado se celebró
en Madrid, el 26 de septiembre de 1918. José le cedió un toro llamado ‘Flor de
Jara’ que pertenecía a la ganadería de García de la Lama. Pero el padrino ya era
un recuerdo cuando el infortunado diestro sevillano –que tenía fama de gran
estoqueador- se anunció en la plaza de su tierra, el 21 de abril de 1922. Un
toro de Guadalest llamado ‘Bombito’ le empitonó de forma terrible por el recto
falleciendo casi un mes después, el 13 de mayo, tras una tremenda e
interminable agonía. Aquel desgraciado percance se produjo en medio del
ambiente enrarecido de una Feria de Abril empobrecida por la ausencia de
Belmonte y huérfana de Joselito, que permanecía aún muy presente. Cuando le
llevaban a la enfermería exclamó: “¡ya me la pegao, estaréis contentos!”...
El siguiente matador de esta lista trágica es el
diestro vallisoletano Félix Merino. José apadrinó su alternativa en el ruedo de
la Corte en un cartel de campanillas que completaba el mismísimo Juan Belmonte.
Fue el 16 de septiembre de 1917. Pero aquel fue el primer fracaso del que había
sido prometedor novillero, que acabó renunciando a la alternativa para terminar
dando tumbos por los pueblos. En esa tesitura, pasado de edad y olvidadas las
ilusiones, fue requerido para lidiar una novillada de Palha en la plaza de
Úbeda en la tarde del 4 de octubre de 1927. El primer ejemplar alcanzó al
picador Rafael Trajero propinándole una cornada en la ingle. El mismo animal
cogió a Merino al intentar saltar la valla atravesándole el muslo derecho de
parte a parte. Le atendieron en la enfermería y de allí, lo llevaron al
hospital de Santiago de la localidad antes de decidir su traslado a Madrid por
las carreteras de entonces... Murió el 8 de octubre en el hospital del Perpetuo
Socorro y fue enterrado en Valladolid.
LA MUERTE DE IGNACIO
Pero si hay una muerte que tiene una significación
especial es la de Ignacio Sánchez Mejías, que fue más, mucho más que el cuñado
de Joselito. Hablar del polifacético matador sevillano requeriría otro
reportaje. Ahora toca recordar su papel de banderillero en la cuadrilla de
Joselito, que le concedería la alternativa en Barcelona el 16 de marzo de 1919.
Sánchez Mejías volvería a contar con el mismo padrino para confirmar su
doctorado el 5 de abril de 1920. Por entonces a José no le quedaba ni mes y
medio de vida...
Ignacio fue el encargado de estoquear a ‘Bailaor’,
el toro que había matado a Joselito en Talavera. La fotografía que le retrata
sosteniendo la cabeza de su cuñado en la enfermería de la localidad toledana
forma parte de la iconografía del toreo. Aquella imagen sentenció, de alguna
manera, el fin de toda una época. Pero Ignacio también tenía escrito su
destino. Se había retirado de la profesión en 1927 pero acabaría volviendo. No
podemos adivinar que impulso atávico le llevaría a volver a vestirse de luces
en 1934, con 43 años cumplidos y lejos de aquellas portentosas cualidades
físicas que suplían sus carencias artísticas. El destino no admite regates.
Ignacio ni siquiera estaba anunciado el 11 de agosto de 1934 en la plaza de
Manzanares. Acudió a la carrera desde Huesca sin poder contar con su propia
cuadrilla para sustituir a Domingo Ortega, que había sufrido un leve accidente
de automóvil.
Parecía una tarde más, perdida en el nomadeo
agosteño de los hombres de luces. Pero el primero de la tarde, de nombre
‘Granadino’, le alcanzó en un muslo cuando trataba de iniciar el trasteo con
pases por alto sentado en el estribo. A la salida de uno de los muletazos el
toro le apretó contra las tablas. La cornada era de caballo y dejó un
impresionante charco de sangre.
A pesar de la disposición del médico local,
Ignacio se negó a ser operado en Manzanares. Se pidió un coche a Madrid y se
disparó la espera. Una avería del vehículo dispuesto alargó aún más aquella
angustiosa agonía. En el traslado desde Manzanares a Madrid concluía la propia
Edad de Plata, remontando la carretera polvorienta de Andalucía, arrasada de
sol y apestada de la misma gangrena que trepaba por los muslos del torero, que
llegó a la capital de madrugada. La cosa ya pintaba muy mal al día siguiente y
la gangrena era una certeza irremediable en la anochecida. Su mujer, Lola Gómez
Ortega –hermana de Joselito- y su hija Piruja pudieron despedirse del
moribundo. Dejaron pasar a su amante, La Argentinita. Ignacio dejaba de existir
en la mañana del día 13. Manolo Caracol colocó crespones de luto en las
columnas de la Alameda antes de que el cuerpo de Ignacio -trasladado a Sevilla-
fuera sepultado en el panteón de Joselito, bajo el mausoleo modelado por
Benlliure, que también había retratado a Ignacio portando el ataud del rey de
los toreros, el mismo al que había sostenido la cabeza muerta en Talavera.
García Lorca escribió su ‘Llanto’. Se había cerrado el círculo.
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